En realidad, la histórica frase fue: “¡yo volveré!” (I shall return!), pero se la conoce en español como “¡volveremos!” y fue pronunciada por el general Douglas McArthur, comandante de las fuerzas norteamericanas acantonadas en las Filipinas, después de su derrota por los invasores japoneses en el teatro de operaciones del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial.
MacArthur (1880-1964) fue el soldado más admirado pero también el más repudiado de la moderna historia militar norteamericana. Tuvo una azarosa vida marcada por grandes triunfos y grandes fracasos. Uno de sus biógrafos, William Manchester, al exaltar su megalomanía, lo llamó el american caesar. Después de haberse retirado del servicio activo de las fuerzas armadas en 1939 se reincorporó a ellas en vísperas de la intervención de su país en la Segunda Guerra Mundial por la firme decisión del presidente Franklin D. Roosevelt y a pesar del <aislacionismo que alentaban los líderes norteamericanos más chovinistas. Desempeñó un papel brillante en la reconquista del Pacífico y en la ofensiva militar contra el Japón. Terminada la guerra, fue nombrado supremo comandante de las fuerzas aliadas en el territorio japonés con la misión de pacificar el país y de reconstruirlo. En 1950, durante la guerra de Corea, asumió la jefatura unificada de las tropas norteamericanas, inglesas, australianas, francesas, holandesas y neozelandesas que habían sido movilizadas en apoyo a las surcoreanas para repeler la invasión de las fuerzas comunistas del norte que, alentadas por el triunfo de la revolución maoísta en China, apertrechadas por los soviéticos y fortalecidas por “voluntarios” chinos, emprendieron en el proyecto geopolítico de desterrar del sudeste asiático toda influencia occidental. Fue allí cuando surgió su dura discrepancia estratégica con el presidente Harry Truman. MacArthur sostenía la tesis de una vigorosa ofensiva armada contra China “mediante la ampliación de nuestras operaciones militares a sus regiones costeras y sus bases interiores”, pero el presidente temía que eso significase la tercera guerra mundial puesto que la URSS no se habría quedado con los brazos cruzados. Desautorizó entonces la operación y destituyó de su cargo al héroe de la Segunda Guerra Mundial. De regreso a su país en medio de masivas manifestaciones de simpatía, MacArthur al defender su gestión ante el Congreso Federal formuló otra memorable frase, inspirándose en la vieja canción que entonaban los combatientes ingleses en la Primera Guerra Mundial: "los viejos soldados no mueren, sólo se desvanecen".
Tres días después del ataque por sorpresa de los aviones japoneses contra la base estadounidense de Pearl Harbor en Hawai —el 7 de diciembre de 1941—, que determinó el ingreso de Estados Unidos en la conflagración mundial, los japoneses atacaron las Filipinas. Las tropas norteamericanas acantonadas allí, bajo el mando del general MacArthur, resistieron todo lo que pudieron a lo largo de cuatro meses la feroz acometida japonesa que dejó cien mil muertos en Manila —en uno de los más cruentos enfrentamientos de la Segunda Guerra Mundial— pero al final fueron vencidas y se vieron obligadas a retirarse hacia la península de Bataan y a rendirse luego. Los prisioneros norteamericanos y filipinos fueron llevados desde Bataan en una marcha forzada de más de cien kilómetros, sin agua ni alimentos, rumbo a los campos de concentración. Mil soldados norteamericanos fallecieron de inanición en el camino. Los japoneses entonces completaron la conquista total del archipiélago filipino y después, en una sucesión de éxitos militares, tomaron Tailandia, Malaya (la actual Malasia), Guam, Hong Kong, las islas Salomón, las islas Gilbert y Marshall, Singapur, las Indias Orientales holandesas, Rangoon, Burma, Nueva Guinea y las islas Aleutianas. Con lo cual implantaron su dominio absoluto en el Pacífico occidental: desde las islas Aleutianas en el norte hasta las Salomón en el sur. Eran los años 1941 y 1942 en que Hitler dominaba todo el occidente de Europa, su poderoso ejército había penetrado profundamente en la Unión Soviética y las fuerzas del eje imponían su hegemonía en el norte de África.
A raíz de la derrota militar el presidente Roosevelt ordenó al general MacArthur en febrero de 1942 abandonar las Filipinas y dirigirse hacia Australia para asumir el comando de las fuerzas aliadas en el Pacífico sur y preparar la contraofensiva total. Vencido y humillado por el desastre militar y profundamente dolido por la situación del pueblo filipino, MacArthur entregó el mando de sus tropas al general Jonathan Wainwright y abandonó Bataan en cumplimiento de la orden presidencial. Fue cuando pronunció su célebre frase: “I shall return”, que se convirtió en la gran consigna político-militar de los aliados y de sus fuerzas armadas en la reconquista del Pacífico.
Dos años más tarde, como comandante en jefe de las tropas aliadas, MacArthur inició la sangrienta y dilatada lucha, isla por isla, para retomar los territorios perdidos en el Pacífico. Vinieron las épicas batallas de Midway —que fue un punto de inflexión en la guerra del Pacífico—, Guadalcanal, Tarawa en las Islas Gilbert, la base de Truk en las Carolinas, Hollandia en Nueva Guinea, las islas Marshall, Guam, Saipan, Tinian, las islas Palau, las islas Aleutianas, las islas Salomón, el golfo de Leyte en la costa oriental de las Filipinas y muchísimos otros combates en que las fuerzas navales y aéreas de Estados Unidos infligieron demoledores golpes a la flota japonesa. Fue en la batalla naval del golfo de Leyte —octubre de 1944— en que se dio el primer ataque kamikaze de los japoneses. Los kamikazes eran los pilotos suicidas que estrellaban sus aviones cargados de explosivos contra los navíos norteamericanos. La palabra kamikaze significa en japonés “viento divino” y con ella se designó a los escuadrones suicidas organizados por la fuerza aérea nipona durante los últimos meses de la II Guerra Mundial. Los kamikazes, sacrificando sus vidas para detener el avance de las fuerzas navales norteamericanas, hicieron más de 2.000 raids aéreos a bordo de aviones construidos para este fin y hundieron unos cuarenta barcos. En la primavera de 1943 los norteamericanos habían dado ya un vuelco a la situación bélica, habían asumido la iniciativa de la lucha e impuesto su supremacía técnica. Y el 4 de febrero de 1945 MacArthur retornó victorioso a Manila y fue recibido como un libertador. Cumplió su palabra de redimir a ese martirizado pueblo y fue allí cuando cobró hondo significado su “¡volveremos!”.
Este fue el principio del fin del imperio japonés. Las fuerzas aliadas desplegaron su ofensiva total. Los riscos de Iwo Jima y la isla de Okinawa, en combates emblemáticos, fueron tomados por los infantes de marina norteamericanos a bayoneta calada y en lucha cuerpo a cuerpo. La ofensiva final contra el Japón había empezado. Estados Unidos, Inglaterra y China plantearon el ultimátum —al que se adhirió la Unión Soviética— para que su gobierno se rindiese, pero la única respuesta fue la resistencia. Hombre de grandes decisiones, Harry Truman —quien asumió el poder a la muerte del presidente Roosevelt el 12 de abril de 1945— ordenó lanzar las dos primeras bombas atómicas de la historia desde los bombarderos B-29 de la fuerza aérea norteamericana sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto. Y el infierno nuclear precipitó la rendición incondicional del Japón cinco días después, rendición que se formalizó el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado norteamericano U.S.S. Missouri anclado en la rada de Tokio.
Desde aquellos tiempos la expresión ¡volveremos! significa presencia de ánimo y valentía frente a una derrota actual y la decisión de trabajar sobre esa base para una victoria próxima. Es un desafío contra la adversidad. Es la voluntad de reconquistar lo perdido.