Llámase así, en la sociedad del conocimiento, a la política ejercida por los medios electrónicos e informáticos que ha puesto a disposición de los hombres públicos la <revolución digital. Su principal característica es que se funda en imágenes antes que en palabras.
Las comunicaciones satelitales, internet, el grid software, la telemática, el ciber-espacio, la tecnología fotónica, la televisión digital, DVD, HD DVD, el Blu Ray, el flash memory, el <teleprompter y los demás prodigios de informática son instrumentos al servicio de los “videopolíticos” contemporáneos.
Con la irrupción de la televisión en la vida política de los pueblos las relaciones del líder con la masa cambiaron cualitativamente. El escenario principal de sus operaciones es la televisión. La audiencia de sus discursos ya no es la muchedumbre congregada en la plaza, unida por el magnetismo aglutinante de la emoción, sino los televidentes sentados en la sala o la alcoba de sus casas, con muchas mayores facultades de reflexión y de crítica que los exaltados integrantes de la multitud. Lo cual ha demandado nuevas técnicas de comunicación.
En términos sociológicos, el televidente es un ser individual y aislado, que escapa a la psicología de multitudes. Los centenares de miles o, acaso, millones de televidentes no constituyen una muchedumbre ni, por tanto, están sometidos al fenómeno del “contagio” emocional de la masa reunida en la plaza pública. La primera consecuencia de este cambio de escenario es que el líder ya no puede manipular los pensamientos y sentimientos de los telespectadores como pudiera hacerlo con los de los miembros de una muchedumbre delirante. Lo cual le fuerza a persuadir antes que a emocionar, es decir, a acudir a la reflexión antes que a los sentimientos de su auditorio. Pero han surgido nuevas formas de manipulación, mucho más sutiles, a partir de los efectos visuales y auditivos de las nuevas tecnologías de la comunicación.
La técnica de la comunicación audiovisual requiere peculiares atributos en el orador político. Los derroches emotivos están fuera de lugar y las exaltaciones de ánimo pueden resultar contraproducentes. Se impone el estilo coloquial. La técnica de comunicación a través de la televisión demanda otras cualidades: claridad y rapidez en la exposición de las ideas, precisión en el lenguaje, capacidad de síntesis, exhaustivo conocimiento del tema, a los que se unen elementos formales, como el cuidado en la manera de vestir, una gran dosis de simpatía personal y buen sentido del humor —que los publicistas denominan imagen telegénica— para impresionar bien a la audiencia. Por eso es que en las estaciones de TV existen salones de belleza para acicalar, peinar, maquillar, embellecer y rejuvenecer a los entrevistados. Personas especializadas analizan los colores de su vestido —porque hay colores más “telegénicos” que otros— y aconsejan la ropa que debe usarse.
En tales condiciones, la vibrante, arrebatada, arrolladora, persuasiva, estruendosa y gesticulante oratoria de masas —repleta de palabras simples pero altisonantes—, ha sido sustituida por la fría y meticulosa oratoria televisual. Eventualmente —es cierto— cabe en ella uno que otro elemento de emotividad siempre que no descomponga el cuadro general de reflexión y crítica que el medio impone. Las frases cortas e impactantes son las que tienen mejores efectos. Pero como el nivel cognitivo y la sensibilidad de cada uno de los grupos y segmentos sociales son distintos, el orador televisivo está forzado a atender, en los escasos minutos de la televisión, las “demandas” de opinión de un complejo cuerpo social integrado por los intelectuales y los obreros, los jóvenes y los viejos, los hombres y las mujeres, los ricos y los pobres, las personas de la ciudad y las del campo y todos los demás segmentos de la sociedad.
El teleprompter forma parte muy importante de la videopolítica contemporánea. Como todos los inventos de la revolución electrónica de nuestros días, está hecho para suplir las deficiencias intelectuales del ser humano y, en especial, de los agentes y operadores políticos. Este mágico aparatito realiza el milagro de tornar inteligentes a los políticos tontos, cultos a los impreparados, elocuentes a los que tienen problemas de expresión y a los olvidadizos les da una memoria prodigiosa.
El invento hizo su incursión en la vida política en 1963 cuando se instaló el primer teleprompter en la Casa Blanca para uso del presidente estadounidense y de sus voceros en la lectura de los comunicados oficiales.
Cumple el mismo papel que los viejos “apuntadores” o consuetas en el teatro: escondido en un lugar invisible, guía los parlamentos de los actores y asiste a los que olvidan el libreto.
Hoy el aparato ha alcanzado un altísimo grado de sofisticación electrónica hasta el punto que resulta muy difícil para el televidente detectar si un operador político está leyendo o improvisando su discurso, puesto que sus ojos, dirigidos al lente de la cámara, dan la impresión de que están mirando al público, y sus cambios de postura, movimientos de cabeza y gesticulación contribuyen al engaño completo.
El sistema tiene la gran ventaja de que simula un “contacto visual” entre el orador y el auditorio. Al menos esta es la impresión que tienen quienes ven y escuchan al orador. Lo cual es muy importante porque contribuye a forjar la imagen de "conocimiento", “capacidad”, “credibilidad”, “honestidad” y “sinceridad” de éste.
En el nuevo siglo muchos de los oradores políticos suelen utilizar este dispositivo electrónico que, instalado ocultamente junto al lente de la cámara de televisión o al frente de la tribuna en la plaza, según sea el caso, les permite leer el texto de sus discursos pero dar la impresión al público de que los improvisan. Luce entonces el “talento” del orador. Este misterioso aparatito opera el “milagro” de dar súbitamente inteligencia, sabiduría y dotes retóricas a políticos tardos e impreparados.
En las asambleas o en las concentraciones de masas se suelen colocar las dos pantallas del aparato frente a la tribuna, la una a la izquierda y la otra a la derecha del orador. Son unas pequeñas pantallas de vidrio a través de las cuales desfilan sincrónicamente las palabras de modo que el orador, al leerlas indistintamente en cualquiera de ellas, da la impresión de “mirar” a los diversos sectores del público. Y los miembros del auditorio no pueden descubrir el “truco” porque las pantallas, vistas desde fuera, son vidrios transparentes.
Al ritmo de la sofisticación televisual y de la extensión del uso del teleprompter han proliferado los ghostwriters (escritores fantasmas), los speechwriters (fabricantes de discursos), los sloganeers (forjadores de eslóganes), los phrasemakers (hacedores de frases), los wordsmith (buscadores de pensamientos de grandes filósofos y personajes de la historia), los magos de la imagen, los expertos en sound-bytes (expresiones televisivas de impacto) y otros tantos fabricantes de trucos cuya misión es escribir y adornar los discursos que el político lee como suyos en la pantalla de televisión o en la tribuna de la plaza pública.
Quiero ser claro en este asunto. No me opongo a que un gobernante o un político lea sus discursos, si así lo quiere. Pero la opinión pública debe saberlo. Lo fraudulento es presentar, con la utilización de medios artificiales y engañosos, un líder político diferente al real. Con ello se vulnera el derecho de los pueblos a conocer las capacidades y limitaciones de sus líderes.
La televisión, convertida en un factor de primera importancia en la videopolítica contemporánea, ha asumido una función de regencia de muchas de las actividades públicas en la amplia esfera de comunicación de masas que maneja. Las tareas de proselitismo político —y también religioso— y la conquista del voto ya no se hacen desde los balcones ni tribunas levantadas en las plazas públicas sino principal y casi únicamente desde los sets televisuales.
Sin embargo, la gran debilidad de la videopolítica es que, en la medida en que las imágenes se sobreponen a las palabras, determina que la telegenia suplante a la inteligencia de los actores políticos, la apariencia a la realidad, el estilo al discurso, la “envoltura” al contenido, la eufonía a la consistencia de las ideas y la verosimilitud a la verdad. Todo lo cual implica una subversión de los valores ético-sociales y una trivialización de la política. Por esta vía, un ignorante simpático y de buena presencia, hábil lector de <teleprompter, puede resultar un buen candidato aunque sería un pésimo gobernante.
Los avances informáticos en la comunicación de masas han faranduleado la política, es decir, ha hecho de ella una actividad farandúlica, en la que no triunfa el mejor pensador sino el mejor histrión.
Una suerte de iconolatría mediática, es decir, de adoración de las imágenes televisuales e informáticas, envuelve a la vida política. Y esto deriva con frecuencia en “iconocracia” —palabra que hace falta en el diccionario—, o sea en el poder o autoridad de los íconos mediáticos dentro de la videopolítica.
También la incursión de internet y de los modernos software informáticos en la vida social ha modificado cualitativamente la política, la economía, las comunicaciones, los negocios, la cultura, el deporte, el cine, los entretenimientos y, en general, todas las actividades humanas.
En el mundo contemporáneo el número de internautas, es decir, personas conectadas con la red, es uno de los parámetros primordiales para medir el grado de desarrollo de los países. Del total mundial de usuarios de internet, que a mediados del año 2016 llegaba a 3.585'749.340, correspondían a China 742'261.240 (60,4% de su población), Estados Unidos 312'322.257 (91,4% de su población), India 243'000.000 (19,7%), Brasil 120’773.650 (60,1%), Japón 118’626.672 (91,6%), Rusia 98’567.747 (85,4%), Alemania 79’127.551 (94,6%), Indonesia 72’412.335 (28,1%), Nigeria 71'300.000 (40,7%), México 62'452.199 (51,8%), Inglaterra 61'766.690 (90,8%), Francia 60'421.689 (90,6%), Italia 54'798.299 (90,2%), Turquía 52'382.850 (64,7%), Egipto 48'211.493 (59,3%), Irán 42'112.274 (58,7%), Corea del Sur 45'314.248 (96,4%), Filipinas 44'275.549 (41,1%), España 30’654.678 (65,6%), Filipinas 29’700.000 (29,2%), Vietnam 30’516.587 (33,7%), Bangladesh 43'876.223 (26,5%), Argentina 41'586.960 (95,6%), Ucrania 40'912.381 (90,1%), Canadá 36'397.891 (96,7%), Pakistán 34'128.972 (21,8%) y en dimensiones menores los demás países.
En términos porcentuales de población conectada a la red, las cifras demuestran con mayor precisión y evidencia la brecha digital. En el primer lugar estaba Suecia con el 98,9% de “conectividad”, seguida de Baréin con el 98,6%, Dinamarca 98,3%, Holanda 97,8%, Corea del Sur 97,4%, Noruega 97,2%, Australia 97,1%, Nueva Zelandia 96,8%, Emiratos Árabes Unidos 96,7%, Canadá 96,7%, Suiza 96,4%, Qatar 95%, Bélgica 93,4%, Kuwait 92,5%, Estonia 92,3%, Lituania 91,5%, Moldavia 90,8%, Uruguay 90,1% y los demás países.
Los últimos lugares estaban ocupados por Etiopía con el 1,9% de conectividad, República Democrática del Congo 2,2%, Costa de Marfil 5,2%, Mozambique 5,9% y Afganistán 5,9%.
Los más rezagados de América Latina eran Haití con el 18,2%, Honduras 18,6%, Guatemala 18,7% y El Salvador 28,5%.
La prensa digital es una posibilidad tecnológica real. La expresión no se refiere, por cierto, al hecho de que los periódicos sean armados e imprimidos por medios informáticos —puesto que sus textos se preparan en ordenadores, los artículos les llegan por correo electrónico, las fotografías son digitadas y recibidas por vía satélite y su armada se realiza con software de diseño gráfico— sino a que pronto podremos leer periódicos a todo color, dentro o fuera de nuestra casa, a través de una pantalla portátil muy delgada —unos pocos milímetros de espesor— que podrá ser doblada, plegada y llevada con nosotros. En ella tendremos información actual de los sucesos del mundo, sin la tardanza que significa el proceso de impresión sobre el papel y de distribución del material.
La prensa digital será uno de los instrumentos de información del futuro. En ella la información se obtendrá y difundirá por medio de bits y no de papel impreso. El bit —acrónimo de la expresión inglesa binary digit— es el elemento básico de la transmisión electrónica de la información. No tiene corporeidad, ni color, ni tamaño, ni peso y puede viajar a la velocidad de la luz. Como otras energías puras, no tiene masa ni ocupa un lugar en el espacio.
Ha surgido una nueva economía —la economía digital—, de dimensiones no sólo internacionales sino globalizadas, basada en la información y el conocimiento como instrumentos de la producción, de la productividad, del intercambio y de la competitividad, que funciona sincrónicamente y en tiempo real a escala planetaria mediante empresas que operan en red.
En la economía digital existen nuevas modalidades productivas, financieras, comerciales y laborales —como el tele-trabajo, o trabajo desde el hogar, la tele-banca, el dinero electrónico, la tele-educación o educación en línea, la tele-medicina, el comercio electrónico y otras— que agilitan e impulsan enormemente las faenas económicas.
Dentro de ella, el e-commerce —o sea el conjunto de transacciones a través de internet— ha crecido inmensamente en los últimos años. Cada vez las compras on-line aumentan en el mundo e involucran a todos los elementos de la operación comercial: información, publicidad, mercadeo, pedidos, suministros, pagos, centros comerciales “virtuales” —electronic malls—, servicio de atención al cliente, e-procurement, prestaciones de postventa, etc., etc.
No podía faltar, por supuesto, la delincuencia informática —la ciberdelincuencia— en el mundo de las tecnologías de la información, como expresión del desfase que se da en todos los campos entre los avances de la ciencia y los retrasos de la moralidad. La propia naturaleza de la red de comunicación sin fronteras ofrece inéditas e invisibles oportunidades a los artífices del fraude. Son incontables las estafas, robos de identidad, expendio de bienes y de servicios inexistentes, creación de cibersitios bancarios falsos, “secuestros virtuales” —apoderamiento de los archivos electrónicos de las personas para exigir dinero de rescate bajo amenaza de destruirlos—, grabación y venta de películas aún no estrenadas y otras muchas formas delictivas que se consuman a través de la red.