Esta palabra proviene de usurpación, que es desde los viejos tiempos romanos la acción de tomar posesión de un predio mediante violencia o artificio, sin título legítimo para hacerlo y de mala fe. Esta fue la vieja acepción del Derecho Romano. En sus orígenes este concepto abarcó solamente bienes inmuebles pero después su extensión se amplió también a cosas inmateriales.
En su acepción política, la palabra usurpador designa a quien toma por la fuerza o el fraude poderes, funciones, empleos o títulos y los ejerce sin derecho. El gobernante de facto es un usurpador porque su facultad de mando no le ha sido dada por la ley, que es la única fuente de autoridad legítima en las sociedades civilizadas. Las normas constitucionales suelen señalar el camino jurídico-formal para la constitución de gobiernos de Derecho. Cuando al margen de esas normas alguien toma o ejerce el poder, procede como un usurpador.
La usurpación del poder puede realizarse por la fuerza o por el fraude. Esto nos remite al tema de los <gobiernos de facto.
El rasgo esencial de ellos es que escapan a la subordinación jurídica en que deben estar bajo la estructura normativa del Estado, sea en el proceso de su establecimiento, sea en el ejercicio del poder, sea en ambos momentos.
Por tanto, son gobernantes de facto no solamente los que llegan al poder por una acción de fuerza sino también aquellos cuyo título de origen adolece de algún vicio que lo invalida, como el de fraude electoral u otros similares, y los que prolongan su mandato más allá del plazo constitucional. Según este criterio, no sólo sería usurpador quien asumiera el poder por un acto de fuerza, que desgarrara el ordenamiento constitucional, sino también el que lo hiciera a través una elección fraudulenta o de autoprórroga de sus funciones.
Dentro de estas últimas categorías se incluyen los gobiernos nacidos de elecciones irregulares o de la falsificación de la voluntad popular por medio de “plebiscitos” o “consultas” amañados.
En conclusión, tanto los gobernantes surgidos de la imposición de la fuerza como los que nacen de una falsa y dolosa consulta popular carecen de un título conforme a Derecho para mandar. Aunque en el primer caso, si se tratara de una acción revolucionaria, tal carencia se convalidaría en el momento en que aquélla se institucionalice y tome forma jurídica, es decir, cuando se implante la nueva legalidad revolucionaria.