Esta palabra tiene dos acepciones: la una se refiere a los conocimientos y técnicas de planificación, ordenamiento y desarrollo de las ciudades; y la otra, al fenómeno sociológico de la concentración demográfica en los centros urbanos.
Platón decía, hace más de 24 siglos, que “la más bella y la más alta de las formas de la sabiduría es la que se ocupa de la organización de las ciudades y de las familias”. En las épocas antiguas y medievales ella era además una cuestión artística puesto que se pretendía hacer de las ciudades obras maestras, llenas de decoraciones teatrales. En concordancia con esa vieja sabiduría, Charles-Édouard Jeanneret Le Corbusier (1887-1965), el célebre arquitecto suizo nacionalizado en Francia, afirmaba que el urbanismo y la arquitectura son la manifestación del espíritu de una época. O sea parte de la cultura de un pueblo.
En el siglo XVII a. C. el Código de Hammurabi —que fue la compilación de leyes escritas para regir Babilonia— formuló las primeras normas sobre construcción urbana. Más tarde, el arquitecto griego Hipódamo de Mileto (498 a.C. – 408 a.C.), considerado como el padre del urbanismo, planificó importantes ciudades como Priene y El Pireo con arreglo a un diseño geométrico y a un admirable equilibrio estético. Aristóteles se refirió a él como el ideador del plano geométrico, con todas las calles en ángulo recto. Los antiguos arquitectos romanos diseñaron hermosas ciudades con edificios, arcos, circos, foros, avenidas, jardines y templos monumentales. China desarrolló una gran cultura urbanística. La ciudad de Xian, sede de las dinastías Han y Tang, fue un modelo de diagramación urbana cuadricular cercada por una gran muralla de tierra apisonada y cruzada por amplias avenidas. Su sector gubernativo estaba separado de las zonas residenciales de la ciudad. Modelo que fue copiado por la capital imperial japonesa Heian —hoy Kioto—, establecida en el año 794 de nuestra era.
Las formas del urbanismo clásico se reprodujeron en el Renacimiento. Muchos de los espacios públicos y centros cívicos europeos obedecieron a los modelos clásicos, como la plaza de la Basílica de San Pedro en Roma o la maravillosa plaza de San Marcos en Venecia. La monumentalidad de la planificación urbana renacentista respondió a un esquema radial, con calles que formaban círculos concéntricos en torno a un punto focal y con otras que partían desde ese punto a manera de radios de una rueda. En América la ciudad de Washington, construida en 1791 con arreglo al diseño del ingeniero franco-estadounidense Pierre Charles L’Enfant (1754-1825), siguió ese modelo.
El urbanismo asumió en la primera revolución industrial la responsabilidad de adaptar las ciudades a las demandas de la civilización mecanizada y se vio forzado a aceptar la presencia de las máquinas en el curso de la transformación material y espiritual de las sociedades. Debió resolver el problema de la vivienda y servicios para dar alojamiento a centenares de miles de obreros fabriles que invadieron los centros urbanos y que vivían hacinados, en condiciones miserables, junto a los grandes núcleos industriales. La ciencia y la técnica impusieron su ritmo a las ciudades. El hombre pasó de los cuatro kilómetros por hora de velocidad, a que alcanzaba su tranco o el de su caballo, a los 100 o 150 kilómetros del tren y el automóvil. Lo cual demandó un cambio estructural profundo en el diseño urbano y en el trazo de las carreteras. Las viejas estaciones del ferrocarril permanecen aún como testimonios urbanísticos de ese dramático cambio. El ser humano, que durante milenios se había desenvuelto dentro de un radio de acción de 15 a 20 kilómetros alrededor de su morada, vio abrirse de pronto un espacio vital mucho más amplio, que después se ensanchó desmesuradamente con el advenimiento de la aviación. Todo lo cual representó una transformación perturbadora no solamente de los hábitos tradicionales de la gente sino también de las ciencias experimentales y aplicadas del diseño urbano.
Pero la construcción de ciudades no fue solamente una cuestión arquitectónica sino también política, porque formó parte esencial de la organización social; y fue incluso un tema militar por sus implicaciones en la defensa de las ciudades. Lo cual explica el levantamiento de las fortalezas, atalayas y grandes murallas en las viejas urbes.
Las metrópolis coloniales impusieron a sus colonias sus estilos urbanísticos. Eso ocurrió especialmente con el coloniaje español en América. Las ciudades hispanoamericanas fueron construidas a imagen y semejanza de las españolas. Todas tuvieron como centro emblemático la plaza mayor o la plaza de armas, en torno de la cual se asentaron el palacio de gobierno, la catedral, el palacio arzobispal, la casa consistorial y las mansiones principales. Todas monumentales. En el centro de la plaza estaba la fuente de agua, que servía a la población. Con frecuencia estuvieron también allí el mercado, la cárcel y la picota. A diferencia de los otros colonizadores, los españoles escogieron a las ciudades como lugar de residencia y fueron muy celosos en la construcción de ellas. Lo hicieron con sujeción a un esquema procedente de la autoridad peninsular, de modo que todos los asentamientos urbanos de la América española fueron uniformes. Las instrucciones que les venían desde España eran unívocas. En ellas se indicaba no sólo la forma de construir las ciudades a partir de la plaza mayor sino también la manera en que debían repartirse los solares según las “calidades de las personas” y “lo que cada uno hobiere servido”, como decía la Real Cédula de 1521.
La Plaza Mayor —que después de la emancipación pasó a llamarse Plaza de la Independencia— era el lugar más importante de la ciudad. Era el sitio de encuentro de la gente, el foro público y la fuente principal de información de la vida comunitaria. En la “hora del paseo” acudían los señores elegantes de la clase dominante para discutir de política, conspirar contra el gobierno e intercambiar chismes. En los días festivos se realizaban allí las procesiones religiosas, las paradas militares y las corridas de toros —a imitación de la plaza de Chinchón, en España— para regocijo del pueblo.
El escritor chileno Miguel Rojas Mix, en su libro "La Plaza Mayor" (2002), describe con mucha gracia a los personajes populares que en los días de la colonia desfilaban por la plaza mayor: el fraile, la beata, el juerguista, el aguatero, el vendedor de ojotas, el jinete, el sereno de las madrugadas, todos quienes se estamparon en las páginas de la novela latinoamericana —"Manuela" de Eugenio Díaz Castro, "María" de Jorge Isaacs, "El Chulla Romero y Flores" de Jorge Icaza y muchas otras—, que dibujaron a los protagonistas de la plaza colonial hispanoamericana, retocados a veces con sus particularidades locales.
En el primer tercio del siglo XX surgió el denominado racionalismo arquitectónico que adoptó una concepción funcional de la arquitectura, la despojó de ornamentos y la desligó del pasado académico. Esta corriente arquitectónica fue el fruto de los cambios políticos ocurridos en Europa a partir de la Primera Guerra Mundial, que modificaron la concepción de la vivienda, de la edificación y del urbanismo. Bajo el imperativo del servicio social se mutó el estilo y los objetivos de la construcción de viviendas para afrontar las exigencias socioeconómicas de la naciente <sociedad de masas. Mucho tuvieron que ver en la nueva orientación arquitectónica las demandas de la reconstrucción de Alemania y de los demás países europeos afectados por los bombardeos de la guerra. Se creó una arquitectura que distribuyó con libertad los espacios en concordancia con su función y con la economía de recursos financieros.
Los principales exponentes de la arquitectura racionalista fueron el alemán Walter Gropius (1883-1969), el holandés Mies van der Rohe (1886-1969) y el suizo —nacionalizado en Francia— Charles-Édouard Jeanneret Le Corbusier (1887-1965).
Le Corbusier, uno de los grandes maestros del racionalismo arquitectónico, propuso los cinco principios del nuevo estilo: la casa sobre pilotes a fin de liberar el suelo-jardín; la cubierta ajardinada para aprovechar las terrazas; el plano-planta libre, no restringido ya por tabiquería rígida; la ventana corrida en horizontal y la fachada independiente de la estructura soportadora.
Luego surgió el posmodernismo arquitectónico, ligado a nombres tan célebres como el del arquitecto norteamericano Philip Johnson, discípulo de Gropius y autor del libro "International Style: Architecture since 1922" —escrito en colaboración con el historiador norteamericano de la arquitectura Henry Russel Hitchcock (1903-1987)— que introdujo las ideas de vanguardia europeas en Estados Unidos. Entre sus obras están el edificio Seagram Building en Nueva York (1958), el Kline Science Center de la Universidad de Yale (1962), las oficinas centrales de la AT&T en Nueva York (1984), las oficinas de la Pittsburgh Plate Glass (1984) y la Trasco Tower en Houston (1984). Otro nombre célebre de la tendencia posmoderna es el del arquitecto norteamericano Robert Venturi, quien inició en los años 60 del siglo XX su demoledora crítica contra el modernismo arquitectónico, condenó su austeridad y contribuyó a crear el movimiento posmoderno en arquitectura, que se plasmó en los años 70, con el simbolismo en el diseño y la decoración añadida.
Hoy el urbanismo ha asumido un nuevo reto: el de la revolución digital —que es la segunda revolución industrial— que demanda una diagramación diferente de los espacios. Cosa que debe hacerse sin romper la necesaria y conveniente armonía de los centros urbanos, sin renunciar al buen gusto y sin perder la “alegría de vivir”, que decía Le Corbusier para dar a entender que el arte de construir debe respetar el entorno natural y tener por medida “lo humano”.
Así como el industrialismo de los siglos XIX y XX abrió nuevos espacios en las ciudades y promovió el reordenamiento urbano —polígonos industriales, pabellones fabriles, amplias calles, líneas férreas, edificios, almaceneras, hoteles—, la informatización de la vida moderna ha abierto nuevos espacios para el despliegue de las tecnologías avanzadas y ha impulsado la modernización electrónica de los servicios urbanos, especialmente en el campo de las telecomunicaciones, los transportes, los puertos, los aeropuertos y la electricidad.
En la actualidad se habla de la “planificación estratégica de las ciudades” como un instrumento de ordenación urbana que mira, como toda estrategia, a largo plazo y que, por tanto, toma en cuenta el entorno urbano actual y también los acontecimientos y movimientos sociales del futuro, en la medida en que tendrán efectos sobre el desarrollo urbano.
La planificación urbanística busca preservar los edificios históricos, mantener la armonía de la vieja ciudad y al mismo tiempo introducir, sin estridencias y con el mayor respeto hacia el entorno histórico, los nuevos edificios.
Algunos observadores afirman que, en la nueva economía del mundo, las ciudades están llamadas a jugar un papel de primera importancia en el desarrollo de las comunidades locales porque los gobiernos municipales están más cerca de los pueblos que los gobiernos nacionales. De ahí que la primera responsabilidad de aquéllos es velar por que los servicios públicos funcionen —y funcionen bien— y haya una alta calidad de vida. La calidad de vida urbana estimula la productividad. Es en las ciudades —en las amplias áreas metropolitanas— donde se han desarrollado y operan los parques tecnológicos que concentran científicos y técnicos avanzados procedentes de varios lugares del mundo. Allí se juntan, en fecunda sinergia, conocimientos, talentos y capitales, y de allí nace la innovación tecnológica.
El urbanismo es una ciencia interdisciplinaria en la que intervienen arquitectos, ingenieros, planificadores, sociólogos, estadísticos, economistas, ingenieros hidráulicos y eléctricos, juristas, paisajistas, ecólogos, expertos en salubridad, técnicos en jardinería y especialistas de muchas otras áreas científicas y tecnológicas. Organiza los espacios físicos de una ciudad de acuerdo con criterios arquitectónicos, funcionales, sociológicos, económicos y ecológicos. Persigue el desarrollo planificado y programado de los centros urbanos y de sus alrededores. Formula los planes y programas de construcción de vivienda de acuerdo con el clima, la topografía, los materiales y la tecnología disponibles. Desde la perspectiva arquitectónica y sociológica, la vivienda es un espacio resguardado que sirve como morada y refugio del ser humano, lo mismo si se trata de una choza que de una mansión. La historia de la vivienda está estrechamente unida al desarrollo social, económico y político de las comunidades humanas.
El urbanismo es un proceso complejo que va más allá de los elementos materiales y que envuelve un haz de componentes sociales, económicos y políticos. Una ciudad, además de su infraestructura física —que se compone de barrios, asentamientos humanos, industrias, comercios, servicios de electricidad y agua potable, telefonía, redes de alcantarillado, limpieza, recolección de basura, reciclaje de desperdicios, eliminación de desechos tóxicos, mantenimiento e iluminación de calles, escenarios deportivos y de recreación, espacios de estacionamiento de vehículos, museos, teatros y salas de conferencia, infraestructura social, protección del medio ambiente, cinturones y espacios verdes, playas y manglares, ríos y lagos, paisaje— es una compleja trama de relaciones humanas.
En 1933 se expidió la "Carta de Atenas", en cuya redacción colaboraron los arquitectos más importantes de la primera mitad del siglo XX, que contenía los principios y normas de la construcción urbana moderna para que las ciudades pudieran cumplir eficientemente sus cuatro funciones principales: vivienda, trabajo, recreo y circulación. A partir del siglo XX el urbanismo ha ampliado el ámbito de sus preocupaciones hacia la generación de espacios habitables, la separación de los sectores “público” y “privado” en la vida ciudadana, la organización de la prestación de los servicios públicos, la protección del medio ambiente, la apertura de vías de circulación y lugares de aparcamiento de vehículos, la creación de espacios verdes, la construcción de redes de transportación pública, la ejecución de planes de desarrollo urbano, el control de las densidades demográficas, la definición de estrategias de revitalización económica de áreas urbanas y rurales deprimidas, la búsqueda de la competitividad de las ciudades y la conservación de los recursos escasos de la comunidad.
Los nuevos medios de transporte público —el automóvil, el tranvía, el autobús, el trolebús, el ferrocarril, el metro— forzaron el crecimiento horizontal de las ciudades. Con viejos antecedentes que se remontan a la invención de la máquina de vapor por James Watt, patentada en 1776; al vehículo que funcionaba con el gas del alumbrado público construido en París por Étienne Lenoir en 1863; al automotor a gasolina que los alemanes Karl Benz y Gottlieb Daimler construyeron en los años 80 de ese siglo; a la primera exposición universal de automóviles celebrada en París en 1889; al primer coche de combustión interna que los hermanos Charles y Frank Duryea pusieron en circulación en los Estados Unidos en 1893; y al famoso modelo Ford T del ingeniero y empresario norteamericano Henry Ford —en cuya fábrica se produjeron 10 millones de unidades entre 1908 y 1924—, el automóvil revolucionó el urbanismo a principios del siglo XX. Las ciudades se extendieron horizontalmente y se formaron suburbios alejados del centro urbano, donde el terreno era más barato. Por su parte, la invención del ascensor de cargas y de personas por el norteamericano Eliseo Graves Otis en 1853 determinó el crecimiento vertical de las ciudades. Primero fue el ascensor que funcionaba con una máquina a vapor, después el ascensor hidráulico de engranajes con cable, luego el montacargas eléctrico inventado por el alemán Werner von Siemens en 1880, siete años más tarde el primer ascensor eléctrico para personas, con un tambor giratorio en el que se enrollaba la cuerda de izado, y finalmente los ascensores electrónicos manejados por ordenadores, que alcanzan velocidades de hasta 488 metros por minuto —como los que servían a las recordadas torres gemelas del World Trade Center de Nueva York— o de 549 m/minuto —como los del edificio de 110 pisos de la Sears-Roebuck en Chicago—. Lo cierto es que a partir del primer ascensor que se instaló en 1902 en un edificio de la avenida Broadway en Nueva York, empezó la construcción de rascacielos cada vez más altos, que abrió una nueva etapa en el urbanismo.
La masificación de las sociedades y la presencia de las grandes metrópolis han desbordado todo: espacios, leyes y costumbres. Es la hipertrofia del urbanismo en la sociedad de masas contemporánea. Fenómeno de la segunda mitad del siglo XX, que se debe al crecimiento explosivo de la población —a causa de las altas tasas de fecundidad, los bajos índices de mortalidad y la migración— y a su aglomeración en las áreas urbanas, que han creado gravísimos problemas de vivienda, alimentación, salud, salubridad, educación, transporte, desocupación y prestación de servicios públicos. El alud humano —en tan precarias condiciones de hacinamiento, congestión, ruido y contaminación ambiental— ha producido la degradación de las formas de vida social dentro de la sociedad urbana, que abre grandes distancias mientras simultáneamente reduce el “ámbito vital” de las personas, que cada vez cuentan con menos espacio físico donde desenvolverse.
Para responder a la explosión demográfica los Estados Unidos y los países de Europa occidental impulsaron proyectos masivos de construcción de vivienda. En Estados Unidos el presidente Franklin D. Roosevelt, como parte de su New Deal, impulsó los programas de habitación popular como medio de reactivar la economía y sacarla de la crisis depresiva de los años 30. En Europa la aplicación del <Plan Marshall para la reconstrucción de los países devastados por la Segunda Guerra Mundial significó un gran aporte al desarrollo urbano. En las décadas de los años 50 y 60 del siglo XX, la expansión de los “new towns” británicos, como parte de la política gubernativa, recibió un gran impulso en los alrededores de Londres. En otros lugares del mundo se construyeron nuevas ciudades —como Brasilia, la nueva capital de Brasil, planificada por el arquitecto Óscar Niemeyer; Ashdod en Israel o Shenzhén en China— que, a diferencia de las urbes tradicionales, no crecieron espontáneamente sino que fueron fruto de la planificación deliberada de la autoridad pública.
Se entiende por urbanismo, desde la perspectiva de la <Sociología, la concentración de población en las ciudades y la superconcentración en las zonas metropolitanas, que se producen como consecuencia de la combinación de varios factores: de un lado, el crecimiento explosivo de la población, a causa de las altas tasas de fecundidad y los bajos índices de mortalidad; y de otro, las migraciones campesinas aluvionales que se aglomeran en las áreas urbanas.
Esto ha creado gravísimos déficits de vivienda, alimentación, salud, salubridad, educación, transporte, ocupación y servicios públicos. El alud humano —en tan precarias condiciones de hacinamiento, congestión, ruido y contaminación ambiental— ha producido la degradación de las formas de vida y ha generado diversos desórdenes del comportamiento en el orden social.
Aunque sus antecedentes mediatos se remontan a la <revolución industrial que, al sustituir el taller por la fábrica, inició el proceso de congregación de grandes grupos humanos en las ciudades, el urbanismo es en realidad un fenómeno de la segunda mitad del siglo XX, vinculado a la masificación de las sociedades contemporáneas.
La ciudad se ha convertido en un proceso permanente, que no encuentra su fin. Se crea y se demuele; se construye, se destruye y se reconstruye incesantemente. Pero el urbanismo es tambíen un modo de vida. Las metrópolis se han convertido en centros de movilización sociopolítica. Los espacios urbanos son la base territorial de las acciones colectivas. Allí se expresan las ideas políticas, se desenvuelven los debates, se suscitan los conflictos, se escenifican las luchas político-sociales. Los espacios urbanos son escenarios de la vida social, cultural, jurídica, política, económica y religiosa de los pueblos. Y la densidad de su congestionamiento poblacional influye mucho en las turbulencias de la vida comunitaria de nuestro tiempo.
En el siglo XXI —afirma Jérome Bindé, Director de la División de Anticipación y Estudios Prospectivos de la UNESCO— un nuevo fantasma ronda las ciudades del mundo: el apartheid urbano, que es la profundización de la segregación residencial tradicional dada en diversas formas y grados en todas las ciudades y épocas, en función de los ingresos de la gente.
El apartheid urbano divide internamente a las ciudades con “vallas” económicas, culturales y políticas que separan a sus habitantes y generan un sentimiento de pertenencia grupos sociales antagónicos: al grupo dominante, los unos; y al grupo excluido, los otros. Ambos sectores asumen una identidad social —una conciencia de clase, para hablar en términos marxistas— que les diferencia y contrapone entre sí. Sus intereses económicos, sus preferencias políticas, sus valores ético-sociales, su estilo de vida y su forma de pensar son contrarios. Y entre los dos grupos se inserta una constelación de capas medias oscilantes y poco definidas.
En Estados Unidos ha surgido entre los estamentos acaudalados de las ciudades el denominado síndrome nimby (not in my backyard), que los sociólogos norteamericanos han estudiado con interés y que consiste en la oposición de los sectores ricos a que en las cercanías de sus zonas residenciales exclusivas —en sus “patios traseros”— se construyan escuelas públicas, centros de salud, enlaces de transporte público y otras instalaciones de servicio a los sectores pobres.
La gente rica habita en enclaves privilegiados: en los centros históricos rehabilitados —como ocurre en algunas ciudades europeas— o en viviendas lujosas y amuralladas emplazadas en amplios espacios verdes en los alrededores urbanos, vigiladas por cuerpos de seguridad privados. La gente pobre, en cambio, se ha desplazado hacia los guetos y arrabales, donde vive en medio del hacinamiento y la marginación.
Esta es la consecuencia directa de la profundización de las diferencias sociales.
Bindé cree que existe el peligro de que la ciudad del futuro sea una “anticiudad” porque en lugar de la convivencia y de espacios y servicios compartidos, que son la razón de ser de una ciudad, se erijan fronteras económicas, sociales y culturales que separen irreversiblemente a sus habitantes. Dado que este no es un fenómeno aislado, Bindé teme que surja un nuevo modelo urbano caracterizado por la privatización de los espacios, las calles y los servicios públicos, que agudice la polarización social en el marco de un urbanismo en el que se conjuguen la violencia con el temor a la violencia.
El Programa de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Urbanos, en un informe especial sobre el estado de las ciudades del mundo 2006-2007, advirtió que, si las cosas siguen como están, en el año 2020 alrededor de 1.400 millones de personas vivirán en los asentamientos precarios que rodean a las grandes urbes, sin servicios públicos esenciales y con altos índices de violencia y criminalidad. Señaló que en el año 2006 mil millones de personas vivían en tales condiciones, diez por ciento de las cuales pertenecían a los países desarrollados y el resto se distribuía en los cinturones de vivienda precaria de las ciudades de África, Asia y América Latina. Especialmente dramática era la situación africana. En los países subsaharianos el 72% de la población urbana vivía en las zonas de hacinamiento y en algunos países —como Etiopía y Chad— toda la población urbana estaba asentada en ellas. El informe puntualiza que el hacinamiento era tan brutal que había más de tres personas por habitación, y que, por ejemplo, en un asentamiento urbano de Harare, capital de Zimbabue, mil trescientas personas compartían un baño compuesto por seis pozos que hacían de letrinas. En tan brutales condiciones de vida no puede pedirse a los ciudadanos fidelidad a los Estados y a los partidos ni coherencia electoral.
En América Latina los cinturones de vivienda precaria y hacinamiento son los denominados barrios callampas de las áreas metropolitanas de Chile, las favelas brasileñas, los pueblos jóvenes de Lima, las villas-misera del gran Buenos Aires, los barrios suburbanos de Ecuador, las colonias pobres en México, los barrios de invasión de Colombia, los ranchos venezolanos, los cantegriles de Montevideo, las laderas de La Paz y las demás áreas de hacinamiento y pobreza que sirven de albergue a las familias proletarias.
Los cinturones de vivienda precaria que se han formado en torno de las grandes ciudades condicionan la vida de la comunidad. La vivienda —con sus excelencias o miserias— es un punto de vista sobre el mundo. Desde la perspectiva política, el <populismo, que fragmenta los esquemas ideológicos y partidistas y que forja movimientos políticos erráticos y violentos, es un fenómeno político de raíces económicas que se origina y prospera precisamente en aquellas zonas de hacinamiento que se forman alrededor de las grandes ciudades del tercer mundo. Los que viven en pocilgas y los que duermen bajo los puentes no pueden tener puntos de vista muy amables sobre la vida.
En los países de América Latina, Asia y África el urbanismo acusa, entre otros rasgos distintivos, el crecimiento impresionante de los sectores de <economía informal, con la proliferación de vendedores ambulantes en las calles y el aumento de la mendicidad.
El fenómeno demográfico condiciona el comportamiento individual y social de las personas. Las megalópolis producen anomalías de la conducta y raras aberraciones. No hay más que comparar el proceder del hombre de la pequeña aldea con el del hombre despersonalizado de la gran ciudad. Las diferencias son notables. La concentración humana sobre el espacio físico urbano conlleva una serie de problemas que terminan por afectar la psiquis del ser humano.
El geopolítico español Ignacio Ramonet, en su libro “Un Mundo sin Rumbo” (1997), se pregunta por qué las ciudades se han convertido en un símbolo de los grandes males sociológicos de nuestro tiempo: violencia, exclusión, pobreza, contaminación, marginación, inseguridad, estrés, desasogiego y soledad. Y se responde que “la primera causa reside, sin duda, en su crecimiento alucinante. A comienzos del siglo XIX apenas el 3 por 100 de la población mundial estaba urbanizada, y sobre el planeta no se levantaban más de 20 ciudades de más de 100.000 habitantes; a comienzos de 1990 se elevaban a 900. Y en menos de diez años, más de la mitad de la humanidad se hacinará en las ciudades. Las megalópolis (aglomeraciones que acogen varios millones de personas) reunirán al 60 por 100 de la población mundial”.
Aquí está la causa de la pobreza, contaminación, fealdad, inseguridad, desarraigo y soledad que sufren las grandes masas urbanas en el seno de la degradación de las ciudades. Al ritmo en que éstas aumentan su tamaño, en buena medida por la recalada en ellas de los náufragos de la globalización del tercer mundo, son más los “sin techo” y mayores las bolsas de miseria ciudadana. Y, como es lógico, la violencia es el primer síntoma del arracimado crecimiento urbano.
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible fue creada en 1978 por la Asamblea General de la ONU como una fundación —la United Nations Habitat and Human Settlements Foundation— para ocuparse de la vivienda humana y del desarrollo sustentable de las ciudades, poblados y asentamientos alrededor del planeta.
Más tarde fue convertida en fundación por una nueva resolución de las Naciones Unidas con el objetivo principal de bregar por vivienda adecuada y asentamientos humanos sostenibles en un mundo crecientemente urbano, ayudar a disminuir la pobreza y el hambre, impulsar la protección medioambiental y combatir la segregación espacial.
Tuvo su primera reunión mundial —HABITAT I— en Vancouver 1976, en Estambul la segunda —HABITAT II— en 1996 y en 2016 —del 17 al 20 de octubre— la tercera —HABITAT III— en la ciudad de Quito, Ecuador, con la concurrencia de alcaldes, funcionarios y delegados de 150 ciudades del mundo y la presencia de Ban Ki-Moon, Secretario General de las Naciones Unidas.
En su documento final: la "Nueva Agenda Urbana" —que fue una agenda humanitaria, aunque plagada de retórica— pretendió sentar las bases estratégicas del desarrollo citadino del futuro dentro del marco de la hipertrofia del urbanismo en la sociedad de masas contemporánea, en la que el alud humano ha degradado la vida social, y formuló una serie de recomendaciones y exhortaciones en cuanto a medidas a tomarse en los siguientes veinte años.
El político español y ex Alcalde de Barcelona Joan Clos, Secretario General de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible, expresó en aquella oportunidad que alrededor de 3.500 millones de personas —un 55% de la población mundial— vivían en ciudades, pero que estimaba que en el año 2050 esa cifra sobrepasará los 7.000 millones de personas.
Y es que el crecimiento urbano ha sido y es aluvional. La población citadina representaba el 2% de la población global a comienzos del siglo XIX y en el año 2016 rebasaba el 55%.
La Conferencia aprobó la Nueva Agenda Urbana —Global Alliance for Urban Crises— como parte de la Declaración de Quito, que era un amplio y repetitivo documento declarativo de derechos y de buenos propósitos, en el que se exhortaba a la toma de medidas sociales y económicas solidarias en los siguientes veinte años, por medios políticos, jurídicos y financieros, para el progreso y mejoramiento urbano en el mundo.
El amplísimo documento era un verdadero programa global de gobierno que contenía miles de recomendaciones para construir ciudades inclusivas, resilientes e inteligentes, alcanzar la cohesión social urbana, abrir el diálogo intercultural en las heterogéneas y multiculturales ciudades modernas, conquistar el desarrollo urbano sostenible, replantear la planificación, diseño, financiamiento e integración de las nuevas ciudades y asentamientos humanos —con el fin de reducir las inequidades, disminuir la pobreza y promover el seguro e igual acceso a la infraestructura de la ciudad y a sus recursos económicos—, proteger el medio ambiente, mejorar la salud y combatir las epidemias urbanas de VIH/SIDA, tuberculosis, malaria y otros males y, en general, reorientar la forma de planear, financiar, desarrollar, gobernar y administrar las ciudades y asentamientos humanos, reconociendo el desarrollo sostenible urbano y territorial como esencial para el logro de un avance permanente de prosperidad para todos sus habitantes.