Los gobernantes de los doce Estados sudamericanos, reunidos en la ciudad del Cuzco el 8 de diciembre del 2004, asumieron el proyecto de formar la Comunidad Sudamericana de Naciones con el fin de desarrollar un espacio “integrado en lo político, social, económico, ambiental y de infraestructura”.
Esta decisión fue ratificada en las cumbres presidenciales de Brasilia en septiembre del 2005 y de Cochabamba en diciembre del 2006, en las que los presidentes reafirmaron que “la integración sudamericana no sólo es necesaria para resolver los grandes flagelos que afectan a la región, como son la pobreza, la exclusión y la desigualdad social persistentes, que se han trasformado en los últimos años en una preocupación central de todos los gobiernos nacionales, sino que es un paso decisivo para lograr un mundo multipolar, equilibrado, justo y basado en una cultura de paz”.
Con estos antecedentes, los gobernantes de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Guyana, Paraguay, Perú, Surinam, Uruguay y Venezuela, reunidos en la isla venezolana de Margarita, resolvieron consensualmente el 16 de abril del 2007 fundar la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) —cuyo tratado constitutivo fue suscrito en Brasilia el 23 de mayo del 2008—, señalar a Quito como su sede y elegirme para presidir la Secretaría General de la naciente entidad.
Según expresaron los presidentes, la sustitución del nombre: de “comunidad” por “unión”, fue un cambio deliberado para expresar su designio de dar una estructura institucional más apretada a la nueva entidad.
Dada mi vieja y ferviente vocación integracionista, acepté la responsabilidad e inmediatamente puse en manos de los jefes de Estado y de gobierno un proyecto de estatuto fundacional que contenía mis puntos de vista respecto de lo que debía ser y hacer UNASUR.
En él manifesté mi opinión de que debían subsumirse en la nueva institución integracionista, de escala regional, todas las entidades subregionales de integración económica existentes, a fin de avanzar de la dimensión subcontinental —representada en ese momento por la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Mercado Común del Sur (MERCOSUR)— hacia la integración continental sudamericana, con base en las experiencias, logros y frustraciones de los sistemas subregionales.
El desafío era —y sigue siendo— pasar de la escala subregional a la escala regional en la integración sudamericana, como etapa previa de la integración global de América Latina y el Caribe. Y para lograr este objetivo era indispensable concentrar en una sola todas las entidades subregionales de integración y evitar la triplicación de esfuerzos, burocracias y presupuestos.
Los principales cometidos de UNASUR debieron ser la integración cultural, educativa, energética, financiera, informática, de telecomunicaciones, de transportes y el avance científico y tecnológico de la región —puesto que en la sociedad del conocimiento el saber y la información son los “insumos” con que trabajan los modernos instrumentos de la producción—; el desarrollo sustentable, compatible con la defensa de los ecosistemas; la promoción y priorización de las numerosas obras de integración física proyectadas en los campos de la energía, vialidad, telecomunicaciones, informática, transportes y muchos otros; la corrección de las asimetrías de la globalización para que ella produzca beneficios globales, es decir, beneficios para todos.
UNASUR debía responder a la vieja y morosa idea de conectar a través del territorio sudamericano el Atlántico con el Pacífico —como lo hizo América del Norte en el siglo XIX— para impulsar el desarrollo regional.
Podía contar con la entidad denominada Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (I.I.R.S.A.) que, con “el objeto promover el desarrollo de la infraestructura de transporte, energía y comunicaciones bajo una visión regional, procurando la integración física de los doce países suramericanos y el logro de un patrón de desarrollo territorial equitativo y sustentable”, nació en la reunión de presidentes sudamericanos celebrada en Brasilia en agosto del 2000. Sobre diez ejes multinacionales de integración física —horizontal y vertical— I.I.R.S.A. ha desenvuelto centenares de proyectos —unos concluidos, otros en ejecución y otros en preparación— para construcción de rutas y carreteras entre los países, puentes internacionales, ferrovías, gasoductos, vías de agua, puertos fluviales y otras obras importantes para la integración y el desarrollo regionales.
Ese era el camino para alcanzar los objetivos del avance humano, social y económico de los pueblos sudamericanos, potenciar su inserción en el mundo internacional implacablemente competitivo de la postguerra fría, impulsar la cooperación sur-sur —que ha sido un viejo e incumplido anhelo de los pueblos del tercer mundo— y alentar la formulación de un régimen jurídico compartido que permitiera a los sudamericanos tener una nacionalidad común, ser considerados en pie de igualdad en todos los Estados de la región, cruzar sus fronteras nacionales sin necesidad de visa ni pasaporte, circular libremente en los territorios de los Estados miembros, fijar su residencia y trabajar lícitamente en cualquiera de ellos, montar empresas y hacer inversiones con arreglo a las leyes de los Estados receptores.
Pero la instrumentación del mencionado proyecto sudamericano tuvo tropiezos. El propósito original de los presidentes fue mediatizado por las burocracias de cancillería, en medio de imprecisiones conceptuales. No se formó una institución orgánica capaz de hacer cosas y de dar resultados tangibles y cuantificables, sino un nuevo foro para los presidentes, proclive a inflar la retórica espumosa que en los últimos años ha envuelto a los procesos de integración latinoamericanos.
Decidí entonces declinar la alta responsabilidad de presidir la Secretaría General de UNASUR el 21 de mayo del 2008 y tras veinticuatro meses fui sustituido por el expresidente Néstor Kirchner de Argentina, después de cuyo fallecimiento en el 2010 advinieron nuevos secretarios generales de la institución. Pero el organismo nunca alcanzó mucha importancia.
Al momento de la creación de la nueva entidad, el subcontinente de 17’752.014 kilómetros cuadrados de territorio tenía alrededor de 380 millones de habitantes, un producto interno bruto de 1,9 billones de dólares, abundantes riquezas energéticas renovables y no renovables, grandes reservas minerales, enormes recursos hídricos y riquísima biodiversidad.