No se concibe un Estado que no posea una base física sobre la cual se asiente y desenvuelva su actividad.
Esa base física, mirada desde el punto de vista jurídico y referida al Estado, recibe el nombre de territorio.
Por tanto, este es un concepto complejo formado por un elemento objetivo: el entorno físico, y un elemento subjetivo: la relación jurídica entre él y el Estado. Para decirlo en otras palabras, el territorio es el espacio al que se circunscribe la validez del orden jurídico estatal y, por tanto, marca el límite espacial de la acción de los gobernantes y de las leyes nacionales.
El territorio es un elemento indispensable para que exista un Estado. No hay Estado sin territorio. El Estado es una organización esencialmente territorial. Todas sus manifestaciones —soberanía, poder político, ley, nacionalidad— están referidas al territorio.
Desde el punto de vista objetivo, el territorio es un cuerpo tridimensional de forma conoide, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en la atmósfera. No es una figura plana de dos dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera dimensión: la profundidad.
De esta manera, el ámbito jurisdiccional de un Estado comprende: el territorio superficial, el territorio aéreo, el subsuelo y el territorio marítimo.
El territorio aéreo abarca las capas atmosféricas que cubren los espacios terrestre y marítimo, hasta el límite en que comienza el espacio interplanetario. El territorio superficial comprende la costra terrestre, dentro de las fronteras estatales. El espacio subterráneo está integrado por los estratos terrestres subyacentes que van hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo es la masa de agua y sus respectivos lecho marino y subsuelo.
No siempre el territorio fue considerado en sus tres dimensiones. En los inicios del Estado como unidad territorial soberana, su espacio físico fue apenas la superficie terrestre, aun cuando los romanos tuvieron ya la noción, en el ámbito del Derecho Civil, de que el subsuelo pertenecía al dueño de la superficie, según la conocida fórmula cujus est solum de las instituciones de Justiniano. La ciencia se encargó de ampliar el concepto de territorio en sentido vertical. La primera respuesta jurídica que recibió el invento de los hermanos Montgolfier (1783) —el globo de aire caliente que se elevó en los cielos parisienses— fue la expedición del decreto de 1784, por el cual se prohibieron estos vuelos sobre el territorio francés sin la autorización de su gobierno. Siglo y medio más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, varios países europeos reivindicaron su soberanía sobre el espacio aéreo para tratar de impedir los vuelos de los aviones de los Estados contendientes. En la convención internacional sobre aviación civil celebrada en Chicago en 1944 se estableció el límite del espacio aéreo —y, por tanto, de la soberanía de cada Estado en sentido vertical— en la altura máxima que podía alcanzar un avión de aquel tiempo. Después vinieron distancias más ambiciosas. Así fue afirmándose progresivamente el imperium del Estado sobre su atmósfera, que es hoy uno de los principios fundamentales del Derecho Internacional, y configurándose el concepto tridimensional del territorio estatal.
Es materia del <Derecho Territorial la regulación de todo lo referente a la apropiación del espacio aéreo, terrestre y marítimo por parte de los entes políticos.
1. Territorio aéreo. El avance científico y tecnológico, al emprender en la conquista del espacio sideral y al ampliar los horizontes de la acción de los Estados, ha suscitado renovadas preocupaciones sobre la cuestión territorial. Los juristas han formulado nuevos sistemas normativos para tratar de regular el uso del espacio aéreo sometido a la soberanía estatal —el <Derecho Aéreo— y la exploración del espacio interplanetario, sujeto al régimen res communis omnium —el <Derecho del Espacio—, como ramas especializadas del Derecho Internacional Público.
Desde que se produjo el vuelo de los dirigibles Zeppelin en 1901 por los cielos europeos y la invención de la máquina voladora de los hermanos Wright en 1903, la ciencia jurídica se vio enfrentada a la necesidad de crear nuevos sistemas normativos capaces de regimentar tanto el territorio atmosférico de los Estados como el espacio sideral —con la Luna, los planetas y los demás cuerpos celestes— que se habían convertido en el objetivo principal de las investigaciones científicas del hombre.
Lo primero fue tratar de establecer la altura a la que llega el territorio de los Estados en su dimensión vertical y de señalar los límites que le separan del espacio ultraterrestre. Esto intentó hacer en 1944 la convención sobre navegación aérea de Chicago, si bien con toda la limitación de los conocimientos científicos de su época. Pero la delimitación que ella estableció fue imprecisa, porque al señalar que el espacio aéreo llegaba hasta la altura en que la atmósfera era capaz de sustentar a una máquina voladora, el límite quedó sometido a las variaciones que la tecnología produjo en la construcción de aeronaves. Con la invención de aviones cada vez más potentes, veloces y de mayor radio de acción, el espacio aéreo cobró posibilidades virtualmente ilimitadas de expansión y la referencia de 1944 quedó inutilizada. Más tarde, el Tratado del Espacio de las Naciones Unidas de 1967 no se atrevió a afrontar el problema. De modo que no existe frontera jurídica alguna que separe el espacio aéreo sometido a la soberanía estatal del espacio exterior considerado como bien común de la humanidad.
Se emitieron diversos criterios a lo largo del siglo XX para tratar de señalar esos límites, pero hasta hoy no ha sido posible alcanzar un consenso de validez general al respecto. Los intereses económicos, estratégicos y geopolíticos de los Estados grandes lo han impedido. No hay una norma internacional que los señale. En la práctica lo que ha ocurrido es que, a falta de una delimitación jurídica de validez general, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de los hechos consumados, una norma consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluida la <órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como patrimonio común de la humanidad para fines pacíficos.
Esto lo dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel del mar”.
El asunto es muy complejo. Iniciativas teóricas no han faltado. Desde principios del siglo XX se propusieron diversas tesis para buscar una solución al problema. En la comunidad internacional hubo siempre una clara conciencia de que la indefinición sobre un tema de tan vital importancia no debía persistir. En un proceso semejante al que se siguió para delimitar el mar territorial, se formularon las más diversas teorías. La de que el espacio aéreo debía ir hasta donde alcanzara el poder de la vista, o hasta la altura máxima a donde llegara la bala de cañón, o tan lejos como el Estado subyacente pudiera ejercer control efectivo sobre su atmósfera. La convención de aviación civil de Chicago en 1944 propuso que el espacio aéreo de los Estados debe llegar hasta la altura donde una aeronave pueda sustentarse en las reacciones del aire. Se planteó también el criterio de la fuerza de atracción terrestre como referencia para esa delimitación. Después se intentaron distancias medidas en millas. Pero estas tesis no prosperaron, ya porque carecieron de perspectiva histórica para prever los avances de la ciencia aeronáutica —y astronáutica—, ya porque obedecieron a los intereses de los países dueños de la tecnología más avanzada.
En la primera parte del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre navegación aérea y en ellas se intentó delimitar el espacio superior de los Estados: la reunida en París en 1910, la de Verona en el mismo año, la de los aliados en París en 1919, la conferencia iberoamericana de Madrid en 1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la panamericana de Montevideo en 1933, la de aviación civil internacional de Chicago en 1944, la del Tratado del Espacio promovida por las Naciones Unidas en 1967 y el acuerdo de 1979 sobre las actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes.
Todas estas conferencias reafirmaron la tesis de que las capas atmosféricas forman parte del territorio del Estado sobre el cual gravitan y de que, por tanto, están sometidas a su soberanía. Ellas son, en consecuencia, inviolables como el resto del territorio estatal y no admiten ni siquiera el paso inocente de aeronaves extranjeras sin previo permiso. Sin embargo, tales conferencias no llegaron a definir de una manera precisa y con validez general las dimensiones y los límites del espacio aéreo ni, por consiguiente, del espacio exterior sometido al régimen de res communis omnium. El signo del desacuerdo ha acompañado, en estos puntos y desde entonces, a todas las conferencias internacionales. Y la indefinición, que parece ser buscada de propósito, ha favorecido ciertamente a las potencias aéreas que pueden ejercer, en el marco de un amplio aer liberum, las más irrestrictas prerrogativas sobre el espacio.
La Duodécima Conferencia Interamericana de Abogados, reunida en Bogotá en 1961, aprobó la Carta Magna del Espacio, cuyos principios fundamentales establecen, aunque sin poder vinculante, que el espacio habrá de dividirse en espacio aéreo y espacio interplanetario, que el primero será considerado como parte del territorio del Estado que bajo él se encuentra, que el espacio interplanetario deberá considerarse como “res communis” y no como “terra nullius”, que el espacio interplanetario se usará exclusivamente con fines pacíficos, que el derecho de explorarlo corresponde a todos los Estados en beneficio de la humanidad, que el desembarque y la ocupación en otro planeta no darán a Estado alguno el derecho de propiedad o de control sobre él y, finalmente, que se proscribirá la guerra en el espacio interplanetario.
En el XXI período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas se aprobó por aclamación el 19 de diciembre de 1966 el Tratado del Espacio, que entró en vigencia el 10 de octubre de 1967. En este instrumento internacional se proponen, entre otros principios de Derecho Internacional, que “la exploración y utilización del espacio extraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán hacerse en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y científico, e incumben a toda la humanidad” y que el“ espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”.
Sin embargo, queda por señalar la línea limítrofe en que termina el espacio aéreo y en que comienza el espacio interplanetario y por definir las dimensiones exactas del territorio aéreo de los Estados. Dado que él tiene forma conoide, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base colinda con el espacio cósmico, lo lógico sería que, para delimitarlo lateralmente, se proyecten hacia fuera, desde el centro del planeta —que es el punto donde convergen los territorios de todos los Estados— las líneas radiales que configuren el cuerpo geométrico del territorio estatal, hasta el límite donde comienza el espacio sideral sometido al régimen de res communis omnium.
Dentro del ámbito atmosférico encerrado entre la superficie terrestre y la marítima, por abajo, y el límite donde comienza el espacio sideral, por arriba, y flanqueado por las líneas radiales antes referidas, el Estado puede ejercer plenamente sus derechos soberanos sobre el espacio aéreo que le corresponde.
Esos derechos son, fundamentalmente, dos: aprovechar el aire como recurso económico y utilizarlo como medio de transporte. El ejercicio de la primera prerrogativa compete al <Derecho Aéreo y, el de la segunda, al <Derecho Aeronáutico.
Dentro de la órbita de éste se encuentran las llamadas cinco libertades del aire, reconocidas por el convenio sobre transporte aéreo internacional suscrito, como anexo de la convención de Chicago, el 7 de diciembre de 1944.
Esas libertades, que pertenecen a la aviación comercial, son las siguientes:
a) la de cruzar el territorio aéreo de otro Estado, bajo autorización general emanada de un tratado internacional o con permiso especial,
b) la de aterrizar en su suelo con fines no comerciales, como los de escala técnica, provisión de combustible, reparación mecánica o solución de cualquier otra emergencia,
c) la de desembarcar en otro Estado pasajeros, carga o correo, tomados en el Estado cuyo pabellón ostenta la aeronave,
d) la de embarcar pasajeros, carga o correo con destino al Estado cuya nacionalidad tiene la nave, y
e) la de tomar pasajeros, carga o correo con destino a cualquier otro Estado y la de desembarcar pasajeros, carga o correo procedentes de cualquier otro Estado.
De estas libertades, dos son propiamente de tránsito aéreo y tres de tráfico. Esto quiere decir que dos tienen naturaleza política y tres naturaleza comercial.
Al margen de estas cinco libertades consagradas por el convenio de Chicago surgieron posteriormente otras tres: a) la de transportar pasajeros, correo y carga desde un Estado extranjero a otro, cruzando sobre el territorio del Estado al cual pertenece la nave y haciendo escala en él; b) la de transportar pasajeros, correo y carga entre dos países distintos al de la nacionalidad de la nave, sin tocar el territorio de éste, y c) la de cabotaje aéreo, o sea el derecho de transportar pasajeros y carga dentro del territorio de un Estado.
No obstante la existencia de este acuerdo internacional, generalmente la concesión de estas libertades es materia de negociación bilateral entre los Estados, siguiendo el precedente establecido por el Acuerdo de Bermudas celebrado por Estados Unidos de América y Gran Bretaña en 1956.
2. Territorio superficial y subsuelo. Las relaciones entre los entes políticos y su entorno geográfico fueron objeto de preocupación de los grandes teóricos de la política en todos los tiempos. Los pensadores de las antiguas India y Persia, los astrólogos egipcios, los profetas judíos, los sabios de la vieja China, los más eminentes filósofos griegos y romanos, algunos padres de la Iglesia, ciertos pensadores medievales y multitud de tratadistas modernos y actuales han destacado los efectos que las condiciones geográficas, telúricas y cósmicas tienen sobre la conducta de los hombres y, por ende, sobre los procesos sociales.
Ha sido principalmente la <sociología la que se ha preocupado de investigar los influjos telúricos que obran sobre el ser humano y sobre la sociedad. El sociólogo y geógrafo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904), con la conocida fórmula de que “el hombre es un pedazo de la tierra”, y el biólogo Alexis Carrel (1873-1944), quien afirmó que “somos un producto exacto del limo terrestre”, sintetizaron maravillosamente la naturaleza de las relaciones que existen entre el hombre y su entorno físico.
Dentro de esta línea de preocupaciones, unos sociólogos se inclinaron por la tesis del determinismo geográfico de los Estados, otros hablaron sólo de posibilidad geográfica, pero todos compartieron la idea de que el entorno físico ejerce una clara influencia sobre la conducta y <desarrollo de los grupos humanos que dentro él se establecen.
3. Territorio marítimo. El mar territorial o territorio marítimo está compuesto por la masa de aguas adyacente a las costas del Estado y por el lecho del mar y el subsuelo que yacen bajo esas aguas.
Se extiende desde los lugar es más salientes de la costa hasta una distancia, mar afuera, que ha sido fijada de diversa manera por los Estados y por las convenciones internacionales.
El mar territorial forma parte del territorio del Estado ribereño y está sometido a su potestad soberana. Así lo señalan desde remotos tiempos las leyes y las costumbres de los Estados.
El límite del dominio territorial de los entes políticos sobre sus mares adyacentes se ha discutido desde antiguas épocas. Para señalarlo se aplicó primero el jus gentium del Derecho Romano, cuyos principios siguieron las pautas tradicionales del derecho civil, dado que para los juristas de Roma había un paralelismo entre las sociedades políticas y los individuos en cuanto al ejercicio de sus derechos de propiedad sobre las cosas.
Más tarde, los primeros tratadistas de cuestiones internacionales consideraron que el dominio territorial de los Estados sobre el mar debía llegar hasta la línea de la baja marea de sus costas. El jurista inglés John Selden, en el afán de defender los intereses marítimos de su país, escribió en 1635 que los mares contiguos a las líneas de costa de un Estado tenían una condición jurídica diferente del de altamar. Así contribuyó a asegurar el dominio de Inglaterra sobre sus ámbitos marinos. En 1702 el publicista holandés Cornelius Van Bynkershoek propuso que la distancia de las aguas territoriales fuese el alcance de una bala de cañón disparada desde la ribera, de acuerdo con su célebre fórmula: “imperium terrae finiri ubi fintur armorum potestas”. Este criterio se generalizó. Cincuenta años más tarde la fórmula sirvió de base para crear la llamada “regla de las tres millas” en la fijación de la anchura del mar territorial, que era la distancia que en ese tiempo podía alcanzar una bala de cañón disparada desde la orilla. Hacia mediados del siglo XVIII se habló de la legua marina, que equivale a las tres millas, como el límite del mar territorial, y durante el siglo XIX la tesis del disparo de cañón —quousque tormenta exploduntur— fue aceptada por muchos Estados, entre ellos Gran Bretaña y la Unión norteamericana, cuya influencia fue decisoria para impulsarla. Thomas Jefferson, a la sazón Secretario de Estado norteamericano, en una nota sobre el tema dirigida el 8 de noviembre de 1793 a los ministros de relaciones exteriores de Gran Bretaña y Francia, les informó que su gobierno considera que el mar territorial tiene “la distancia de una legua marítima, es decir, tres millas geográficas, a partir de la costa” y que “esta distancia no podría admitir oposición, ya que está reconocida por tratados entre algunos de los Estados con los cuales mantenemos relaciones de comercio y de navegación”.
Esta tesis se inscribió dentro del criterio prevaleciente en esa época de que el dominio de la tierra sobre el mar debía ir hasta donde termina el poder de las armas de fuego manejadas por el hombre. La “regla de las tres millas” recibió aplicación en varios tratados bilaterales suscritos en el siglo XIX por las grandes potencias marítimas. Sin embargo, otros Estados reclamaron zonas más grandes de mar territorial. Rusia pidió doce millas, Suecia y Noruega cuatro, España y Portugal seis, México nueve. Estas discrepancias impidieron, ya entrado el siglo XX, que se llegara a un acuerdo internacional sobre la extensión de las aguas territoriales.
En la conferencia celebrada en 1930 en La Haya no pudo alcanzarse un consenso sobre la dimensión del mar territorial, no obstante lo cual la práctica de los Estados prosiguió con la tesis de las tres millas.
La adhesión de Estados Unidos dio a ella mucha fuerza. A este país siempre le convino el más estrecho mar territorial en beneficio de la <altamar, por eso desde mucho antes había proclamado la libertad de los mares —que en la práctica sólo los países poderosos pueden aprovechar— como principio del Derecho Internacional. En general, a todas las grandes potencias marítimas les convino siempre estrechar al máximo el mar territorial de los Estados, puesto que ellas no tienen necesidad de recibir de las normas internacionales una protección para sus aguas territoriales ni facultad para aprovechar económica y tácticamente la amplitud de los mares: su propio poder les basta para tomarlos. Esto explica la actitud asumida por ellas, a lo largo del tiempo, en las conferencias internacionales.
El tema de la libertad de los mares se planteó con mucha fuerza durante la Primera Guerra Mundial. El presidente norteamericano Woodrow Wilson afirmó en 1917, en un documento dirigido al Senado, que “la libertad de los mares es el sine qua non de la paz, igualdad y cooperación”. Fue tan rígida la posición norteamericana en este asunto, que cuando México expidió en 1935 una resolución que ampliaba su zona marítima a nueve millas, el Departamento de Estado comunicó al gobierno mexicano que su país se reservaba todos los derechos sobre la franja excedente reivindicada por México.
El territorio marítimo ha sido materia de incontables conferencias y declaraciones internacionales. Se hicieron muchos esfuerzos para lograr consensos sobre el tema pero ellos resultaron vanos. La conferencia de La Haya en 1930, promovida por la Liga de las Naciones, y las de Ginebra en 1958 y 1960, auspiciadas por las Naciones Unidas, fracasaron en tal intento. La primera de ellas terminó en un desacuerdo total en cuanto a la dimensión del mar territorial: los países grandes consideraron a las tres millas como la anchura máxima y los países pequeños como la anchura mínima.
La lucha siempre fue entre los países desarrollados, que pugnaban por imponer mares territoriales reducidos, a fin de ampliar por este medio sus posibilidades de dominio y de explotación de los recursos marinos, y los países pobres que, en su afán de precautelar la riqueza de sus aguas adyacentes, pretendían extender sus zonas de mar territorial.
Ante la falta de acuerdos, la extensión territorial del mar se la ha establecido por actos unilaterales de los países ribereños.
El 18 de agosto de 1952 Ecuador, Chile y Perú suscribieron en Santiago la Declaración de Zona Marítima, en la que proclamaron “como norma de su política internacional marítima, la soberanía y jurisdicción exclusivas que a cada uno de ellos corresponde sobre el mar que baña las costas de sus respectivos países hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas”, y afirmaron además que “la jurisdicción y soberanía exclusivas sobre la zona marítima indicada, incluye también la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el suelo y subsuelo que a ella corresponden”.
Había nacido una nueva tesis sobre la dimensión del territorio marítimo, llamada a producir en el mundo una larga controversia. Los países grandes se apresuraron a impugnarla mientras que los pequeños países ribereños la vieron con simpatía. En todo caso, ella ejerció mucha influencia en las deliberaciones de las tres últimas conferencias mundiales que se reunieron en 1958, 1960 y 1973 para intentar crear un régimen jurídico de validez internacional sobre las dimensiones del mar y el aprovechamiento de sus recursos.
La última de ellas, patrocinada por las Naciones Unidas, inició sus deliberaciones en 1973 y trabajó nueve años en el texto de la Convención sobre el Derecho del Mar, que fue finalmente suscrita el 10 de diciembre de 1982 pero que sólo pudo entrar en vigencia doce años más tarde, el 17 de noviembre de 1994, porque tardó todo ese tiempo en reunir el número necesario de ratificaciones, a causa de la inconformidad de muchos de los países del <tercer mundo con la determinación de la anchura del mar territorial en hasta doce millas marinas y de la de los países desarrollados en cuanto a las disposiciones sobre la explotación de los recursos minerales oceánicos.
Como consecuencia de estos vacíos y contradicciones jurídicos, y en ausencia por tan largo tiempo de un consenso internacional, cada país ha procedido a señalar unilateralmente la anchura de su <mar territorial, de acuerdo con sus propias conveniencias, lo cual naturalmente ha favorecido a las grandes potencias marítimas que son la únicas que pueden aprovechar en la práctica la libertad de los mares.
4. La Antártida. Incluyo aquí el tema porque desde las primeras décadas del siglo XX se plantearon reivindicaciones de soberanía por algunos países sobre la zona polar antártica del planeta. Gran Bretaña lo hizo en 1908, Nueva Zelandia en 1923, Francia en 1924, Australia en 1933, Chile en 1940, Noruega en 1939, Argentina en 1942. Si bien no todas las reivindicaciones tuvieron carácter territorial, en el sentido soberano de la palabra, implicaron reclamaciones de ciertos derechos sobre la zona polar. Lo cual condujo, por iniciativa del Presidente de Estados Unidos de América, a la reunión celebrada en Washington de octubre a diciembre de 1959. El propósito del gobernante norteamericano, al convocarla, fue el de mantener a la región antártica “abierta a todas las naciones a fin de conducir actividades científicas u otras de carácter pacífico”.
Esta reunión se efectuó inmediatamente después de la celebración del “año geofísico internacional” (1957-1958), dentro del cual los Estados que reivindicaban derechos en el continente antártico abrieron un proceso de cooperación internacional en las tareas de investigación científica y de intercambio de información.
De la reunión surgió el Tratado Antártico suscrito el 1 de diciembre de 1959 por Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Francia, Japón, Nueva Zelandia, Noruega, la Unión Sudafricana, Inglaterra, Unión Soviética y Estados Unidos.
Este instrumento entró en vigencia el 23 de junio de 1961, después de que fue ratificado por los doce Estados que lo suscribieron originalmente, y más tarde se incorporaron otros países como miembros consultivos —los que acreditaron investigaciones científicas importantes sobre la zona— o como miembros adherentes los demás.
El Tratado Antártico proclama, entre otros, el principio de la utilización pacífica de la zona polar, en la que se prohíbe “toda medida de carácter militar, tal como el establecimiento de bases y fortificaciones militares, la realización de maniobras militares, así como los ensayos de toda clase de armas”. Dispone la congelación de las reclamaciones territoriales existentes y prohíbe la formulación de otras. Niega, por tanto, todo derecho de soberanía sobre la zona polar aunque dice que ninguna disposición del tratado se interpretará como una renuncia de los Estados a los fundamentos de las reclamaciones territoriales que pudieran tener. Reconoce la libertad de investigación científica y de libre intercambio de información, para lo cual reafirma el derecho de acceso de los Estados a cualquier parte del espacio antártico y a la instalación de estaciones y equipos destinados a tal fin. Prohíbe el depósito de desechos radiactivos. Impide la explotación de los recursos naturales de esta zona planetaria y la destina para la actividad científica de todos los Estados en beneficio de la humanidad.
Al amparo de este tratado se realizó en Londres, 1972, la convención sobre protección de las focas en la Antártida. Y en Canberra, el 20 de mayo de 1980, la de conservación de los recursos de esa zona. En 1991 se suscribió en Madrid un protocolo complementario al Tratado Antártico sobre la protección del medio ambiente, en el cual se prohibió la explotación de los recursos minerales de la zona polar por cincuenta años, a menos que una decisión unánime de los países miembros dispusiera otra cosa.
La Antártida tiene una extensión aproximada de 13,2 millones de kilómetros cuadrados, cubiertos casi en su totalidad por hielo permanente. Está rodeada por el Océano Glaciar Antártico. En ella se acumula el 95% del hielo del planeta. Es una región completamente deshabitada, salva la presencia ocasional de investigadores científicos provenientes de diversos países. Sin embargo, tiene importancia científica, económica y estratégica. Esto explica el interés de los países poderosos en “internacionalizarla” y convertirla en un patrimonio común de la humanidad al que sólo ellos pueden tener acceso en la práctica y el afán de otros de marginarse en ella un dominio territorial de carácter soberano, mediante la proyección hacia el polo sur de los meridianos que limitan las partes enfrentadas a la Antártida de sus respectivos territorios, en aplicación de la teoría de la llamada “defrontación”, a fin de precautelar en su beneficio las riquezas mineras localizadas en las entrañas de esa parte del planeta.
Los Estados han invocado muchas y diversas razones para justificar su pretendido dominio territorial sobre el continente antártico. Han planteado, como títulos jurídicos, el descubrimiento, la ocupación, la contigüidad geográfica, la “defrontación”, la accesión, la proximidad geográfica, la afinidad geológica, la influencia ecológica y otras invocaciones.
En todo caso, me parece que las tierras que rodean al polo Antártico serán, en un futuro cercano, materia de intensas controversias internacionales.
Por lo pronto está en vigencia el Tratado Antártico, celebrado en diciembre de 1959, que ha establecido ciertos principios de regulación sobre esta zona polar y ha congelado temporalmente las reivindicaciones territoriales de los Estados. Muchos de ellos han enviado expediciones científicas y han instalado allí campamentos. Hay un gran afán internacional por investigarla. La “cuestión antártica” ha surgido repetidamente en la agenda anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1983 ella recomendó al Secretario General realizar un “estudio objetivo de todos los aspectos de la Antártida” y en múltiples ocasiones los Estados miembros han pedido a la Organización Mundial que tome medidas para la conservación de las riquezas naturales de esa parte del planeta.
Aunque han quedado aplazadas las aspiraciones territoriales de muchos Estados por la vigencia del tratado antártico, el problema no está aún resuelto en términos definitivos.
5. La adquisición de territorios. El Derecho Internacional clásico, siguiendo los principios que rigieron la adquisición del dominio sobre los bienes inmuebles en el antiguo Derecho Romano, estableció los modos originarios y los derivativos de la apropiación territorial por los Estados.
a) Modos originarios. Los modos originarios de adquisición de la soberanía territorial son tres: el origen histórico, “terra nullius” y accesión. El primero asigna al Estado las tierras cuya posesión tuvo al momento de nacer a la vida soberana. Esto significa que ese territorio está ligado al propio origen del Estado. En virtud de este hecho su soberanía sobre tales tierras le resulta oponible ante los demás Estados, puesto que en su poder estuvieron al momento de entrar a la vida independiente. Por consiguiente, si un territorio asume la plenitud de gobierno propio o una colonia se emancipa de su metrópoli y decide constituirse en Estado, su ámbito territorial es el que tuvo al momento de la emancipación. Esa es la base física sobre la que se levanta el nuevo Estado.
El segundo modo de adquirir el dominio territorial es el que se funda en el principio de terra nullius, mediante el cual se adquieren las tierras no sometidas a la soberanía de otro Estado. Este principio perteneció a la era de los descubrimientos geográficos y hoy ha perdido fuerza y vigencia. El Derecho Internacional clásico admitía la ocupación de las tierras que no pertenecieran a un Estado, siempre que concurrieran actos de ejercicio de autoridad exclusiva y “animus occupandi”, es decir, la intención de ejercer soberanía sobre ellas. En su laudo arbitral dentro de la disputa entre México y Francia por el dominio de la deshabitada isla Clipperton en el océano Pacífico, el rey de Italia declaró en 1931, al fallar a favor del país europeo, que “existe razón para admitir que, cuando en 1858 Francia proclamó su soberanía, esa isla estaba en situación de territorium nullius y, por consiguiente, susceptible de ocupación”. Y agregó que no cabe duda de que Francia, “por un uso inmemorial que tiene la fuerza de Derecho” y por su animus occupandi, reúne las condiciones necesarias para ejercer su dominio soberano sobre ella. En 1933 se suscitó un litigio entre Noruega y Dinamarca por la posesión de parte de Groenlandia, resuelto por la Corte Permanente de Justicia de La Haya, que rechazó la pretensión noruega porque consideró que Dinamarca había ejercido sobre ese territorio actos continuos de autoridad, con la intención de actuar soberanamente, y que por tanto ese territorio no era terra nullius.
La accesión es también un medio originario de adquirir el dominio territorial según el viejo principio del Derecho Romano de que accesorium sequitur principale (lo accesorio sigue el destino de lo principal), sin necesidad de declaración alguna. La accesión consiste en la adición de tierras a las costas marítimas o a las riveras fluviales de un Estado o en la formación de islas en sus aguas territoriales. Puede ocurrir por causas naturales o por obra del hombre. Son casos de accesión los fenómenos geológicos denominados aluvión, delta y nueva isla. España y Marruecos, por ejemplo, se han visto beneficiados por el aluvión marino que se consolidó entre el Peñón de Vélez de la Gomera y la costa continental africana, dentro de las aguas territoriales de cada uno de los dos países.
b) Modos derivativos. Entre los modos derivativos de adquirir la soberanía territorial están la cesión, la conquista y la prescripción.
De cesión de territorios hay muchos precedentes en el Derecho Internacional. Se la ha hecho mediante tratados de paz o bien por la compraventa de territorios entre los países. En 1803 los Estados Unidos compraron Louissiana a Francia por quince millones de dólares, en 1819 Florida a España por cinco millones y en 1867 Alaska a los rusos. Mediante un contrato suscrito el 30 de junio de 1899, España cedió a Alemania la soberanía sobre las islas Carolinas, Marianas y Palao a cambio de 25 millones de pesetas. Estos fueron casos de cesión de territorios a título oneroso.
La conquista tiene muchos más antecedentes históricos como medio de obtener el dominio territorial. En el Derecho Internacional clásico, cuando la guerra era considerada casi como una función natural de los Estados, la conquista de territorios era cosa normal. El mapa político de Europa se hizo y se deshizo muchas veces durante los pasados siglos a causa de las guerras, en que los vencedores despojaron de sus territorios a los vencidos. Nadie objetaba en esos tiempos el “derecho” de los triunfadores a ampliar sus fronteras por la fuerza de las armas. Es relativamente reciente el repudio a las conquistas militares como fuente de derechos. Algo se dijo sobre el tema en las conferencias internacionales de paz realizadas en La Haya el 18 de mayo de 1899 y el 15 de junio de 1907, pero más pudieron los afanes expansionistas de los Estados. El 28 de junio de 1919 se firmó el Tratado de Versalles, en el cual se creó la Sociedad de las Naciones con el propósito de establecer una comunidad mundial de Estados que asegurara la paz y la seguridad internacionales. Con ella se formuló un marco institucional, si bien incipiente y precario todavía, para la codificación y aplicación del Derecho Internacional. Sin embargo, nada de eso funcionó en la práctica. No operó la solución judicial de las controversias, ni la prohibición de la guerra tuvo eficacia real, ni se consiguieron resultados satisfactorios en el campo del <desarme, ni se establecieron mecanismos eficientes de control de armamentos. Por eso la Sociedad de las Naciones asistió impotente a la agresión de Manchuria por el Japón en 1931, a la guerra entre Italia y Abisinia de 1934 a 1935, a la anexión de la región checoeslovaca de los sudetes a Alemania en 1939, a la invasión soviética contra Finlandia en el mismo año y, finalmente, al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial por obra del nazi-fascismo.
Recién con la expedición de la Carta de las Naciones Unidas el 26 de junio de 1946 se proscribieron seriamente en el Derecho Internacional las conquistas territoriales alcanzadas por la amenaza o el uso de la fuerza. Y tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad se han empeñado denodadamente durante el último medio siglo para detener las confrontaciones armadas entre los Estados.
Algunos tratadistas consideran que la prescripción es otro de los modos derivativos de obtener el dominio territorial, aunque se ha discutido si este medio adquisitivo, tan común en el Derecho Civil, resulta aplicable al Derecho Internacional. La prescripción adquisitiva se funda en el despliegue de autoridad soberana de un Estado sobre un territorio y que no consiste simplemente en actos materiales de explotación económica o de aprovechamiento de sus riquezas naturales, ni en la mera tenencia como administrador fuduciario o arrendatario, sino en el ejercicio de autoridad política continua, pública, pacífica e incontestada sobre ese espacio físico. Esto supone la existencia de un territorio que perteneció a un Estado pero sobre el cual otro ha adquirido la soberanía por actos de gobierno realizados pública y continuadamente durante cierto tiempo y sin protesta del anterior soberano. Lo cual ciertamente resulta muy difícil de darse en la realidad. Talvez podría ocurrir en alguna zona fronteriza que, por su alejamiento y falta de control, haya podido ser ocupada por otro Estado. Pero aun en este caso esa ocupación deberá haber sido pública, pacífica y continuada, cosa que en la práctica sólo podría ocurrir con la aquiescencia de la otra parte.
6. La teoría de la extraterritorialidad. Es una ficción jurídica forjada por el Derecho Internacional clásico, en virtud de la cual se considera que las sedes diplomáticas, los domicilios de sus agentes y los barcos mercantes y de guerra constituyen “territorio” del Estado cuya representación y bandera ostentan y que, por tanto, en ellos rigen las leyes del país de origen y no las del lugar en donde se encuentran.
Según esta teoría, los espacios físicos ocupados por la embajada de un país extranjero y por la residencia de su embajador son enclaves territoriales del Estado acreditante en el suelo del Estado receptor, en los cuales rigen las leyes de aquél. De modo que todos los actos ejecutados dentro de los edificios diplomáticos o de las residencias de los embajadores están regidos por la jurisdicción del Estado extranjero. El juzgamiento por la comisión de un delito, por ejemplo, corresponde a los jueces y tribunales del país de origen de los agentes diplomáticos y no a las judicaturas del Estado ante el cual ejercen su representación. Y lo mismo ocurre en los demás ámbitos legales: el civil, el laboral, el administrativo. Los agentes diplomáticos gozan de inmunidad y no pueden ser enjuiciados por las autoridades locales ni bajo sus leyes, sino únicamente por los jueces y leyes de su país. Todo esto fundado en la ficción de la extraterritorialidad, es decir, en la consideración de que el ámbito físico de las sedes diplomáticas constituye una prolongación del territorio del Estado cuya representación ejercen.
La teoría de la <extraterritorialidad fue una excepción al principio de la territorialidad de la ley, tal como se conoce en el Derecho Político, es decir, al principio de que la ley de un Estado rige en todo su ámbito territorial.
7. Territorio y ciberespacio. La cibernética creó un escenario artificial donde se desarrollan muchas de las actividades de las sociedades contemporáneas: el ciberespacio, que es un “espacio virtual”, carente de corporeidad, medido en bits y no en átomos.
Este espacio se ha superpuesto, en la sociedad del conocimiento, al territorio estatal tradicional como escenario de la actividad humana. Es allí donde se realiza on-line buena parte de las relaciones sociales.
En términos tradicionales, lo social siempre estuvo vinculado a un territorio, a un lugar físico, a un espacio geográfico, donde las personas se encontraban e interactuaban. Hoy el encuentro e interacción, en gran medida, se dan en el ciberespacio, que es donde se realizan on-line muchas de las actividades humanas y de las relaciones sociales.
La “geograficidad” ha cedido paso a la “virtualidad” en la sustentación de las acciones humanas. La política, la información, las telecomunicaciones, las actividades académicas, las transacciones mercantiles, las operaciones financieras y la rotación de los capitales, que antes tenían un referente territorial, han alcanzado velocidad de vértigo y escala planetaria en internet.
Esta es una realidad nueva forjada por la revolución electrónica.
El ciberespacio es un escenario artificial creado por los ordenadores, que ha reemplazado al territorio tradicional como base de muchas de las actividades de las sociedades de nuestro tiempo.