Es un complejo fenómeno suscitado en la Iglesia Católica del tercer mundo y, especialmente, de América Latina en las últimas décadas del siglo XX. Bajo la inspiración del Concilio Vaticano II (1962-1965), que preconizó no dar como ayuda de caridad lo que se debe por razón de justicia y que dispuso que han de suprimirse las causas y no sólo los efectos de los males sociales, el episcopado latinoamericano, reunido en la Segunda Conferencia General en Medellín, en agosto y septiembre de 1968, y en la Tercera Conferencia General de Puebla, en enero y febrero de 1979, llegó a la conclusión de que el <subdesarrollo del tercer mundo es un subproducto del desarrollo del primer mundo. Es su contrapartida. Formas antiguas y nuevas de <colonialismo, propias del <capitalismo liberal, son la causa principal de la estructura del atraso de los países pobres. Esas formas coloniales se dan en los campos cultural, tecnológico, económico, financiero, comercial y militar. Tales apreciaciones del episcopado reforzaron la teoría de la <dependencia externa. A esto hay que agregar la estructura dualista que los países periféricos tienen internamente en lo económico y social y la dicotomía entre la gran masa marginal de la población y las pequeñas cúpulas oligárquicas e incluso aristocráticas que detentan la riqueza nacional.
Tales son, de acuerdo con esta corriente del pensamiento católico sustentada por los teólogos progresistas, las causas fundamentales del atraso y el subdesarrollo de los países del >tercer mundo.
Estas ideas tienen antecedentes tanto remotos como recientes en el pensamiento apostólico de nuestra América. Misioneros que acompañaron a los conquistadores españoles y portugueses impugnaron en su tiempo los excesos de la conquista que se cometieron en nombre de la espada y de la cruz. Fray Bartolomé de las Casas y fray Bernardino de Sahagún levantaron su voz contra el trato cruel que se dio a los indios. Más tarde, los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos, insurgiendo contra su propia jerarquía eclesiástica, iniciaron la lucha independentista de México al grito de ¡viva la virgen de Guadalupe, mueran los gachupines!
Hubo en toda época voces rebeldes contra la conducta acomodaticia de los altos mandos eclesiásticos. Pero los antecedentes recientes de la teología de la liberación están en los años 60 del siglo pasado con las ideas de los teólogos católicos Gustavo Gutiérrez, Segundo Galilea y Juan Luis Segundo y también con las de los teólogos protestantes Emilio Castro, Rubem Alves y José Míguez. Ellos plantearon muy directamente que la fe cristiana no tiene sentido si no va acompañada de la acción concreta de transformación social para reivindicar los derechos de los más pobres. Postularon que esa es la única forma de ser cristianos en un mundo saturado de miseria y de injusticia. No se trata de ayudar a los desafortunados aislada y desarticuladamente, dijeron, sino de modificar por su base la estructura social, que es la causante de la postración económica de la gente. Para ello hay que emprender una lucha de liberación que, si bien prefiere la utilización de métodos de paz, no desecha el uso de la fuerza como recurso extremo para alcanzar sus objetivos.
Estos sacerdotes fueron más lejos de lo permitido por la jerarquía eclesiástica y tuvieron problemas con la Iglesia.
Se atribuye al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez haber utilizado, por primera vez, la expresión teología de la liberación en 1968. Tres años después ella sirvió de título a uno de sus libros —"Teología de la Liberación. Perspectivas"—, en el que entrega la primera sistematización de la nueva versión teológica que entraña “una reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la Palabra”. Fue una teología politizada, sin duda, en el sentido de que se comprometió con la liberación social, económica y política de los sectores más pobres, dominados y excluidos de la sociedad, para lo cual acudió a las ciencias sociales que, en el marco de la realidad concreta de los pueblos latinoamericanos, le ofrecieron el diagnostico de la situación y desentrañaron sus causas.
Los teólogos que fueron por este camino tomaron algunas de las categorías marxistas para su análisis social —aquellas que estimaron compatibles con su fe cristiana— y desecharon las demás. La respuesta del Vaticano en su "Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación" —que fue su primer documento contra esta corriente teológica, publicado el 6 de agosto de 1984— fue que la teología de la liberación “reduce la fe a un humanismo terrestre; emplea de manera acrítica el método marxista del análisis de la realidad, que no puede disociarse de la filosofía atea marxista; ofrece una interpretación racionalista de la Biblia; identifica la categoría bíblica de ‘pobre’ con la categoría marxista de ‘proletario’ y entiende la Iglesia popular como Iglesia de clase, en su acepción marxista”. Pero los teólogos de la liberación no consideraron al marxismo como una unidad indivisible. Cosa que, según argumentaron, hicieron también importantes sociólogos seculares no marxistas como Max Weber o Karl Mannheim.
No obstante, la teología de la liberación tuvo diversas intensidades y grados de radicalismo. El escritor español Pedro Miguel Lamet, especialista en asuntos eclesiales, identifica en su libro “La rebelión de los teólogos” (1991) por lo menos cuatro corrientes: la más radical, sustentada por Hugo Asmann y Pablo Richard; la que sostenía Leonardo Boff; una tercera más equlibrada, impulsada por Gustavo Gutiérrez; y la cuarta, encarnada por los teólogos salvadoreños de origen español Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría.
Desde los años 60 del siglo pasado la palabra liberación se usó con mucha frecuencia en libros y documentos escritos por teólogos inconformes católicos y protestantes. El jesuita uruguayo Juan Luis Segundo escribió el libro "De la sociedad a la teología" (1970), Fray Gustavo Gutiérrez fue autor del citado libro "Teología de la Liberación" (1971), Hugo Assmann publicó en colaboración con otros sacerdotes su "Opresión-liberación: desafío a los cristianos" (1971), Leonardo Boff: "Jesucristo el liberador" (1971), Lucio Gera: "Teología de la liberación" (1973), el teólogo protestante Rubem Alves: "Religión: opio o instrumento de liberación" (1969), José Míguez Bonino: "Doing theology in a revolutionary situation" (1975).
La bibliografía liberacionista es abundante tanto entre los teólogos católicos como protestantes.
La teología de la liberación causó problemas internos muy graves a la Iglesia Católica. Buena parte del clero de base se adhirió a ella y trabajó en conjunción con los grupos políticos de izquierda en favor de la gente pobre, pero las altas jerarquías se opusieron a esos planteamientos, que los consideraron muy cercanos al marxismo, y la Iglesia tuvo que afrontar enormes problemas de desunión y de indisciplina en sus cuadros apostólicos. Recuerdo el caso de la "Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de la teología de la liberación", que expidió el Vaticano con la firma del cardenal Joseph Ratzinger en agosto de 1984, o la conminación del papa al episcopado peruano en relación con las tesis expuestas por el teólogo Gustavo Gutiérrez en Chimbote, Perú; o el proceso seguido por la misma Congregación contra Leonardo Boff por su libro “Iglesia, carisma y poder” en 1984.
Estos y muchos otros problemas considerados como de desviación e incluso de rebeldía de sectores apostólicos sufrió la Iglesia en razón de la teología de la liberación.
Esta, en efecto, aceptó algunos conceptos del <marxismo, como el determinismo económico, las relaciones estructura-superestructura, la lucha de clases como un hecho de la realidad, el capital como fruto de la plusvalía, esto es, del trabajo no pagado al obrero, y algunos más. Rechazó, en cambio, el <materialismo dialéctico, o sea la parte filosófica del marxismo, que tanta y tan diametral oposición mantiene con el dogma católico. Coincidió con el marxismo en cuestiones tácticas de la lucha contra un orden de cosas opresivo e injusto y si bien privilegió los métodos pacíficos —la persuasión, el diálogo, la resistencia civil, la presión moral— no descartó la movilización de masas ni el uso de la fuerza bajo ciertas orientaciones éticas inspiradas en el evangelio, como último recurso para alcanzar la transformación social.
Es importante hablar de la teología de la liberación porque los sectores políticos progresistas de la vertiente confesional han incorporado algunos de sus planteamientos a su propuesta política en Latinoamérica. De otro lado, sectores radicalizados de izquierda han recibido asistencia de sacerdotes alineados en la teología de la liberación para sus movimientos insurgentes. Hubo varios de estos casos en Latinoamérica. El último fue el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional de México, que en enero de 1994 se levantó en armas contra el gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari en el estado de Chiapas, al suroeste del país. En la preparación y ejecución de esa acción insurgente tuvieron activa participación centenares de miembros del clero de base vinculados a esta orientación religiosa.
Simultáneamente surgieron en algunos países de América Latina —principalmente en Brasil, Perú, El Salvador, Colombia, Nicaragua, Chile y México— las llamadas <comunidades eclesiales de base (CEB), que son pequeños grupos religiosos locales compuestos por quince a veinte personas, entre sacerdotes, monjas y laicos, dedicados a la lectura de la Biblia, a la oración y a la ayuda pastoral a los pobres. La mayor parte de estas comunidades está fuertemente imbuida de la teología de la liberación. El escenario de su acción es el barrio marginal y pobre en las ciudades y los caseríos y rancherías en el campo. Allí entran en contacto con la base social —subproletarios, campesinos sin tierra, pueblos indígenas, gente pobre en general— y difunden su pensamiento pastoral, que por cierto es diferente del que la Iglesia Católica predicó por siglos en defensa del autoritarismo político y del <establishment económico y social.
Las comunidades eclesiales de base se han convertido en uno de los instrumentos más importantes de la difusión de los principios de la teología de la liberación pero también en un medio de participación de los sectores progresistas del clero en los procesos políticos.
La respuesta de la Iglesia —de la Iglesia oficial— contra la teología de la liberación fue muy dura. Desató toda una cruzada contra sus propulsores y seguidores. Pedro Miguel Lamet sostiene que en 1983 “ya no quedaba en activo ninguno de los obispos que participaron en el Vaticano II”. En agosto de 1984 Leonardo Boff fue conminado a comparecer ante una delegación de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe —que en esa época la presidía el cardenal Joseph Ratzinger— y meses después fue condenado a doce meses de silencio. Poco tiempo antes, los clérigos Clodovis Boff y Antonio Meser habían sido destituidos de sus funciones docentes por simpatizar con esta corriente teológica. En una decisión que levantó muchas críticas, el cardenal Franz König, arzobispo de Viena —que trabajaba con el canciller austriaco Bruno Kreisky en el proyecto de conciliar la Iglesia con el socialismo—, fue sustituido por el ortodoxo prelado Hermann Groer; y el catedrático Charles E. Curran sufrió la revocación de su actividad docente como profesor de teología moral en Washington, por las mismas causas. En 1990 Leonardo Boff volvió a ser castigado por la Congregación con la prohibición de predicar, dar conferencias, ejercer la cátedra y publicar libros. E igual suerte corrieron muchísimos prelados y sacerdotes que se inclinaban hacia las ideas renovadoras.
En el ámbito doctrinal, la polémica entre la alta jerarquía de la Iglesia y los teólogos de la liberación fue muy dura. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida por Ratzinger, se lanzó frontalmente contra el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez —uno de los principales impulsores de la teología de la liberación—, a quien acusó de marxismo y herejía, y de quien dijo que su pensamiento teológico “es la concepción marxista de la historia, historia conflictiva, estructurada por la lucha de clases”, con la que pretende “hacer del cristianismo un factor movilizador al servicio de la revolución”. En su defensa salió el prestigioso teólogo y moralista alemán Bernhard Häring, quien afirmó que las expresiones de la Congregación manifestaban “una maldad diabólica o una increíble arrogancia y superficialidad”, ya que eran “un collage de frases desligadas del contexto del trabajo de Gustavo Gutiérrez, para acusarle de marxismo y herejía”.
La polémica tuvo encendidos epítetos. El cardenal Ratzinger, en uno de sus libros, imputó al teólogo brasileño Leonardo Boff emplear “un tono polémico, difamatorio, incluso panfletario, absolutamente impropio de un teólogo”, y procurar un objetivo no escatológico cristiano sino “una cierta utopía revolucionaria ajena a la Iglesia”, para lo cual dirige “un ataque despiadado y radical contra el modelo institucional de la Iglesia Católica”.
Durante los pontificados de Juan Pablo II (1978-2005) y de Benedicto XVI (2005-2013) el Vaticano cuestionó duramente la teología de la liberación por fomentar la lucha de clases, que podía distanciar a los fieles de las capas medias y altas, y para combatirla nombró obispos conservadores que aplicaron radicalmente las instrucciones impartidas por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.