Se llamó teoría de la “soberanía limitada” a la que elaboró la Unión Soviética en la postguerra a fin de ejercer un rígido control ideológico y político sobre los países de su órbita de influencia —denominados entonces países “satélites”— cuando el orden <marxista-leninista sea amenazado. En cumplimiento de esta teoría, la URSS intervino política y militarmente para mantener la disciplina de los Estados de Europa oriental a los mandatos del bloque marxista o para “protegerlos” de acechanzas extranjeras.
El origen de la teoría está en la llamada “doctrina Brezhnev” con la cual el gobernante soviético intentó justificar la invasión militar de su país a Checoeslovaquia en 1968.
Sin embargo, puede considerarse que en cierto modo el antecedente de esta teoría fue la llamada <“doctrina Truman”, contenida en el mensaje que el presidente norteamericano leyó ante el Congreso de la Unión en marzo de 1947, en el que prometió ayuda a los pueblos del “mundo libre” amenazados de subyugación por minorías armadas en el interior de sus fronteras o por presiones exteriores.
Entonces, como contrapartida de la doctrina Truman, surgió la doctrina Brezhnev que pretendía evitar toda acción desestabilizadora proveniente de Occidente o todo intento endógeno de liberación de cualquiera de los países de la órbita soviética.
Entre varios otros, dos casos altamente demostrativos de la inspiración y los alcances de la teoría de la soberanía limitada fueron los de Hungría en 1956 y Checoeslovaquia en 1968.
En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial Hungría fue invadida por las tropas nazis y Budapest se convirtió en el escenario de las cruentas batallas entre alemanes y soviéticos. La capital húngara, juntamente con Varsovia y Berlín, fue una de las ciudades europeas que sufrió mayores estragos en la guerra. Cuando cayó el nazifascismo, las tropas soviéticas implantaron en Hungría el régimen comunista y entregaron el gobierno a Matyas Rakosi, el secretario general del Partido de los Trabajadores, que era el nombre oficial del partido comunista húngaro.
Apodado “little Stalin” por su obsecuencia para con el tirano soviético, Rakosi implantó un régimen de muerte, tortura y terror. Fundó la AVO, que fue la policía política secreta, como una réplica de la KGB soviética. Persiguió implacablemente a quienes suponía sus opositores o a quienes de alguna manera se separaban de la ortodoxia marxista, interpretada bajo los cánones del <estalinismo. Echó abajo la catedral Regmin Marianum por considerarla una amenaza contra el comunismo y erigió en la Plaza de los Héroes de Budapest una gigantesca estatua de José Stalin.
La teoría de la “soberanía limitada” se aplicó en Budapest durante los sangrientos acontecimientos de 1956, cuando los tanques soviéticos reprimieron a sangre y fuego el levantamiento estudiantil contra el estalinismo. El 23 de octubre de ese año varios centenares de estudiantes salieron a la calle en manifestación pacífica de solidaridad con los polacos que acababan de ser brutalmente reprimidos por el ejército rojo y además para pedir al gobierno reformas liberalizadoras del sistema político húngaro. La multitud se congregó en la Plaza del Congreso. La bandera de la hoz y el martillo fue arriada del lugar. Hasta ese momento la movilización popular había sido pacífica; pero cuando en esa noche la multitud se dirigió hacia la radio nacional y trató de ocuparla, la policía de seguridad (AVO) abrió fuego contra la gente y dejó centenares de víctimas. Entonces los trabajadores, las capas medias y otros sectores populares acudieron en respaldo de los estudiantes. La multitud se reunió en la Plaza de los Héroes y furiosamente echó abajo la enorme estatua de Stalin, que fue arrastrada por las calles para ludibrio público.
De nada valieron las palabras pacificadoras del líder comunista moderado Emri Nagy, que había sido nombrado primer ministro poco tiempo antes en una reunión urgente del comité central del Partido Comunista. Obligado a hablar ante la multitud, en un momento de exaltación patriótica Nagy invocó la frase del himno nacional húngaro: “isten aldd meg a Magyart” (Dios bendiga a los húngaros) —expresión proscrita por su carácter religioso— que fue muy mal recibida por el gobierno de Moscú.
El intento revolucionario —espontáneo y desorganizado— había comenzado. El pueblo libró heroicas batallas contra sus opresores. Un tercio de los combatientes tenía menos de 18 años de edad. Hungría vivió diez días de libertad. Pero los tanques soviéticos invadieron Budapest en la mañana del 4 de noviembre, al amparo del Pacto de Varsovia, y masacraron al pueblo de la manera más despiadada. Los días de la libertad de Hungría habían terminado. Nagy fue destituido, se asiló en la embajada de Yugoeslavia con 15 de sus compañeros y más tarde fue arrestado y conducido a Rumania. Los militares soviéticos impusieron a Janos Kadar, un viejo comunista, en el poder. Enseguida vinieron la cacería de brujas, las purgas políticas y el terror. 230 personas fueron ejecutadas, 25.000 recluidas y 200.000 fugaron del país. Emri Nagy fue encarcelado en Rumania por casi dos años y luego fusilado bajo la acusación de haber sido complaciente con los insurrectos en su país, haberles ofrecido amnistía, haber denunciado el Pacto de Varsovia, suprimido el sistema de partido único y negociado el retiro de las tropas soviéticas.
Hungría retornó a su sistema de “soberanía limitada” hasta 1989 en que cayó la cortina de hierro y se inició el colapso del bloque soviético.
Fue emblemática la llamada “primavera de Praga” en agosto de 1968, cuando los tanques soviéticos sofocaron a cañonazos el alzamiento popular antiestalinista en las calles de la capital checoeslovaca. Importantes acontecimientos habían ocurrido a principios de ese año. El comité central del Partido Comunista fue reorganizado, alejando de su seno a los elementos estalinistas. Alexander Dubcek, primer secretario del Partido Comunista, encabezó un movimiento de oposición al presidente Antonin Novotny en un intento de establecer en Checoeslovaquia un socialismo con libertad. Novotny, de la línea estalinista, se vio obligado a dimitir a fines de marzo bajo la presión popular y la de sus propios compañeros. Desde la jefatura del Partido Comunista, Dubcek alentaba reformas políticas y económicas que flexibilizaran el <estalinismo imperante, a fin de crear un “socialismo con rostro humano”, según sus propias palabras. Un destacado grupo de intelectuales, escritores y científicos, entre los que había comunistas y no comunistas, redactó el célebre Manifiesto de las 2.000 palabras —que se publicó en el diario “Zemedelske” y en el semanario literario “Literarni”— en el que replantearon la organización estatal sobre bases de libertad y de respeto a los derechos humanos. El <Kremlin lo consideró contrarrevolucionario y dispuso medidas represivas contra los inconformes. En la madrugada del 21 de agosto Radio Praga emitió las primeras informaciones sobre la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia —integradas por soldados soviéticos, polacos, húngaros, búlgaros y alemanes orientales, bajo la jefatura de Moscú— y leyó el histórico comunicado del Partido Comunista de Checoeslovaquia en que repudiaba la agresión: “esto ha ocurrido —decía el documento— sin nuestro conocimiento y en contra de nuestra voluntad”. Al mediodía se escuchó una ráfaga de ametralladora que silenció a la emisora. Después se supo que en el episodio murieron más de veinte de sus trabajadores por la acción de los soldados soviéticos.
Las primeras víctimas de la brutal represión fueron los intelectuales contestatarios como Bohumil Hrabal, José Koudelka, Iván Klima, José Skoverecky, Milano Kundera, Arnost Lustig, Milos Forman, Jiri Menzl y muchos otros escritores y artistas a quienes se les destinó a trabajar por los siguientes veinte años de la “normalización” de Checoeslovaquia en el lavado de ventanas, la alimentación de hornos de carbón, la venta de periódicos en las calles y otras tareas manuales para poder subsistir. Alexander Dubcek pasó todo este tiempo en el servicio forestal eslovaco. Se calcula que 150 mil checoeslovacos huyeron hacia Occidente para librarse de la represión y de las purgas estalinistas.
El Congreso de la Federación Checoeslovaca de Escritores jugó en 1967 un papel de primera importancia en la lucha por dar término a la era Novotny.
La ocupación soviética de Checoeslovaquia fue una de las aplicaciones prácticas de la teoría de la soberanía limitada que habilitaba al gobierno de Moscú para intervenir militarmente cuando creyere que los países de su órbita se estaban alejando de la ortodoxia estalinista. Al amparo de aquélla y bajo las balas soviéticas se marchitó la promisoria primavera libertaria del pueblo checoeslovaco en 1968 y el país fue “normalizado” bajo la disciplina de Moscú.
Varios partidos comunistas de Occidente —entre ellos los de Italia, Francia y España— condenaron la brutal agresión contra el pueblo checoeslovaco.
El equívoco y contradictorio concepto de la soberanía limitada formó parte de los esquemas de la guerra fría e, incluso, de la psicosis de confrontación entre las grandes potencias.
Aunque sin postularlo explícitamente pero con los mismos designios maniqueos, el gobierno norteamericano de Lyndon Johnson intervino militarmente en la República Dominicana en abril de 1965 con el desembarco de 23.000 marines para reprimir al pueblo que se había alzado en armas con el propósito de restituir en el poder al derrocado presidente Juan Bosch.
Líder del Partido Revolucionario Dominicano, Bosch fue el primer presidente elegido después de la dilatada tiranía de 31 años del “generalísimo” Rafael Leónidas Trujillo Molina. La era trujillista terminó el 30 de mayo de 1961, a las 9:50 de la noche, en una sangrienta emboscada en la que fue asesinado el tirano cuando iba en compañía de su chofer a una de sus citas amorosas. Los complotados: Antonio de la Maza, Tony Imbert Barrera, Amado García Guerrero, Salvador Estrella Sadhalá, Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño interceptaron su automóvil en la autopista Sánchez, al oeste de Santo Domingo, y abrieron fuego contra él.
Concluyó así un vergonzoso capítulo de la historia dominicana.
Después de los frustrados intentos de Ramfis Trujillo, hijo del dictador, general del ejército desde que tenía uso de razón y jefe del estado mayor de las fuerzas armadas antes de los 30 años —el hermano menor, Rhadamés, no contaba para estos menesteres: era el “brutito” y el “feíto” de la familia, como dice Vargas Llosa en su novela “La Fiesta del Chivo” (2000)— y de corifeos militares y civiles del trujillato por controlar la situación, se abrió el período democrático. Fueron desmantelados todos los instrumentos de la tiranía y se convocaron elecciones presidenciales para el 20 de diciembre de 1962.
Triunfó ampliamente en ellas el profesor Juan Bosch y asumió el mando el 27 de febrero de 1963 en medio de grandes festejos populares. En esa ocasión me permití aconsejarle, por su propia seguridad, que pasara a retiro al alto mando militar trujillista. No lo hizo. Y fue depuesto siete meses más tarde por una conjura cuartelera originada en la negativa del gobernante a autorizar la compra de una flotilla de aviones de combate, negocio en el que tenían sospechoso interés unos cuantos generales y coroneles de la vieja guardia trujillista, a quienes el gobierno democrático, según explicó Bosch en uno de sus libros, “no les permitía seguir cobrando el 10 y el 15% de comisión en las compras, no les aceptaba recomendaciones de familiares en los cargos públicos, no les exoneraba automóviles ni ropa ni muebles”. Desde el exilio en San Juan de Puerto Rico, Juan Bosch —de quien fui su alumno— me escribió una carta el 19 de febrero de 1964 en la que, recordando aquella sugerencia, me decía: “El burro, según dicen los campesinos de mi país, no tropieza dos veces en la misma piedra; yo no estoy dispuesto a tropezar por segunda vez”.
Un triunvirato presidido por Donald Reid Cabral surgió de la asonada, pero un año y medio más tarde estalló la guerra civil que enfrentó a las huestes de la dictadura contra las fuerzas constitucionalistas conducidas por el coronel Francisco Caamaño Deñó, como jefe militar, y por el joven y valiente líder del Partido Revolucionario Dominicano José Francisco Peña Gómez, como jefe civil, quienes buscaban la restitución del poder al profesor Juan Bosch.
Ante el evidente triunfo de las fuerzas constitucionalistas llegó a la costa dominicana el 28 de abril de 1965 el portaaviones estadounidense “Boxer” y de su cubierta desembarcaron los marines para detener la insurgencia popular e imponer el “gobierno de reconstrucción nacional” del general Antonio Imbert. La ocupación militar, cohonestada por la OEA, se prolongó hasta fines de junio del año siguiente.
La razón exhibida por el gobierno norteamericano para aplicar en América Latina la teoría de la soberanía limitada fue que la insurrección tenía carácter “comunista”, cuando bien conocida era la tendencia socialdemócrata de sus líderes. El propio Juan Bosch estaba a la sazón exiliado en San Juan de Puerto Rico, o sea en territorio controlado por Estados Unidos.
El conflicto anglo-español sobre el enclave de Gibraltar —situado en el territorio austral de España pero gobernado por Inglaterra desde hace más de tres siglos— dio lugar a principios del siglo XXI a que se hablara de una curiosa “soberanía compartida” sobre ese territorio entre los dos Estados. Se habló incluso de un acuerdo preliminar al que habían llegado los gobiernos de Londres y Madrid para solucionar el viejo litigio. Pero los 35.000 habitantes de Gibraltar recharazon la pretendida “soberanía compartida” en el plebiscito celebrado el 7 de noviembre del 2002, en el que apenas el 1,03 por ciento votó por el “sí”.
No obstante, fue este un planteamiento novedoso puesto que la <soberanía, por su propia naturaleza, es una potestad excluyente, inalienable e indivisible.