Hay problemas de definición en torno a este término, probablemente porque se aplica a muchos campos de la actividad humana: a la filosofía, a las letras, a las artes y a la política.
El concepto se originó en el ámbito artístico. Fue una “revolución” estridente de las artes y de la literatura contra el neoclasicismo imperante y contra su concepción fría, rígida y reglada de la estética. Pero fue también una transformación profunda en los demás órdenes de la vida social: en las ideas, en las sensibilidades, en las actitudes y en el estilo, que se extendió por Europa en buena parte del siglo XIX. Significó la prevalencia de lo subjetivo sobre lo objetivo y el afán de crear realidades antes que de reflejar las que existen. Por eso le sirvieron lo mismo las cosas bellas que las feas. Lo importante fue la expresión.
El romanticismo fue la apoteosis del individualismo, del subjetivismo, de la fantasía y del anhelo de gloria personal.
Las letras en el siglo XIX tuvieron dos movimientos bien definidos: el romanticismo en la primera mitad y el realismo en la segunda. La etapa romántica significó pasión, duda, emoción desenfrenada, lucha contra el autoritarismo literario, mediatización de las dimensiones de espacio y tiempo, individualismo exacerbado.
Por eso, se llama romanticismo, en lo político, a la acción subjetivamente noble que no mide riesgos ni consecuencias personales. Es la actitud caballeresca, a veces heroica aunque normalmente ineficaz, que asume un político.