La sustitución de la energía humana y animal por la máquina de vapor, primero, y después por la electricidad, marcó el comienzo de la primera revolución industrial que se desencadenó en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y que se expandió por el mundo rápidamente, aunque a velocidades diferentes en los diversos países. Nació así el maquinismo —con la invención de los más sorprendentes artefactos mecánicos— que transformó los métodos de producción industrial y que introdujo en las empresas la línea de fabricación en serie —rápida, sincronizada y estandarizada— con una productividad que no tuvo precedentes.
La revolución industrial se inició en Inglaterra con la invención de la máquina de vapor por el ingeniero mecánico escocés James Watt, que fue patentada en 1776. Inmediatamente Matthew Boulton, socio de Watt, promovió el uso del nuevo artefacto como fuente de potencia para la industria textil. Treinta y cinco años más tarde el ingeniero e inventor estadounidense Robert Fulton puso en servicio el primer barco de vapor en el Río Hudson de Nueva York y dos décadas después la máquina de vapor, montada sobre ruedas, dio origen a la locomotora.
Esto revolucionó el mundo.
En menos de cien años se pasó de la pericia a la tecnología. La vida social y la economía cambiaron radicalmente. En 1750 los capitalistas y los proletarios eran grupos sociales marginales. Un siglo después fueron las clases más dinámicas de la estructura social europea. Hacia 1850 la máquina de vapor se había incorporado ya a todos los procesos manufactureros, había transformado el transporte por tierra y por mar y había empezado a incursionar en las tareas agrícolas.
El vapor de agua se inscribe en la línea de los grandes explosivos, es decir, de las sustancias que, al pasar de su estado natural al gaseoso bajo la acción del fuego, el calor u otro estimulante, expanden miles de veces su volumen y necesitan por tanto un espacio inmensamente mayor que aquel donde están comprimidas, en cuya búsqueda desencadenan una gigantesca cantidad de energía.
Esta energía fue aprovechada, en el caso del vapor de agua, para mover una máquina del mismo modo que la energía de la pólvora y de los otros explosivos fue utilizada en las armas de fuego. Pero el principio es el mismo. El vapor de agua, la pólvora, la nitroglicerina, la dinamita, el trinitrotolueno (TNT), el RDX (TNT más ciclonita), el amatol (TNT con nitrato de amonio) y varias otras sustancias explosivas obedecen al mismo principio de dilatación de gases, aunque naturalmente con abismales diferencias de potencia expansiva.
El vapor se dilata 1.600 veces más que el agua pero los gases que emanan del estallido de la dinamita ocupan un espacio 10.000 veces mayor que el de la sustancia original. El motor de explosión se rige por la misma ley: la mezcla de gasolina y oxígeno, al encenderse con la chispa de la bujía, genera un enorme volumen de gases que, en su búsqueda de salida, impulsan la base del cilindro que pone a girar el cigüeñal para comunicar movimiento a la máquina.
Más tarde, desde 1947, en que el matemático William Schockley de la empresa norteamericana Bell inventó el transistor, se superpuso a la anterior una segunda revolución industrial: la revolución electrónica, que buscó sustituir, no ya la energía física del ser humano, sino su energía cerebral. El propósito fue crear máquinas que reemplazaran algunas de las funciones del cerebro humano. Por eso estas máquinas al comienzo se llamaron cerebros electrónicos porque su función era “pensar” como el hombre.
Algunos analistas de la historia —el español Manuel Castells, entre ellos— consideran que hay una cierta discontinuidad entre el proceso científico que sustentó a la revolución industrial de la máquina de vapor y el que vino cien años después con la invención de la electricidad, el teléfono, el telégrafo y el motor de combustión interna. Y hablan por eso de tres revoluciones industriales: la primera vinculada a la máquina de vapor, la segunda a la electricidad y la tercera a la electrónica. División que se funda en las energías de naturaleza diferente imperantes en cada época. Cada una de las revoluciones industriales tuvo su cuna: Inglaterra para la primera, Alemania y Estados Unidos para la segunda y Estados Unidos para la tercera. Afirman que el conocimiento científico necesario para desencadenar las innovaciones tecnológicas se desarrolló principalmente en esos países, aun cuando los cambios tecnológicos no son acontecimientos aislados sino que obedecen a una secuencia que viene de atrás y que acumula conocimientos que en un momento dado, con la presencia de un científico innovador, permiten dar un salto cualitativo en las formas tecnológicas.
Castells anota como hecho curioso que un lugar llamado Silicon Valley, situado a 48 kilómetros al sur de San Francisco de California, se convirtió a partir de 1956 en un centro extraordinario de actividades científicas que iniciaron la revolución electrónica. Bajo el liderazgo de la Universidad de Stanford y con el financiamiento del Departamento de Defensa de Estados Unidos convergieron allí científicos de varios lugares del mundo para unir sus conocimientos e intercambiar experiencias en torno a las nuevas tecnologías. Hacia allá concurrieron William Hewlett y David Packard —los creadores de la empresa Hewlett-Packard—, William Shockley —el inventor del transistor—, Bill Gates —el fundador de Microsoft para dar el sistema operativo a los microordenadores—, jóvenes ingenieros de los Laboratorios Bell y muchos otros brillantes investigadores.
Nacieron allí por esos años las empresas más importantes del ramo electrónico, como Apple, Comeco y North Star. Silicon Valley se convirtió así en el centro nervioso que dio origen a la revolución digital de nuestros días.
La extendida aplicación de la microelectrónica en fábricas y oficinas dio nuevo impulso al trabajo humano. El microprocesador chip de silicio, con su bajo costo y su miniaturización, permite dotar de un cerebro y memoria prodigiosos a cualquier equipo diseñado por el hombre.
Los ordenadores originarios eran aparatos muy grandes que ocupaban salas enteras. Hoy se han miniaturizado hasta extremos impresionantes. Para tener una idea de cuánto han evolucionado resulta muy ilustrativa la explicación que hace Christopher Evans en su obra “Les Géants Minuscules” (1979). Dice que el cerebro humano tiene aproximadamente 10.000 millones de minúsculas unidades binarias, llamadas neuronas. Si a alguien se le hubiera ocurrido construir un ordenador durante la década de los cincuenta —ordenador de la primera generación— que tuviera la misma capacidad del cerebro humano, hubiera tenido que montar un aparato del tamaño de la ciudad de París y para ponerlo en funcionamiento habría requerido toda la energía eléctrica de la red del metro. Con los transistores de los años sesenta, un ordenador de igual capacidad hubiera tenido el volumen del Teatro de la Opera de París y hubiera podido funcionar con un generador de diez kilovatios. El mismo ordenador hubiera sido del tamaño de un autobús y habría podido ser conectado a la red eléctrica ordinaria, con el circuito integrado y la tecnología disponibles en los años 60. Y a partir de 1980, concluye Evans, un ordenador de igual potencia alcanzaría el tamaño del cerebro humano pero se iría reduciendo incesantemente, como en efecto ha ocurrido, con el sorprendente proceso de miniaturización de la tecnología electrónica que vino después.
La potencia y capacidad de los ordenadores ha entrado en la era del crecimiento exponencial y sus influencias para transformar la industria y la economía y la sociedad son simplemente impredecibles. Es muy difícil, incluso, captar el concepto matemático de lo exponencial para poder imaginar el desarrollo futuro de la revolución electrónica. El escritor y político francés Jean-Jacques Servan-Schreiber, en su libro “El Desafío Mundial” publicado en 1980, trata de explicar con un ejemplo el efecto del crecimiento exponencial. Escribe que si tomáramos una hoja de papel de grosor medio y pudiéramos doblarla por la mitad cincuenta veces —olvidando por un momento la dificultad física de hacerlo— el grosor del papel, después de terminada la operación, sobrepasaría teóricamente la distancia que nos separa de la Luna y también la de Marte y alcanzaría el cinturón de los asteroides.
Este es el concepto matemático del crecimiento exponencial, y eso que en el ejemplo sólo hemos acudido al factor exponencial 2, es decir, al efecto meramente duplicador. Pues bien, la tecnología electrónica ha entrado en la era del crecimiento exponencial y esto vuelve simplemente impredecibles sus efectos sobre la organización social, la economía y las relaciones de producción del futuro.
Empero el proceso de la revolución industrial no sólo comprende el afinamiento de la tecnología en la construcción de equipos y herramientas, cada vez más sofisticados y eficaces, sino también la incorporación de ella a las tareas administrativas del Estado y de las empresas privadas. Se ha dado con ello lo que el escritor norteamericano Peter F. Drucker, en su obra “Post-Capitalism Society” (1993), llama la “revolución administrativa” propia de la moderna “sociedad del conocimiento”, que consiste en la extremada racionalización de la organización de la sociedad, de su gobierno, del proceso de la producción y del trabajo social para obtener los mejores rendimientos. Esta nueva forma de organización grupal, que este y otros autores llaman “postcapitalismo”, nace de la aplicación del conocimiento científico a los procesos sociales contemporáneos.
La invención del transistor, que reemplazó a las válvulas de vacío anteriores, dio origen a una generación de ordenadores más rápidos, más potentes, más eficientes y más pequeños. Ellos se han desarrollado rápidamente desde la primera hasta la quinta generación.
En el año 2005 la empresa IBM construyó el supercomputador más poderoso y rápido de la historia hasta ese momento: el Blue Gene/L, capaz de realizar 200 trillones de operaciones en un segundo. El aparato consumía quince veces menos energía y era entre cincuenta y cien veces más pequeño que las más rápidas supercomputadoras de su tiempo. Tres años más tarde, la misma International Businees Machines (IBM), duplicando el récord de velocidad establecido por su Blue Gene/L, construyó en el Laboratorio Nacional de Los Álamos el ordenador más potente y rápido del mundo en ese momento: el Roadrunner, que alcanzó la velocidad de 1,7 petaflops, es decir, más de 1.000 trillones de operaciones por segundo. El flop es, en el mundo de la informática, el acrónimo de floating-point operations per second, y el petaflop es 1.000 trillones de operaciones por segundo. Para tener una idea de lo que esto significa se podría decir que los 7.290 millones de personas del planeta (cifra del 2016), con una calculadora electrónica casera cada una, demorarían 46 años de trabajo ininterrumpido para completar el cúmulo de cálculos que el nuevo computador hace en un solo día. El supercomputador militar Roadrunner fue destinado también a cuidar la seguridad de las instalaciones y los arsenales nucleares norteamericanos en el desierto de Nuevo México, pero además se ocupa de las áreas científicas de la astronomía, la genómica y el cambio climático.
A partir de 1955 en que el científico hindú Narinder Kapany descubrió las potencialidades de la fibra óptica y de su primera aplicación en 1977 por la compañía norteamericana AT&T, que tendió los cables de este material bajo las calles de Chicago, se abrió en el campo de las comunicaciones la posibilidad de transmitir la información en mayor volumen, a mayor velocidad y a distancias más grandes.
Por eso, algunos pensadores hablan de una revolución industrial intermedia: la de las comunicaciones, situada entre la primera revolución industrial que tomó impulso en el siglo XIX y la revolución electrónica de nuestros días.
La fibra óptica es un cable de vidrio más fino que un cabello, destinado a la transmisión de la luz. Consiste en un núcleo cilíndrico de cristal de cuarzo (sílice fundido) de altísima pureza, rodeado de un revestimiento concéntrico del mismo material. Durante los últimos treinta años la investigación científica ha producido cinco “generaciones” diferentes de fibra óptica, cada vez más eficiente. Ella ha remplazado al cable de cobre, con la ventaja de que no es metálica, como éste, sino de vidrio, y utiliza luz y no electricidad para transmitir la información, lo cual da una gran calidad a la señal transmitida porque está libre de interferencias eléctricas y no puede ser interceptada.
La fibra óptica es tan fina que miles de cables de cobre pueden ser sustituidos por uno solo del nuevo material, que además resulta mucho más fácil de mantener y de cuidar.
La fotónica —que es la transmisión de información en forma de señal óptica a alta velocidad mediante impulsos de rayos láser enviados a través de cables de fibra óptica— será la tecnología del siglo XXI en materia de comunicaciones. Y ahorrará la conversión de la señal óptica en eléctrica para que pueda cursar por el cable de cobre. La señal óptica llegará sin conversiones a su destinatario. Para usar la nueva tecnología, las empresas AT&T y Kokusai Denshin Denwa proyectan tender un cable submarino por el Océano Pacífico con una capacidad de 500 mil llamadas telefónicas simultáneas, esto es, doce veces mayor que la de los actuales cables transoceánicos.
La incorporación de la informática a todos los campos de la vida humana ha transformado no sólo las relaciones de producción sino la totalidad de las actividades humanas. La extendida aplicación de la microelectrónica en fábricas y oficinas les ha dado nuevo impulso. El microprocesador chip de silicio, con su bajo costo y su miniaturización, ha permitido dotar de cerebro y memoria prodigiosos a cualquier equipo diseñado por el hombre.
Una de las mayores y más sofisticadas expresiones actuales de la informática es, sin duda, internet, creada en Estados Unidos en 1979 para interconectar un gran número de centros de investigación, universidades, bibliotecas, archivos, museos y laboratorios. Se trata de una gigantesca “telaraña electrónica” de computadoras enlazadas que cubre el planeta con su información. A través de ella pueden obtenerse en cualquier parte del mundo los datos que se requieran sobre miles y miles de temas distintos. No hace falta más que apretar unas teclas del ordenador e inmediatamente la pantalla presenta el “menú” de posibilidades de información. El investigador puede entonces seleccionar la que desea y tendrá enseguida ante sus ojos todo el material que se haya publicado sobre un asunto.
Internet abre horizontes inimaginables al desarrollo científico y se ha constituido en el símbolo de la >sociedad del conocimiento.
Forma parte de esta red el llamado correo electrónico (expresión tomada del inglés electronic mail o E-mail) que es un sistema para comunicarse y mantener correspondencia, a través de la pantalla de la computadora, con personas situadas en diferentes lugares del mundo. Ya no se necesita papel ni hace falta echar una carta al buzón del correo. Basta con escribir en el ordenador el mensaje que se desea transmitir para que sea recibido en el acto por otro u otros ordenadores en cualquier lugar del planeta. Por este medio se pueden enviar cartas, planos, dibujos, archivos, fotografías y cualesquier textos o gráficos que puedan almacenarse en el disco duro del ordenador.
Estamos en los umbrales de una nueva revolución industrial que, como sus antecesoras, modificará por su base la organización de la sociedad, transformará sus actividades productivas, reformará las relaciones de trabajo, creará nuevos grupos de poder económico y político y afectará el comercio internacional, aunque en una escala mucho más amplia, profunda y globalizada que las revoluciones anteriores: será la revolución nanotecnológica, basada en el manejo y manipulación de cuerpos de escala ínfima.
Fruto de las investigaciones de la nanociencia, la <nanotecnología (del latín nanus, que significa “enano”) es una nueva dimensión tecnológica, que se propone manipular el comportamiento y propiedades específicas de los materiales en escalas mínimas para crear otros más eficientes, resistentes, dúctiles y durables.
El objeto de estudio y de trabajo de la nanotecnología es la dimensión nanométrica de las cosas. Se sumerge en las escalas ínfimas de ellas, donde se produce un cambio fundamental en las propiedades, características y comportamientos de la materia. Llámase “efecto cuántico” a la modificación de las propiedades físicas y químicas de la materia en función de su escala nanométrica.
Las escalas en que se mueve la nanotecnología son diminutas. Pensemos en que un átomo de hidrógeno mide 0,1 nanómetros de diámetro y el tamaño de una molécula de ADN es de 2,5 nm. El nanómetro es la medida de longitud que representa la millonésima parte de un milímetro. Es curioso observar que la resistencia, la durabilidad, la consistencia, la conductividad eléctrica, la reactividad, la elasticidad, entre otras propiedades, cambian en los elementos dependiendo de su escala.
En la medida en que, al actuar sobre las estructuras moleculares y los átomos, descubre y aprovecha las propiedades totalmente nuevas de ellos, la nanotecnología tendrá repercusiones en todos los ámbitos productivos, desde la química hasta la física cuántica, desde la medicina a la industria, desde la biología a la informática, desde la agricultura a los transportes, desde las comunicaciones a la robótica. Para dar una idea de lo que se avecina es preciso saber que la nanotecnología estará en posibilidad de crear, a través de la producción molecular, nuevas y mejores materias primas para la producción industrial, dotadas de características hasta hoy desconocidas en los materiales tradicionales.
Muchas y muy beneficiosas podrán ser las consecuencias económicas y sociales de la futura revolución industrial nanotecnológica. Sin embargo, como ha ocurrido con las anteriores revoluciones industriales, podrá ella tener un impacto negativo sobre los países atrasados, especialmente sobre aquellos cuya economía es excesivamente dependiente de la exportación de uno o más productos básicos. Representantes de estos países, en el curso del primer diálogo norte-sur sobre nanotecnología realizado en Trieste y patrocinado por las Naciones Unidas en febrero del año 2005, dejaron ver su preocupación en torno a los retos y oportunidades de la revolución nanotecnológica no solamente por la “brecha” de conocimientos que en materia de ingeniería cuántica les separa de los Estados del norte sino también por el peligro de que en la “era de la nanotecnología” sus exportaciones básicas puedan ser sustituidas por otras más baratas y resistentes, fruto de la revolución nanotecnológica de los países industriales.
El cobre es una de las materias primas amenazadas puesto que la futura producción de los denominados nanotubos, que son moléculas largas y delgadas de carbono cristalino puro de uno a tres nanómetros de diámetro —es decir, de una a tres milmillonésimas partes de un metro—, por varios milímetros de longitud, de forma tubular, que ofrecen una conductividad eléctrica superior (sin pérdidas de energía), reemplazará a la de los cables de cobre tradicionales. Cada nanotubo puede conducir hasta veinte microamperios de electricidad, de modo que un cable de media pulgada de grosor integrado por un haz de nanotubos tendría la capacidad de conducir más de cien millones de amperios de corriente eléctrica. Pero además los nanotubos son también capaces de transmitir señales electrónicas a un chip con mucho mayor rapidez que los cables tradicionales de cobre o de aluminio. El profesor Peter Burke de la Universidad de California explicó en el 2005 que, según sus investigaciones, los nanotubos pueden transmitir señales electrónicas de un transistor a otro mucho más rápidamente que los materiales tradicionales, de modo que se abren grandes perspectivas de aplicación de las moléculas cilíndricas de carbono puro a la electrónica. Pronto ellas reemplazarán al cobre en el cableado de interconexión entre los transistores de la misma manera como a finales de los años 90 del siglo anterior el cobre sustituyó al aluminio porque era más rápido para conducir las señales eléctricas.
La irrupción del nuevo material afectará los intereses comerciales de los grandes productores mundiales de cobre: Chile, Estados Unidos, Australia, Indonesia, Zambia y otros países. El más afectado será Chile, como primer proveedor de este metal y poseedor de aproximadamente un tercio de las reservas mundiales. La venta de cobre representa para Chile el mayor componente de sus exportaciones —45% en el año 2004— y una de las mayores fuentes de empleo para su población económicamente activa.