César Cantú, en su monumental “Historia Universal” (1846), relata que Luis XVI, al oir el vocerío del pueblo insurrecto en las afueras del palacio, preguntó ingenuamente: “¿Es un motín?” Y el duque de Liancourt le respondió: “Señor, decid más bien una revolución”.
Todo ocurrió muy rápidamente. La insurrección popular se tomó las calles de París, derrocó el gobierno municipal e instauró allí una comuna rebelde. Asaltó el palacio real de las Tullerías. En la acción murieron los guardias suizos que lo custodiaban y también algunos aristócratas que se quedaron para defender a la familia real.
Los motines y acciones de violencia culminaron en París 14 de julio de 1789 con el asalto a la Bastilla, que era símbolo del absolutismo monárquico. Fueron los sans culottes —los descamisados— sus principales protagonistas. Ellos extendieron la revolución hacia las provincias y contagiaron el virus insurreccional a los campesinos que, movidos por odios seculares, asaltaron castillos y destruyeron conventos.
Todo ocurrió vertiginosamente. Los parisienses comenzaron a salir a las calles —armados con pistolas, puñales, hachas y otras armas caseras— en la tarde del 12 de julio, y se produjeron los primeros choques con las tropas del gobierno. La masa enardecida invadió al día siguiente las calles y dio inicio a la insurrección popular. Las tropas de la monarquía comenzaron a retroceder y grupos de soldados se adhirieron al alzamiento revolucionario. El 14 de julio la muchedumbre, bajo las órdenes del joven periodista y abogado Camilo Desmoulins, marchó sobre la fortaleza y prisión de la Bastilla —que era el signo emblemático del antiguo régimen— y, resistiendo la descarga de fuego lanzada desde lo alto de sus ocho torreones —en lo que fue el gran estallido revolucionario y la primera sangría popular—, la asaltó, la tomó y la destruyó. La cabeza del marqués Bernard-René Jordan de Launay, gobernador de la fortaleza, paseaba sobre la pica de un combatiente. Se rindieron las tropas monárquicas y el pueblo festejó en la noche el triunfo revolucionario en un París iluminado por las antorchas de los insurgentes.
La ola libertaria se extendió por toda Francia.
Y las “bastillas” del ancien régime resultaron impotentes para impedir el libre pensamiento y sofrenar la insurgencia del estado llano contra el despotismo, la arbitrariedad, la ineptitud y la soberbia de la coalición reaccionaria formada, desde viejos tiempos, por la nobleza y el clero europeos.
Mientras todo esto ocurría, la ociosa nobleza francesa y sus cortesanos —exentos del pago de impuestos— seguían entregados al disfrute frívolo del poder con sus fiestas, banquetes, bailes y ceremonias en los lujosos palacios reales. Y, por supuesto, los gastos de la casa real y el mantenimiento de los innumerables cargos honoríficos de la enorme y parasitaria cúpula cortesana eran descomunales. Las finanzas fiscales estaban en la más escandalosa quiebra. Y ninguno de los ministros de la economía pudo solventar la situación que se arrastró a lo largo de las décadas de los reyes disolutos: el adolescente Luis XV y Luis XVI.
Pero allí había una incongruencia histórica. A pesar de su retardatario gobierno de derecho divino, Francia era el centro cultural de Europa. Su lengua era utilizada por gobernantes y diplomáticos europeos. En la Corte de Viena se hablaba francés. Las ideas de Rousseau, en su “Contrato Social”, se difundieron por los ámbitos culturales y políticos europeos. Catalina de Rusia convocó a los arquitectos franceses para que remodelaran la capital de su imperio. Los pensadores galos Denis Diderot y Jean Le Rond d’Alembert, al frente de un equipo de más de ciento cincuenta filósofos, humanistas, historiadores, literatos, científicos, juristas y hombres notables de aquel tiempo, prepararon la edición de su “Encyclopédie, ou Dictionnaire Raissoné des Sciences, des Arts et des Métiers”, cuyas ideas inspiraron la Revolución Francesa. En ella colaboraron Juan Jacobo Rousseau, François-Marie Arouet —mejor conocido como Voltaire—, Charles-Louis de Secondat —Montesquieu—, Étienne Bonnot de Condillac, Louis De Jancourt, Claude-Adrien Helvetius, Paul Henri Thiry —Barón d’Holbach—, André Morellet, el abate Ivon, Louis-Jean-Marie Daubenton, Jean-François Marmontel, François Quesnay, Anne-Robert-Jacques Turgot, Fréderic-Melchior Grimm —Barón von Grimm—, quienes afrontaron a lo largo de veintiséis años toda clase de amenazas, dificultades y riesgos provenientes del poder político y del poder religioso.
El primero de los veintiocho volúmenes apareció en París en 1751 y el último en 1772.
Denis Diderot fue encarcelado en 1749 por sostener ideas peligrosas para la monarquía y la Iglesia Católica. Y por esos años el noble cortesano Chevalier de Rohan mandó a sus lacayos apalear al admirado filósofo, historiador, escritor y jurista Voltaire y gestionó ante el rey una orden de prisión contra él. Voltaire fue a parar en la Bastilla por algún tiempo. Cuando salió de la prisión desafió a duelo a de Rohan, pero éste respondió que no estaba dispuesto a cruzar espadas con individuos pertenecientes a las “clases inferiores”, lo cual encendió el ánimo revolucionario de numerosos intelectuales burgueses que se convirtieron en líderes del alzamiento, entre ellos Marat, Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint-Just y varios otros.
En su desesperado afán de salvarse, el monarca —que había huido del palacio para refugiarse en la Asamblea Nacional— convocó a los Estados Generales —que no se habían reunido desde 1614—, a los que debían concurrir los tres estamentos de la sociedad francesa tradicional: la nobleza (primer estado), el clero (segundo estado) y la burguesía (tercer estado). Los Estados Generales eran una especie de órgano consultivo o parlamento, de poderes muy limitados, al que debían concurrir los tres órdenes tradicionales de la sociedad monárquica.
Se instalaron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Sus asesores tuvieron que desempolvar los viejos reglamentos y usanzas que regían la operación de ellos. Cada uno de los estamentos, según dictaba la tradición, debía ocupar un lugar determinado de la sala. De acuerdo con las normas del ceremonial, los miembros del clero y los nobles debían presentarse de gran gala, con plumas, bordados y mantos, y los del estado llano en simple traje negro y sombrero de tres picos. Las votaciones no eran por individuos sino por estamentos, de modo que la unión de las voluntades de la nobleza y el clero hacían una mayoría incontrastable.
Bajo estas normas se reunieron los Estados Generales en Versalles. Concurrieron 270 miembros de la nobleza, 291 del clero y 578 representantes del tercer estado. Seis semanas después, en el curso de sus accidentadas deliberaciones, ocurrió un hecho que tuvo influencia decisoria en la orientación de los acontecimientos posteriores: los diputados del llamado tercer estado, conscientes de que representaban al 96% de la nación —como alguno de ellos expresó—, resolvieron instalarse en Asamblea Nacional para “fijar la Constitución del reino, realizar la regeneración del orden público y mantener los verdaderos principios de la monarquía”. Y, aunque este hecho no implicó una ruptura total con la institución monárquica puesto que solamente fue el intento de poner limitaciones jurídicas a un poder que hasta ese momento había sido absoluto, dio comienzo a la institucionalización del movimiento revolucionario.
A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron.
Ante la sospecha de que el monarca pretendía anular las resoluciones de la Asamblea, los diputados, reunidos en la cancha de juego de pelota en la terraza de las Tullerías de París por iniciativa del diputado José Ignacio Guillotin (el médico francés que inventó la guillotina para volver más eficaz y menos cruel la ejecución de la pena capital), juraron no separarse hasta haber dado a Francia una Constitución.
Poco tiempo después —el 9 de julio de 1789— ellos adoptaron el nombre de Asamblea Nacional Constituyente bajo la inspiración del abate Sieyès y su teoría sobre el “poder constituyente” y los “poderes constituidos”.
Por orden de Dantón el pueblo tomó por la fuerza la Commune de París el 9 de agosto de 1792 y los líderes populares asumieron todos los poderes de la ciudad. La revolución se extendió por la geografía francesa. En todas partes se formaron ayuntamientos revolucionarios. Se desencadenó una vasta insurrección campesina de caracteres anárquicos y violentos. Bandas de sans culottes asaltaron castillos y destruyeron conventos. Asustados por la violencia, los grandes aristócratas —los Artois, los Polignacs, los Condés, los Enhien, los Borbones— huyeron de Francia y se refugiaron en Suiza, Flandes y en los pequeños reinos alemanes de la frontera renana.
Los líderes revolucionarios solían usar el gorro frigio como símbolo de la libertad, el laicismo y el republicanismo que propugnaban. Y él terminó por instituirse en emblema de la revolución. Su antecedente histórico se remontaba a la vieja ciudad de Frigia, en Asia Menor, donde los esclavos liberados lo usaron a partir de su liberación. Y formó parte también del atuendo de los libertos en la antigua Grecia y en el Imperio Romano. De modo que desde aquellos remotos tiempos el gorro frigio estuvo asociado a la emancipación de la esclavitud.
Con este antecedente histórico, durante los procesos revolucionarios del siglo XVIII en Estados Unidos y Francia el gorro frigio se convirtió en un elemento iconográfico. Lo usaron los combatientes norteamericanos en sus guerras libertarias contra la potencia colonialista inglesa (1775-1783) —por eso el gorro frigio se incorporó al escudo del Department of the Army en 1775 y al escudo del United States Senate en 1886— y lo adoptaron los revolucionarios franceses en 1792 —bonnet de la liberté o bonnet rouge— en su lucha contra la monarquía. La usanza de los revolucionarios franceses fue tomada por los republicanos españoles durante las efímeras Primera República en el año 1873 y Segunda República entre 1931 y 1939. Y a comienzos del siglo XIX se convirtió en un emblema internacional de la libertad y el republicanismo, hasta el punto que lo usaron los combatientes de algunas de las luchas independentistas latinoamericanas y lo incorporaron a sus escudos nacionales al nacer sus países a la vida soberana.
Volviendo a la revolución de Francia, en la mañana del 21 de enero de 1793, en la Plaza de la Revolución, Luis Capeto, Rey de Francia —condenado a muerte por los jacobinos—, subió al cadalso y la cuchilla de la guillotina cayó sobre su cuello. La muchedumbre estalló de emoción: ¡Viva la revolución!, “Viva la república! Y poco tiempo después la reina María Antonieta corrió la misma suerte.
Había triunfado la revolución. La guillotina decapitó las testas coronadas y los viejos principios del <absolutismo monárquico.
Siguió adelante el proceso de profunda e irreversible transformación social. El clero y la nobleza perdieron sus privilegios, los bienes de la Iglesia fueron expropiados, la teoría de la soberanía nacional sustituyó al derecho divino de los reyes, la forma de gobierno republicana desplazó a la monárquica, el decisionismo autoritario de antes cedió el paso a los inalienables derechos del hombre y la arbitrariedad de los gobernantes fue reemplazada por el <constitucionalismo como régimen de organización del poder político.
Con el triunfo de las armas revolucionarias se abrió en la historia una nueva era: la edad contemporánea, y, en ella, una nueva clase social asumió la posición hegemónica: la burguesía. Ésta se convirtió en la clase dominante de la nueva organización social. Pasó de su condición de clase media, que integraba el llamado estado llano del antiguo régimen, a sustituir a la <aristocracia de la sangre. Su ilustración, preparación y riqueza pronto le permitieron convertirse en la clase hegemónica del período capitalista que se abría. Concentró en sus manos los instrumentos de producción. Tuvo acceso a la >tecnología. Se apropió de la mayor parte de los excedentes del proceso productivo. Acumuló mucha riqueza. E impuso su dominio nacional e internacional por largo tiempo en el mundo.
En la Revolución Francesa es factible distinguir varias etapas puesto que comprende un tramo de la historia de Francia en que, como consecuencia de la serie de acontecimientos violentos, se produjeron cambios fundamentales en las relaciones políticas, sociales y económicas. De acuerdo con Jean Egret, la “fase prerrevolucionaria” se extendió desde 1787 hasta 1789. Fue el período preparatorio de la revolución. Después vinieron dos fases propiamente revolucionarias: la “revolución burguesa” o “revolución de la libertad” —cuyos testimonios más importantes fueron la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789 y la primera Constitución escrita de Francia del 3 de septiembre de 1791— y la “revolución de la igualdad”, ligada a los encendidos debates entre los girondinos y los jacobinos y a las resoluciones de la Convención, que se extendió desde 1792 a 1794. Esta fase comprende el período del terror implantado por los comités de salud pública bajo el liderazgo de Robespierre y de Saint-Just, que finalizó el 9 termidor del año II (27 de julio de 1794).
Hay varios historiadores que sostienen que aquí concluyó el proceso revolucionario de Francia mientras que otros lo extienden hasta 1815, con inclusión del período de Napoleón, en el que se institucionalizaron algunas de las conquistas de la Revolución.
En todo caso, ella fue durante mucho tiempo y es aún hoy un tema de apasionada discusión. En las universidades se crearon cátedras sobre la Revolución Francesa. El republicano Victor Alphonse Aulard (1849-1928) ocupó la de la Sorbona. Adolphe Thiers, F. Mignet, Thomas Carlyle, Alphonse de Lamartine, Jules Michelet y Louis Blanc hicieron aportes historiográficos de gran importancia sobre el tema entre 1823 y 1847. Unos glorificaron a los girondinos, otros a los jacobinos. Escritores conservadores como Edmund Burke (1790), Hipólito Taine (1876), Joseph de Maistre (1800) y Louis de Bonald (1794) condenaron la Revolución y le atribuyeron todas las calamidades públicas. Los dos últimos, inspirados por la Iglesia Católica, sostuvieron la naturaleza demoníaca de la Revolución: fue un castigo divino impuesto al libertino y descreído régimen monárquico.
La crítica conservadora provino especialmente desde el exterior y siempre llevó incursos la exaltación del ancien régime, la defensa de la “valiente” nobleza, la canonización del “virtuoso” clero, el ensalzamiento de la Corte de Versalles y, por supuesto, la condena al grande terreur.
En lo que fue la primera interpretación socialista de los acontecimientos, el historiador y político Louis Blanc (1811-1882) sostuvo que la gran debilidad de la Revolución Francesa fue la corta duración del terror que no permitió profundizar más los cambios sociales. Según el pensador francés, el terror fue el que eliminó las huellas feudales de Francia y produjo ciertos “indicios” de ideas socialistas con Roux, Hébert, Chaumette y Babeuf. En general, el punto de vista de los teóricos marxistas, con su proverbial sectarismo, es que ella fue una “revolución burguesa” que se limitó a reemplazar un grupo explotador por otro, hizo cambios superficiales y los quince años de la dominación napoleónica no fueron más que la exacerbación del “patrioterismo burgués”. Con todo, Lenin no dejó de referirse a aquella como la “grande revolución” que movilizó extensas masas populares.
Por supuesto que siempre estuvo claro para marxistas y no marxistas que la de Francia fue una revolución burguesa y no una revolución socialista. Sus limitaciones en el orden laboral quedaron de manifiesto tempranamente con la Loi le Chapelier promulgada en 1791, que prohibió a los obreros organizarse en corporaciones o impulsar huelgas. Pero la Revolución promovió la sustitución de una clase social por otra en el ejercicio del poder e introdujo cambios estructurales en la organización política, social y económica de Francia.
El filósofo y líder socialista francés Jean Jaurès, en su “Histoire Socialiste de la Révolution Française” (1901), fue el autor de un lúcido y consecuente enjuiciamiento sobre los acontecimientos, a los que consideró como el fruto del enfrentamiento de clases —la burguesía contra la nobleza y el clero— con cuyos cambios sociales quedaron sentadas las bases para la futura transformación socialista.
Los grandes y trascendentales valores de la Revolución de Francia, que se regaron por el mundo civilizado y que se plasmaron en los textos constitucionales de los siglos XIX y XX, fueron el <constitucionalismo, el <Estado de Derecho, la >soberanía popular, la libertad de expresión, el reconocimiento de los <derechos naturales e imprescriptibles del hombre, la <división de poderes, la limitación jurídica de la autoridad publica, la garantía de que nadie puede ser enjuiciado ni penado sin una ley que describa como delictiva su acción, la separación de la <iglesia y el <Estado, la educación laica, el <laissez faire en las relaciones de la producción, la empresa libre, el imperio de las fuerzas del mercado en la conducción de la economía, la libre competencia, la no injerencia del Estado en el proceso económico.
Con ella se estableció la separación definitiva de la iglesia y el Estado. La Iglesia Católica perdió todo su inmenso poder. Se confiscaron sus bienes —en ese momento ella era la mayor terrateniente de Francia— y se eliminaron los privilegios del clero. En 1790 se suprimió su facultad para imponer impuestos a los campesinos sobre sus cosechas. Se promulgó una ley que convirtió a los miembros de la clerecía en empleados del Estado.
Los escritos del pensador inglés John Locke (1632-1704), en los que proclamaba la libertad como un derecho natural de cada persona y calificaba a los gobernantes como meros “delegados” del pueblo “soberano” —que representaron una blasfemia para la tesis del derecho divino de los reyes, de quienes se decía que recibían el poder directamente de dios—, se convirtieron en la antorcha libertaria que iluminó y liberalizó Europa.
La teoría económica liberal está contenida en las obras de los economistas de la escuela clásica y de modo especial en las de Adam Smith (1725-1790), David Ricardo (1772-1823) y James Mill (1773-1836), quienes sostenían que la actividad económica de la sociedad está sometida a sus propias leyes —que son leyes naturales— en las que no debe intervenir la autoridad pública.
Para lograr este propósito usaron la conocida fórmula del laissez faire, laissez passer, que no fue inventada por los economistas clásicos sino por los economistas de la <fisiocracia, para combatir las restricciones aduaneras del <mercantilismo, pero que en todo caso excluye toda participación del Estado en el proceso económico de la sociedad.
Y es que los economistas de la escuela clásica estuvieron convencidos de que dentro del libre juego de las fuerzas económicas, al chocar entre sí intereses individuales opuestos, se genera en el proceso de producción, circulación y distribución de bienes un efecto estabilizador que alcanza los necesarios equilibrios o que los restaura en caso de que, momentáneamente, se hayan perdido.
Cualquier intromisión de la autoridad estatal en el juego de las leyes “naturales” de la economía —que ellos veían como un mecanismo perfecto que se ponía en marcha, se impulsaba, se frenaba y se lubricaba a sí mismo, automáticamente— no haría más que dañar su funcionamiento.