El fascinante mundo de la informática —internet, internet 2, next generation internet, grid software, ciberespacio, robótica, telemática, realidad virtual, correo electrónico, inteligencia artificial, dinero electrónico, prensa digital y demás prodigios de la cibernética— ha producido un profundo cambio en las formas de organización social, en la cultura y práctica políticas, en la educación, en las telecomunicaciones, en los modos de producción económica, en las finanzas públicas y privadas, en el intercambio y distribución de los bienes y servicios de naturaleza económica y, en general, en todos los ámbitos de la vida social.
El dinamismo de la era electrónica es impresionante. Pensemos en internet. En un minuto de un día cualquiera de agosto del 2017 se cursaron 21 millones de mensajes de WhatsApp, se enviaron 150 millones de correos electrónicos —emails—, se abrieron 2,78 millones de vídeos, se escucharon 38.052 horas de música Spotify —según datos de la compañía consultora de telecomunicaciones Excelacom Inc., fundada en el año 2000 con sede en Estados Unidos— y se prestaron masivamente muchísimos otros servicios alrededor del planeta a través de la red mundial. Y esos índices no han dejado de crecer minuto a minuto, hora por hora, día por día.
La revolución digital, al sustituir la cultura escrita por la cultura audiovisual, ha modificado todas las actividades individuales y colectivas basadas en la imprenta, ha reemplazado los átomos por los bits —que se mueven por el planeta a la velocidad de la luz—, ha sustituido el papel escrito por la pantalla electrónica y las bibliotecas por los bancos de datos conectados a terminales de computación. Y con ello ha abierto una nueva era histórica: la era electrónica, en la que el homo sapiens ha cedido su lugar al homo digitalis.
Jamás la humanidad ha producido tanto conocimiento y guardado tanta información como en la actual era digital. Una de las claves del desarrollo humano a través de los tiempos ha sido el almacenamiento de la información, desde los papiros —que eran las láminas extraídas del tallo de la planta del mismo nombre originaria del Oriente (de la familia de las Ciperáceas) en las que los escritores antiguos solían fijar sus manuscritos— hasta el actual almacenamiento digital de la era informática, pasando por el libro y la biblioteca de las épocas anteriores.
En la primera década de este siglo, las grandes empresas informáticas —Sony Corp., Amazon.com, Google Inc., entre otras—, convertidas en casas editoriales virtuales, entraron en el negocio de digitalizar masivamente libros —incluidos los de la literatura clásica— para que pudieran ser leídos, vía internet, en las pantallas electrónicas. Con este propósito escanean y digitalizan sus textos. Y, por este medio, centenares de miles de libros electrónicos —e-books—, en varias lenguas, están disponibles en la red para ser leídos en las pantallas de los ordenadores, netbooks, smartphones y otros dispositivos electrónicos con acceso a internet, desde cualquier punto geográfico del planeta, previo el pago de su respectivo precio a la empresa digitalizadora.
De modo que el usuario-lector está en posibilidad de comprar el libro virtual, incorporarlo a su biblioteca digital y leerlo libremente sin nueva conexión con internet.
La “narrativa digital”, disponible en varias lenguas, ha multiplicado la venta de libros y el número de lectores y ha facilitado el almacenamiento y transporte del material de lectura.
Pero, para los lectores de la “vieja guardia”, los libros electrónicos o virtuales carecen de la “sensualidad” del libro de papel, cuyas páginas pueden ser tocadas, subrayados sus textos y comentados en los márgenes de sus páginas.
El “excéntrico” norteamericano Michael Stern Hart fue el primero en digitalizar libros y colocarlos en la red. Fue el precursor de los libros virtuales. Lo hizo en 1992 a propósito del Proyecto Gutenberg que él alentó y dirigió por un cuarto de siglo con el fin de crear una gran biblioteca digital gratuita, integrada por más de diez mil libros exentos de derechos de autor —copyright—, que pudieran ser almacenados en la memoria de los computadores personales, transmitidos por la vía electrónica y consultados libremente por los lectores del mundo.
Dicho sea, de paso, jamás la humanidad ha producido tanto conocimiento y ha podido guardar tanta información como en la actual era digital. Una de las claves del desarrollo humano a través de los tiempos ha sido el almacenamiento de la información, desde los papiros —que eran las láminas extraídas del tallo de la planta del mismo nombre originaria del Oriente (de la familia de las Ciperáceas), en las que los antiguos solían fijar sus manuscritos— hasta el actual almacenamiento digital de la era informática, pasando por el libro y la biblioteca de las épocas anteriores.
En lo que fue la primera acción del Proyecto Gutenberg, Hart digitalizó en 1971 la Declaración de Independencia de Estados Unidos y envió una copia electrónica del documento a cada uno de los cien usuarios que en ese momento tenía Arpanet, la temprana antecesora de internet.
Hart sostenía que, en virtud de lo que él denominaba “replicator technology”, cualquier cosa que ingrese en un computador —textos, fotografías, gráficos, ideogramas, sonidos— podía ser reproducida indefinidamente.
La idea de una biblioteca electrónica y gratuita se adelantó a su tiempo y, por eso, fue incomprendida y su propugnador quedó sometido a las sospechas de excentricidad mental. Hart sostenía que el mayor valor de las computadoras era la extracción y el almacenamiento de la maravillosa información que guardan las bibliotecas.
Todo esto ha significado para la humanidad un avance sorprendente en muchas dimensiones. La velocidad es el signo de los tiempos. La dimensión temporal ha suplantado a la dimensión espacial como el factor más importante para el desarrollo de la vida humana. Las actividades sociales se han “desterritorializado”. En consecuencia, el aprovechamiento del tiempo se ha convertido en el factor clave del progreso. Los avances exponenciales de la informática, de las comunicaciones satelitales y de los transportes han empequeñecido el planeta. Lo “nacional” ha sido suplantado por lo "global”. Han emergido problemas que desbordan la capacidad individual de respuesta de los Estados y que demandan soluciones de escala internacional. Los Estados cuentan cada vez menos. El ámbito geográfico estatal es hoy menos importante que el tiempo como factor económico y social. Las “plazas financieras” ya no coinciden con la diagramación territorial de los Estados. Ha surgido la sociedad del conocimiento en la que la información —en forma de textos, gráficos, imágenes, símbolos, ideogramas y sonidos— es el “insumo” con el que trabajan los instrumentos de la producción.
La cibernética creó el ciberespacio, que es un escenario artificial —un “espacio virtual”— donde se desarrollan muchas de las actividades de las sociedades contemporáneas. Este espacio se ha superpuesto, en la sociedad del conocimiento, al territorio estatal tradicional como escenario de la actividad humana. Es allí donde se realiza on-line buena parte de las relaciones sociales. La “geograficidad” ha cedido paso a la “virtualidad” en la sustentación de las actividades humanas. La política, la información, las telecomunicaciones, las transacciones mercantiles, las operaciones financieras y la rotación de los capitales han alcanzado velocidad de vértigo y escala planetaria. Esta es una nueva realidad creada por la revolución electrónica.
Esta revolución ha rodeado a los países desarrollados de Occidente de su mayor esplendor científico y tecnológico. No sólo que les permitió triunfar en la guerra fría sino diseñar después el nuevo orden político y económico internacional tan generoso para sus intereses. Ellos dominan el “know how” científico, la educación tecnológica de última generación, la conquista del espacio, las comunicaciones mundiales, el lenguaje digital, internet y las cadenas de cine y televisión de escala planetaria.
La invasión de la informática a todos los ámbitos de la vida individual y de la vida pública, en el seno de la >sociedad del conocimiento, está llamada a producir desconcertantes cambios en todos los órdenes. En el plano político se habla de la telecracia y del televoto, es decir, de la democracia ejercida por medios y herramientas informáticos y del voto consignado desde el hogar o el lugar de trabajo a través del computador; en el orden laboral se habla del teletrabajo; en el educativo, de la tele-educación o educación en línea; en el monetario, del dinero electrónico.
La informática avasalla todo y modifica el rostro del mundo.
Hacia el futuro, con el desarrollo exponencial de la potencia de los ordenadores, advendrán efectos impredecibles sobre la sociedad, la política, la economía y las relaciones de producción.
Se prevé que en la democracia digital habrá un mayor acercamiento entre los gobernantes y los gobernados gracias a las redes de la informática. El ciudadano recibirá en su propio computador personal los informes de los gobernantes sobre su gestión y, al mismo tiempo, podrá dar a conocer sus opiniones al gobierno. En las elecciones cada elector podrá votar desde su casa por el candidato de su preferencia sin necesidad de acudir al recinto electoral. Consignará así su televoto. Y en pocos minutos se podrán conocer los resultados generales de la elección. Las consultas populares —en forma de referéndum, plebiscito o recall— podrán ser más frecuentes, precisas y rápidas.
Todo lo cual proyectaría esperanzadoras expectativas si no estuvieran de por medio hondas preocupaciones suscitadas por la ambivalencia de la revolución digital, que envuelve elementos muy positivos pero también factores terriblemente negativos en algunos de los campos de la actividad humana.
Uno de ellos es la denominada “videopolítica”, es decir, la política gestionada por medios informáticos, cuya característica principal es la sustitución de las palabras por las imágenes.
La informática en complicidad con la televisión, al suplantar la inteligencia de los actores políticos por la telegenia, la realidad por la apariencia, la verdad por la verosimilitud, la consistencia de las ideas por la eufonía y las tesis por los eslóganes en la acción política, encumbra falsos valores humanos a las alturas de la visibilidad política y del poder.
Eso entraña una degradación de la vida pública.
Las sofisticadas tecnologías digitales han abierto un amplio campo para la simulación, el engaño, el truco y el fraude políticos. Han proliferado los ghostwriters que escriben los discursos que los políticos leen como suyos, los forjadores de eslóganes, los hacedores de frases impactantes, los buscadores de pensamientos de los grandes filósofos para adornar los discursos de los políticos, los magos de la imagen y los gurús del marketing político para embaucar a la gente. La imagen del líder raramente coincide con la realidad. Por medios artificiales y artificiosos, creados por la tecnología digital, se presenta un líder político diferente del real. El >teleprompter —en el que los políticos, simulando improvisar, leen como propios discursos escritos por plumas ajenas— les atribuye la inteligencia, la cultura, la agilidad mental, la elocuencia, la información y la memoria que les hacen falta.
Todos estos logros de la revolución digital vulneran el derecho de los pueblos de conocer las capacidades y limitaciones de sus líderes.
La videopolítica, además, tiende a favorecer al <populismo, que es una de las más perniciosas aberraciones de la vida pública en los países de limitado desarrollo político, ya que ha puesto a disposición de los hechiceros populistas una serie de modernos instrumentos audiovisuales para engatusar a la gente.
De otro lado, se ha abierto en internet un debate político público que con frecuencia es desleal y bastardo porque los agentes políticos encubiertos que en él participan, escondidos detrás del anonimato, lanzan infundios, denuncias, falsedades, calumnias o difamaciones, a escala planetaria, contra gobiernos, partidos, entidades, funcionarios o personas. Bloggers inescrupulosos, movidos por hilos invisibles y usurpando identidades, desatan en línea campañas de difamación política o difunden falsas informaciones para perjudicar a instituciones o personas. Y, mientras la difamación o la falsedad recorre el mundo a la velocidad de la luz, los agredidos ni siquiera pueden identificar al agresor.
Lo mismo ocurre con los denominados trolls, que son personas que, escudadas en el anonimato, lanzan comentarios sarcásticos, ofensivos, de mal gusto o provocadores para suscitar controversias o inflamar las discusiones —flamewars— entre los usuarios de la red. Y, con frecuencia, ellos irrumpen también en la vida política con sus comentarios y agreden desde la sombra a sus protagonistas.
En gran medida son los gobiernos de bajo nivel ético o autoritarios los que, desde cuentas e identidades falsas, tratan de descalificar, deslegitimar, restar prestigio, ensuciar o amenazar a las voces críticas que contra ellos se levantan en las redes sociales de internet. Lo cual ha abierto una nueva preocupación política: la libertad en la red global de internet se encuentra amenazada, entre otros factores, por la acción de los mencionados trolls que en ella operan.
La Freedom House —entidad no gubernamental establecida en 1941 en Nueva York, con sede principal en Washington, que lucha por la libertad, los derechos humanos y la igualdad racial en Estados Unidos y el mundo—, en su informe anual "Freedom on the Net 2013", al afrontar los problemas de la libertad en internet, afirmó que existen grandes conglomerados de trolls financiados y dirigidos por los gobiernos autoritarios del mundo para coartar la libertad de sus adversarios internos y externos a través de las redes sociales de internet.
En su estudio de sesenta países en el año 2013 formuló el escalafón de ellos en función de su respeto a la libertad en internet. Los primeros lugares estuvieron ocupados por Islandia, Estonia, Alemania, Estados Unidos, Australia, Francia, Japón, Hungría, Italia e Inglaterra; y los últimos por Arabia Saudita, Bahréin, Vietnam, Uzbekistán, Etiopía, Siria, China, Cuba e Irán.
Otro elemento preocupante es la penetración cultural. Por obra de la revolución digital, el flujo de la cultura en nuestros días marca una dirección norte-sur y occidente-oriente. Y es este otro de los grandes motivos de inquietud puesto que impulsa la penetración cultural de las sociedades industriales sobre el resto del mundo a través de los sofisticados mecanismos que ha puesto en sus manos la informática.
Quiero decir con esto que es imposible modernizar las sociedades meridionales y las orientales sin “occidentalizarlas”, es decir, sin trasladarles por la vía de los progresos científicos y tecnológicos de última generación —que la revolución digital ha puesto a disposición de los países desarrollados de Occidente— los conocimientos, valores, desvalores, costumbres, usos, modas, sensibilidades y estilos de vida de los países de origen.
La cultura nórdica y occidental tiende a volverse universal. Los mecanismos de dominación política y económica internacional son hoy principalmente la innovación científica y el conocimiento tecnológico, es decir, patentes de invención, descubrimientos, universidades de excelencia, producción masiva de científicos, profesores y tecnólogos, ingentes inversiones en investigación, manejo de la tecnología de la información, dominio del lenguaje binario y gestión de la comunicación planetaria.
Los espacios audiovisuales norteamericano y europeo saturan el mundo. El inglés es la lengua dominante en la radio, la televisión, el cine e internet. Y desde allí irradian la cultura mundial —la world culture, de que hoy tanto se habla—, con gran efecto seductor en el mundo de las imágenes. Y contribuyen a agudizar el desfase entre los avances de la ciencia y los atrasos de la ética, que en nuestro tiempo es más profundo que en cualquier otra época de la historia.
Dicen Alvin y Heidi Toffler en su libro “La revolución de la riqueza” (2006) que ”la producción de arte y entretenimiento forma parte de la economía del conocimiento, y Estados Unidos es el mayor exportador mundial de cultura de masas, que incluye moda, música, series de televisión, libros, películas y juegos de ordenador”. Eso les permite ejercer una gran influencia sobre la población del mundo. “La influencia de esa basura es tan poderosa —comentan los esposos Toffler— que en otras sociedades se teme por la supervivencia de las raíces autóctonas”.
En realidad, es tan amplia y determinante esa influencia, que en un lugar tan lejano como Tombuctú en África occidental —según relatan los Toffler—, mientras que los habitantes nómadas conducen sus recuas de asnos al mercado, vestidos con sus turbantes, túnicas y velos “que esconden todo menos los ojos”, los adolescentes negros, blancos y morenos visten a la usanza occidental: con “pantalones de chándal oscuros, zapatillas deportivas de alta tecnología y anchas camisetas de baloncesto sueltas, con los nombres de equipos como los Lakers”, en tanto que “las chicas llevan tejanos ceñidos, deportivas y sudaderas”. Y añaden que, gracias a la televisión por cable que esparce las usanzas y estilos de vida estadounidenses, “los jóvenes de Tombuctú descubrieron el rap hace un par de años, pero ahora es su música favorita”.
Otro tema escabroso es el de la televisión digital que, al socaire de los progresos de la informática, ha asumido la regencia de muchas de las actividades humanas alrededor del planeta. Empieza por ser la primera “baby sitter” de los niños y después les acompaña durante las etapas de la adolescencia y de la juventud. Según estadísticas de la primera década del siglo XXI, los niños norteamericanos de hasta seis años miran una media de tres horas diarias la TV y una media de cinco horas los niños de seis a doce años. De modo que, al terminar la educación universitaria, ellos habrán visto alrededor de 25 mil horas de televisión y, por supuesto, habrán absorbido toneladas de “telebasura” a través de los talk shows, los reality shows, ciertas telenovelas y otros programas cuya truculencia y sordidez no tienen nombre.