Se llamó así, originalmente, al proceso de eliminación del analfabetismo y de promoción de la enseñanza de la cultura moderna que se impulsó en la Unión Soviética en los años 1920 a 1930, en función del viejo concepto leninista de que es necesario cambiar la percepción de los hombres y de los pueblos sobre las situaciones injustas en la organización social a fin de generar en su ánimo las condiciones subjetivas de la revolución.
Este concepto fue recogido después por el teórico marxista italiano Antonio Gramsci (1891-1937).
Más tarde, Mao Tse-tung en China denominó “revolución cultural” al movimiento que impulsó de 1966 a 1976 para eliminar todos los residuos de la “cultura burguesa” que en su concepto quedaban aún en China y posibilitar de este modo el pleno desarrollo marxista. El nombre oficial del movimiento fue “gran revolución cultural proletaria”, según la resolución tomada por la dirigencia china en la XI sesión plenaria del VIII Comité Central del Partido Comunista.
Su propósito fue borrar los últimos vestigios de la cultura capitalista supuestamente enquistados tanto en los mandos del Estado como en las jerarquías del partido. Para ello emprendió en una verdadera <caza de brujas contra todo lo que olía a “capitalismo” y a “derechismo”. Muchos funcionarios del gobierno en el ámbito central y periférico fueron destituidos o despojados de su autoridad. Se persiguió a las “autoridades académicas reaccionarias” y los cuadros del partido fueron reorganizados sin contemplación porque ellos, en concepto de los fanáticos impulsores de la “revolución cultural”, habían sido penetrados por los agentes del capitalismo hasta el extremo de que el Comité Central del Partido Comunista se había convertido en un “cuartel general burgués”, según decían.
La revolución cultural fue un <macartismo al revés: persiguió sin tregua a los infiltrados agentes del capitalismo que supuestamente habían copado los mandos estatales y partidistas de China.
Al frente del Partido Comunista y después de una dura y larga guerra de <guerrillas que inició en 1924, Mao Tse-tung conquistó el poder en China en 1949. Implantó entonces un régimen político de implacable intransigencia dogmática. Persiguió con mano de hierro no solamente a sus enemigos ideológicos sino también a los “renegados revisionistas” de sus propias filas. En ese contexto, retomando el viejo concepto leninista de la revolución cultural, Mao impulsó el movimiento al que llamó “la gran revolución cultural proletaria” con el propósito de eliminar todos los rastros de la “cultura burguesa” que en su concepto aún quedaban en China y posibilitar con ello el pleno desarrollo marxista.
La llamada revolución cultural promovió la denuncia indiscriminada contra todo lo que era o parecía elitismo o <burocratismo en el sistema comunista chino y se desmandó en toda suerte de manifestaciones iconoclastas. Las guardias rojas, que fueron las encargadas de ejecutar la tarea, cometieron toda clase de tropelías contra el arte, la literatura, la música, la educación y la cultura de China so pretexto de “purgarlas” de las influencias occidentales e irrogaron graves humillaciones a los supuestos responsables de la contaminación “burguesa”.
La revolución cultural significó una persecución inquisitorial y fanática contra todo lo que “olía” a “capitalismo” y “derechismo” en los mandos gubernativos, políticos y culturales de China.
La iniciativa de la revolución cultural perteneció al entonces todopoderoso líder Mao Tse-tung. Sus “razones” para promoverla fueron, entre otras, la idea de que un nutrido grupo de representantes de la burguesía y de revisionistas contrarrevolucionarios se había infiltrado en el Partido Comunista, en el gobierno, en el ejército y en los organismos culturales del Estado y de que, como las luchas emprendidas en el pasado para extirparlos no habían tenido éxito, era necesario emprender una verdadera revolución, de abajo hacia arriba, para derrocar a la clase que se había apoderado de los mandos políticos de la revolución china y sustituirla por otra.
Mao planteó en estos términos la misión del movimiento.
Para él era cuestión de movilizar a las masas a fin de expulsar por la fuerza a los seguidores del “camino capitalista”. Según Mao, lo que se había planteado en China, en el curso de los 14 años transcurridos a partir del triunfo de la revolución socialista de 1949, era una lucha de clases entre los “revisionistas” burgueses enquistados en el mando político del Estado y los verdaderos revolucionarios marxistas-leninistas que habían sido desplazados de él. Así interpretó Mao las diferencias de opinión ideológica que se daban en el seno de su partido y que frecuentemente conducían a enconadas luchas internas.
Para resolver esta contradicción no había sino un camino: la revolución cultural.
Ella se desencadenó a partir de la circular del 16 de mayo formulada por Mao y expedida en esa fecha del año 1966 por el buró político del Comité Central del Partido Comunista, en la que instigaban a luchar contra “la camarilla antipartido de Peng Zhen, Luo Ruiqing, Lu Dingyi y Yang Shangkun” y contra “el cuartel general de Liu Shaoqi y Deng Xiaoping”. Poco tiempo después, en agosto del mismo año, en su XI sesión plenaria, el VIII Comité Central aprobó la Decisión sobre la gran revolución cultural proletaria —que ha sido considerada, juntamente con la circular de Mao, como la propuesta programática del movimiento— y estableció el llamado Grupo del Comité Central encargado de la Revolución Cultural, dotado de muy amplios poderes para instrumentar la “continuación de la revolución bajo la dictadura del proletariado”.
La revolución cultural fue un movimiento muy complejo puesto que abarcó todos los elementos de la vida política, social, cultural y económica de China. Desde punto de vista ideológico fue un intento de purificar la doctrina marxista de sus adherencias y escorias capitalistas y, desde la perspectiva política y administrativa, fue un amplio movimiento de reorganización de los cuadros del gobierno y del partido. Durante los diez años que él duró nadie estuvo libre de sospechas de “capitalismo”. Ni siquiera los más altos personeros del Estado. Al amparo de la insubordinación general postulada por Mao para “limpiar” los elencos gubernativos y partidistas, se realizaron destituciones masivas de funcionarios en todos los niveles. Cualquier denuncia bastaba para ello. El propio secretario general del partido y Viceprimer Ministro, Deng Xiaoping —quien, después de su rehabilitación a fines de la década de los 70, se convirtió durante los últimos años en el gran líder de la reforma y apertura de China— fue separado de sus cargos y enviado a la provincia de Jianxi a trabajar como mecánico tornero a causa de la revolución cultural. Lo mismo se hizo con muchos de los más altos funcionarios sobre quienes recaían sospechas de “derechismo”. En el ámbito del Partido Comunista, se reorganizaron su Comité Central y sus organismos provinciales de dirección. La voluntad individual de Mao sustituyó a la dirección colectiva y el <culto a la personalidad del líder se exacerbó hasta el fanatismo.
La insubordinación general decretada por Mao pronto degeneró en confusión y en anarquía.
Debido al fanatismo que se puso en el intento, el proceso terminó por promover una insurrección indiscriminada contra todo lo que era o parecía elitismo o <burocratismo en el sistema comunista chino y, en tales circunstancias, la revolución cultural se le fue de las manos a Mao. Se cometieron toda suerte de acciones iconoclastas contra los más respetables miembros del partido y del gobierno. Las guardias rojas, que fueron las encargadas de ejecutar la tarea, consumaron inconcebibles tropelías contra el arte, la literatura, la música, la educación y la cultura de China, so pretexto de “purgarlas” de las influencias occidentales, e irrogaron graves humillaciones a los supuestos responsables de la contaminación “burguesa”.
Lin Biao, Jiang Qing, Kang Sheng, Zhang Chunqiao y otros líderes de la revolución cultural cometieron toda suerte de abusos de poder.
Lo cierto es que la revolución cultural china, en su fanático afán de perseguir “herejes” políticos y de precautelar la “pureza” del marxismo, terminó por ser la réplica exacta, aunque con motivaciones diferentes, de la Santa Inquisición establecida por la Iglesia Católica en la Edad Media para velar por la ortodoxia religiosa.
El líder de la <revolución cubana Fidel Castro, en sus largas e interesantes conversaciones con Ignacio Ramonet entre los años 2003 y 2005 —que dieron material al escritor y periodista español para escribir su libro “Cien horas con Fidel” (2006)—, puntualizó que entre los grandes errores de Mao Tse-tung estuvo la revolución cultural, cuyos “métodos para llevar esas ideas a la práctica fueron duros, injustos”. Concluyó que ella fue un “error de izquierda o, mejor dicho, ideas extremistas de izquierda”.
A la muerte de Mao, ocurrida en 1976, el buró político del Comité Central del Partido Comunista condenó la revolución cultural como un “desviacionismo izquierdista” del líder chino y aplastó a la llamada “banda de los cuatro” integrada por Jiang Qing, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen. Reivindicó a Liu Shaoqi, exvicepresidente del Comité Central del partido y expresidente de la República, así como a otros dirigentes estatales y del partido que habían sido víctimas del fanatismo anterior y reconoció sus méritos durante su prolongada lucha revolucionaria. Revisó y revocó en todo el país varios veredictos que consideró injustos, erróneos o basados en falsas acusaciones.
Los nuevos dirigentes del Partido Comunista chino, dentro del período de cuestionamientos que abrieron contra el gobierno maoísta, consideraron que la revolución cultural fue una funesta equivocación que causó irreparables daños a China y que infamó a importantes líderes del partido. En consecuencia, proscribieron a los más cercanos colaboradores de Mao: su viuda, el “arribista” Lin Biao y la llamada “banda de los cuatro”, a quienes acusaron de haber impulsado la revolución cultural y haber cometido toda clase de abusos de poder durante ese aciago proceso.
Se condenó también el <culto a la personalidad que en su torno había erigido el viejo caudillo comunista, se criticaron sus “errores de valoración” sobre el proceso político chino, se maldijeron su autoritarismo y su crueldad y se condenó su “desviacionismo izquierdista”, pero no se desconoció que Mao había sido el gran ideólogo y combatiente de la revolución comunista no obstantes sus grandes errores.
Poco tiempo después, en 1978, el nuevo grupo dirigente de China, bajo el liderazgo y la inspiración de Deng Xiaoping, instauró la denominada <“reforma y apertura” económica, que fue una profunda modificación teórica y práctica de las tesis marxistas en la República Popular de China. Según las propia declaraciones de los más encumbrados funcionarios del gobierno, ella trató de liberar a los cuadros dirigentes y a las masas populares de las amarras mentales del <dogmatismo y del <culto a la personalidad que habían imperado durante los duros tiempos del <maoísmo.
A raíz del XVIII Congreso del Partido Comunista Chino, reunido en Pekín en noviembre del 2012 —del que emergió Xi Jinping como el nuevo máximo líder político de China al ser elegido Secretario General del Partido—, se levantó la censura contra el libro “Bloody Myth: an Account of the Cultural Revolution Massacre”, cuyo autor fue el escritor chino Tan Hecheng, muy crítico del gobierno de Mao. El levantamiento de la proscripción que duró 26 años obedeció, con seguridad, a que durante el curso de la denominada revolución cultural Xi Jinping fue confinado por el régimen maoísta en el interior del país.
A partir del levantamiento de la censura, el libro de Hecheng —en el que se habla del sangriento mito de la revolución cultural y se denuncian los crímenes y genocidios que se cometieron en su nombre entre 1966 y 1976— se pudo abrir libremente en internet.