En la historia de América Latina ha habido muchos golpes de Estado y muy pocas revoluciones. Probablemente las únicas transformaciones que, por su hondura e irreversibilidad, han tenido carácter revolucionario han sido la alfarista de 1895 en Ecuador, la mexicana de 1910, la boliviana de 1952, la cubana de 1959 y la sandinista de 1979 en Nicaragua, aunque ésta se desvaneció porque careció de la irreversibilidad propia de una revolución. Las demás rupturas del orden constitucional en la torturada historia latinoamericana no han sido más que tramas cuarteleras que han cambiado personas en los gobiernos pero que han mantenido intocados los órdenes económicos y sociales imperantes.
El proceso revolucionario liberal de fines del siglo XIX en Ecuador, liderado por el general Eloy Alfaro (1842-1912) —generalato conquistado en los campos de batalla revolucionarios—, duró más de tres décadas de tenaz lucha por abatir el régimen conservador que, con diversos matices, se había implantado desde la independencia de España en 1822, con sólo fugaces intervalos de liberalismo restringido.
Apodado el “viejo luchador” por su tenacidad y coraje en la brega, Alfaro ganó sus galones de general en las batallas de la libertad y al frente de su ejército popular que combatió bravamente al régimen conservador-teocrático y a su orden económico feudal, en el cual la Iglesia Católica era la mayor terrateniente del país. Suyas eran las mejores y más grandes haciendas del altiplano andino. Suyos los indios que en ellas laboraban. Los hijos de los indios eran suyos también. Los “señores de misa y olla” —como los denominaba el escritor ecuatoriano Juan Montalvo, uno de los mejores prosistas de la lengua castellana en el siglo XIX— manejaron el país como si fuera una finca. Pero el gobierno revolucionario presidido por Alfaro expidió en 1908, entre otros ordenamientos jurídicos de cambio, la Ley de Beneficencia —conocida como ley de manos muertas— mediante la cual fueron expropiadas las tierras de la iglesia en favor del Estado y consagradas al servicio social. La alta jerarquía católica no tardó en protestar: “esa ley es un crimen contra la Religión, un atentado contra la sana moral, un abuso de autoridad y una violación de los derechos en que se funda el orden social”, dijo. Y concluyó: “Han dado carta de ciudadanía al comunismo”.
La revolución alfarista realizó en Ecuador una transformación institucional profunda. Sustituyó una clase social por otra en el ejercicio del poder —aunque con el paso del tiempo, asesinado el caudillo liberal y debilitados los arrestos revolucionarios, la nueva clase pactó con el ancien régime—, separó la iglesia del Estado, secularizó el gobierno, consagró la tolerancia religiosa, proclamó la libertad de cultos, implantó el <laicismo en la educación pública, abolió el concertaje (contrato mediante el cual los indios se obligaban, vitalicia y hereditariamente, a realizar trabajos agrícolas en beneficio de los dueños de las haciendas sin salario o con un salario ínfimo) y suprimió la prisión por deudas y por obligaciones de hacer, el obraje, el impuesto del 3 por mil sobre las tierras agrícolas, el pago de diezmos y primicias a la Iglesia y otras cargas feudales. Estableció la educación pública gratuita, obligatoria y laica. Implantó el matrimonio civil y el divorcio.
No obstante ser una revolución liberal, dictó las primeras regulaciones sobre jornadas de trabajo, descanso obligatorio, previsión social, trabajo de mujeres y de menores de edad, contratos individuales de labor, responsabilidad por accidentes del trabajo, protección de la maternidad, repartición de tierras agrícolas, expropiación de los fundos incultos y expidió otras normas de naturaleza social.