Por analogía con el movimiento que describe un cuerpo al girar sobre su eje, de modo que su parte superior se coloca abajo y la de abajo se pone arriba, llámase revolución, en el campo político, a la transformación profunda, violenta, acelerada e irreversible de la organización estatal, que subvierte totalmente la estructura social.
La revolución es, por tanto, un movimiento axial que entraña un cambio institucional y no simplemente personal en la organización del Estado. Esto significa que la transformación revolucionaria no se satisface con la mera sustitución de unas personas por otras en el ejercicio del poder —como ocurre con la <rebelión— sino que busca la modificación estructural de la organización social. Por eso la revolución, en la medida en que se propone una profunda reorganización de la estructura del Estado, implica un cambio de naturaleza institucional mientras que la rebelión, que solamente persigue la sustitución de los titulares del gobierno, supone un cambio de carácter personal en el Estado.
César Cantú relata en su monumental “Historia Universal” que Luis XVI, al oir el vocerío del pueblo insurrecto en las afueras del palacio, preguntó ingenuamente: “¿Es un motín?” Y el duque de Liancourt le respondió: “Señor, decid más bien una revolución”.
El monarca, obviamente, no había percibido que Francia estaba encinta de trascendentales acontecimientos que habrían de cambiar no sólo su vida interna sino la del mundo civilizado de la época.
Lev Davidovich Trotsky, en su “Historia de la Revolución Rusa”, afirma que el líder jacobino revolucionario francés Jean-Paul Marat sostenía que “la revolución sólo se realiza si es apoyada por las clases inferiores de la sociedad, por todos esos desheredados a quienes la riqueza insolente trata como a canallas, y a los cuales los romanos, con su cinismo proverbial, llamaron proletarios”.
Las revoluciones se hacen contra los privilegios y las desigualdades y sustituyen una clase por otra en el ejercicio del poder. Cae la clase dominante y asciende la clase o las clases dominadas. Pero con frecuencia ha ocurrido que éstas se han constituido en nuevas clases dominantes que poco a poco e imperceptiblemente han reciclado en su beneficio los privilegios. Cambiaron sólo los beneficiarios: antes fueron los nobles, los clérigos, los burgueses o los capitalistas; hoy son los miembros de la <nueva clase. A veces las revoluciones dieron vuelta al reloj de arena pero con el paso del tiempo y progresivamente fueron quedando nuevamente unos pocos granos arriba y todos los demás abajo. Lo cual llevó al escritor inglés George Orwell a formular uno de los más corrosivos sarcasmos contra la revolución en su novela "Animal Farm" (1945), en la que narró alegóricamente que los animales de una granja promovieron una revolución contra los humanos que los tiranizaban; pero la república del “socialismo real” de los animales cayó rápidamente bajo el dominio de los cerdos y de sus implacables perros guardianes, que obligaron a los demás animales a realizar las tareas más viles en beneficio de los intereses de la clase dominante de los cerdos. Ellos, sin embargo, habían convencido a los animales de que trabajaban en beneficio de ellos y no de sus dominadores. La fábula de Orwell, escrita bajo las impresiones que recibió durante su lucha en las filas republicanas de la guerra civil española, entraña una sarcástica condena contra la sociedad totalitaria y contra la traición de Stalin a la Revolución de Octubre.
Desde la perspectiva de los ideólogos soviéticos hay tres clases de revoluciones: las democrático-burguesas, las democrático-populares y las socialistas. Las revoluciones democrático-burguesas están dirigidas por los círculos de la burguesía para establecer regímenes de corte liberal, las revoluciones democrático-populares las conducen parcialmente los trabajadores y sus partidos para implantar las denominadas <democracias populares y las revoluciones socialistas están bajo la dirección exclusiva de la clase trabajadora y su meta es la implantación de la <dictadura del proletariado.
Desde su punto de vista eminentemente espiritual, G. W. F. Hegel, en una conferencia dictada en 1806, explicó que toda revolución entraña “un tiempo de fermento, cuando el espíritu da un salto adelante, trasciende su forma anterior y adopta una forma nueva. Toda la masa de representaciones anteriores, conceptos y vínculos que mantienen unido nuestro mundo, se disuelve y colapsa como una imagen en sueños. Se prepara una nueva fase del espíritu. La filosofía, especialmente, ha de dar la bienvenida a su aparición y reconocerla, mientras otros, que impotentes se le oponen, se aferran al pasado”.
En todo caso, la revolución entraña un cambio histórico, es decir, un cambio que opera en todas las esferas de la vida social: en la cultural, en la política, en la económica, en la científico-tecnológica. Ningún componente de la vida social puede sustraerse a las consecuencias del “giro copernicano” que produce la revolución. Lo cual ha servido para aplicar el término revolución —revolución en sentido metafórico— en los más distintos campos. Se habla de “revolución industrial”, “revolución de la cultura”, “revolución literaria”, “revolución del arte”, “revolución verde”, “revolución tecnológica”, “revolución electrónica”, “revolución digital”. Pero la revolución por antonomasia es la revolución política, o sea aquella que produce un cambio fundamental en las formas del poder y de la organización de la sociedad estatal.
El movimiento revolucionario germina abajo, en los estratos sociales sumergidos, aunque sus dirigentes generalmente provienen de las capas medias. Maximiliano Robespierre, en una carta dirigida a su amigo Antoine Buissart pocos días después de la toma de la Bastilla, le decía que “un ejército de 300.000 patriotas formado por ciudadanos de todas las clases, a los que se unió la guardia francesa, los suizos y otros soldados, pareció surgir de abajo de la tierra como por milagro”.
La revolución persigue como objetivos estratégicos, según las circunstancias de cada país, la libertad de las personas, el rescate de la dignidad humana, la independencia nacional, el desarrollo económico, la justicia social, la redistribución de la propiedad y del ingreso y el eficaz aprovechamiento de los recursos naturales, en el marco de una nueva y diferente forma de organización estatal.
Con palabras muy elocuentes José Ortega y Gasset (1883-1955) dice, al hablar de estas cosas, que la revolución es la insurgencia de los hombres contra los usos mientras que la rebelión es su alzamiento contra los abusos. Esto es algo más que un simple juego de palabras. Quiere decir el filósofo español que el cambio revolucionario pretende reemplazar el ordenamiento jurídico, las instituciones vigentes, los regímenes imperantes, las bases estructurales de la organización estatal. Por eso habla de los usos, es decir, de los sistemas. En tanto que la rebelión sólo persigue suprimir los abusos, vale decir, los actos personales de los gobernantes —sus aberraciones, sus arbitrariedades, sus deshonestidades— pero sin tocar la realidad institucional del Estado.
El ejercicio del poder, cualquiera que sea el signo político bajo el cual se lo haga, produce inevitablemente cierto grado de confrontación entre los dos elementos principales de la ecuación política: gobernantes y gobernados. Esto es normal. Los primeros, en su afán de imponer un orden y de establecer una disciplina en la sociedad, chocan inevitablemente con quienes tratan de eludir ese orden y desacatar esa disciplina. Dicho en otros términos, es entendible que entre los gobernantes, que tratan de implantar un orden, y los gobernados, que buscan la forma de eludirlo, se dé un cierto grado de beligerancia. Esto es apenas lógico. Con mayor razón si se considera que los gobernantes, como lo testifica la experiencia histórica, tienden por modo natural al abuso de la autoridad y los gobernados al abuso de su libertad.
Esto ocurre siempre, lo mismo en gobiernos de un signo ideológico que de otro. Y entre estas dos tendencias divergentes: la de quienes pretenden extralimitar el poder que ejercen y la de los que intentan desbordar la libertad que se les reconoce, se vuelve ineludible la contradicción. No en vano es una experiencia histórica que todo hombre que tiene poder tiende a abusar del poder que ejerce y que toda persona que goza de libertad tiende a abusar de la que le garantizan las leyes. Pero estas discrepancias suelen ajustarse pacíficamente en la mayoría de los casos, con base en mutuas concesiones, y baja el nivel de la confrontación.
Sin embargo, cuando ese ajuste no se da, cuando el antagonismo cobra mayor intensidad y asume caracteres explosivos, llega un momento en que se rompe el orden constitucional por una acción de fuerza que, según sus alcances y características, puede ser una revolución, una <rebelión o un <golpe de Estado.
La revolución, como dije antes, es la culminación violenta de un proceso de creciente discrepancia entre la actual forma de organización social y los anhelos renovadores de la colectividad o, para decirlo de otra manera, entre el Derecho escrito y las convicciones jurídicas de una mayoría o de un poderoso sector dentro de la sociedad.
La violencia es una de las características esenciales de la revolución, que se expresa ya como <foquismo guerrillero, ya como guerrilla urbana o de cualquier otra forma de lucha armada revolucionaria. No hay revolución sin violencia. Marx sostenía que la violencia es la partera con ayuda de la cual una vieja sociedad da a luz una sociedad nueva. Es la violencia instrumental, la violencia como método de lucha, como medio para destronar a la clase dominante y reemplazarla por otra, conquistar los mandos del Estado y con ellos producir la transformación social.
En este sentido Mao Tse-tung (1893-1976), en el curso de la revolución china, expresó que “el poder político se funda en los fusiles” y que “el viejo mundo, dominado por el imperialismo y por los reaccionarios, solamente puede ser transformado con las armas”.
Por supuesto que los actos violentos de la revolución no son más que la forma exterior de un cambio mucho más profundo de naturaleza estructural. Detrás de la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 o de la insurrección de las tropas y de las guardias de trabajadores en Petrogrado en octubre de 1917 hubo procesos de cambio que empezaron a concretarse, en el caso francés, en las leyes expedidas por la Assemblée Nationale Constituante a partir de agosto de ese año y, en el escenario ruso, en los decretos del gobierno provisional de los trabajadores presidido por Lenin en octubre y noviembre de 1917. Además, para tener viabilidad, la revolución necesita por un tiempo el ejercicio de un poder fuerte orientado a sofocar los intentos contrarrevolucionarios y a eliminar a sus enemigos internos y externos.
Las llamadas “revolución pacífica” o “revolución desde arriba” o “revolución conservadora”, según la impropia y paradójica expresión utilizada por el escritor vienés Hugo von Hofmannsthal (1874-1929), son en realidad <reformismo.
El método revolucionario más usual ha sido el foquismo guerrillero, que es una técnica de lucha irregular de pequeños grupos armados que se proponen desgastar militarmente al ejército convencional y dar inicio a un proceso general de insurrección capaz de conducir a la toma revolucionaria del poder.
La acción guerrillera va acompañada de <guerra psicológica, propaganda subversiva y operación de redes de lucha clandestina en las ciudades principales, que promueven >sabotajes y golpes de efecto.
El rol estratégico de la guerrilla es tanto militar como político.
La teoría foquista confía en que el hambre de la población, la reacción frente a sus circunstancias económicas y el odio hacia el gobierno inducirán al pueblo a movilizarse, subrepticiamente primero y abiertamente después, en apoyo de la acción guerrillera —como ocurrió en Cuba y Nicaragua— para convertir el foquismo en una amplia acción popular capaz de conquistar el poder.
Los focos guerrilleros pretenden ser la avanzada de la revolución popular. La organización de las masas se hará en el camino. Lo importante para los revolucionarios es tomar la iniciativa a través de los grupos armados —organizados y preparados para la lucha irregular— a fin de que pueda comenzar el proceso de insurgencia general.
Existe una interminable discusión entre los “guerrilleristas” y los seguidores de Trotsky acerca de quién hace la revolución: si la guerrilla o las masas. En el flanco de la izquierda, los trotskistas ponen en duda la eficacia de la guerrilla y sostienen que realmente no fueron los guerrilleros quienes hicieron la revolución en China, Bolivia o Cuba sino las insurrecciones populares. Sostienen que en China la guerrilla de Mao estaba perdida —que la gran marcha fue, militarmente hablando, una gran huída—, hasta que la invasión japonesa dio un viraje a los acontecimientos y permitió a Mao volcarse hacia las organizaciones de resistencia contra la invasión extranjera, ganarse su poyo y recomponer las cosas. Por tanto, el triunfo revolucionario no fue de la guerrilla de Mao sino del movimiento de masas, independientemente de que la dirección guerrillera haya sido acertada.
Igual cosa afirman con relación a la >revolución cubana y a la frustrada revolución nicaragüense. Argumentan que Fidel Castro triunfó por ser un gran líder de masas y no por sólo por su acción guerrillera. Fue la huelga general en las ciudades la que determinó la caída del dictador Fulgencio Batista y el triunfo revolucionario. En Nicaragua las cosas no fueron diferentes, desde la óptica de los trotskistas. Cuando las guerrillas sandinistas estaban militarmente acabadas, el bárbaro asesinato en enero de 1978 de Pedro Joaquín Chamorro, director del periódico "La Prensa" de Managua, produjo el estallido de la insurrección de las masas que echó abajo a Anastasio Somoza. Lo cual, por supuesto, no menoscaba el coraje con que supieron luchar y morir los jóvenes sandinistas.
La conclusión de los trotskistas es que, con dirección guerrillera o sin ella, las revoluciones —que siempre son obreras y urbanas— las hacen las masas. Y las hacen en las ciudades, puesto que no hay revolución posible sin la insurrección victoriosa en los centros del poder. Es el “pueblo en armas”, y no la guerrilla, el que hace las revoluciones. Y la toma de armamento, como lo han demostrado la revolución rusa y otras revoluciones, proviene del asalto a los cuarteles, que no puede darse a menos de que haya una insurrección de masas y, con frecuencia, complotados militares.
Los trotskistas, por tanto, restan toda importancia al movimiento guerrillero como factor revolucionario. Hasta niegan que la “propaganda armada” de la guerrilla sea la que arrastra a las masas, según afirmó el “Che” Guevara.
La guerra de guerrillas, como método revolucionario para la conquista del poder, se fundamenta en la hipótesis de que los ejércitos regulares, estructurados y adiestrados para la guerra convencional, están en inferioridad de condiciones para el combate móvil y anómalo de los focos guerrilleros.
Sin embargo, pienso que esta vieja hipótesis de la teoría guerrillera, que sin duda tuvo vigencia en las “montoneras alfaristas" de la revolución liberal de fines del siglo XIX en Ecuador, en la lucha del líder agrarista Emiliano Zapata (1879-1919) durante la revolución mexicana, en las lides de Augusto César Sandino (1895-1934) sobre las tierras nicaragüenses, en la experiencia revolucionaria de Cuba, en la lucha sandinista de Nicaragua en los años 80 del siglo XX y en varias guerras de liberación desarrolladas en Asia y en África, es de muy dudosa eficacia en los tiempos actuales, entre otras razones, por el avance de la tecnología militar y porque los ejércitos regulares se han adiestrado en técnicas de “contrainsurgencia”.
Para que sea factible una revolución es indispensable que se den en la sociedad ciertas condiciones objetivas y subjetivas. Las condiciones objetivas se dan con la presencia de un Estado que, con su defectuosa organización, favorece los intereses económicos y sociales de un reducido grupo dominante en perjuicio de la mayoría de la población. La pobreza de amplios sectores populares, la flagrante injusticia social, la violencia institucionalizada por leyes inicuas, los actos tiránicos del gobierno, son elementos que conforman las condiciones objetivas para la revolución, junto con otros factores de orden político, económico y militar.
Las condiciones subjetivas, en cambio, son las que tienen que ver con el ánimo de la gente. Es la percepción que el pueblo tiene sobre las injusticias que sufre, el juicio de valor que genera sobre los desniveles económico-sociales y la voluntad de lucha y de sacrificio que le animan para cambiar la situación. Es su capacidad de indignación y de rabia ante la ofensa moral que significan la indigencia, la injusticia, la opresión, el abandono, el egoísmo económico de las cúpulas sociales y la represión política de los gobiernos.
Cuando las condiciones objetivas se compaginan con las condiciones subjetivas —cosa que no es fácil, como lo demuestra la historia contemporánea— entonces advienen las posibilidades reales de una insurgencia revolucionaria exitosa.
No obstante, algunos pensadores no aceptan la relación forzosa de causa a efecto entre la pobreza y la revolución. Afirman que esa relación no se ha probado históricamente. Sostienen que la pobreza conduce a la violencia y a la criminalidad pero no necesariamente a la revolución, aun cuando puede ser un factor coadyuvante. Dicen que la revolución no la han hecho los hambrientos —al menos, la iniciativa revolucionaria no ha partido de ellos— ya que su propia condición de pobreza, ignorancia y abulia no les ha permitido insurgir y romper las cadenas.
Concluyen que la revolución la han planificado y ejecutado representantes de las capas medias lúcidas, con plena conciencia de las disparidades económicas imperantes en la sociedad, de cuyas filas han salido los jefes revolucionarios. A veces, incluso, han dirigido acciones insurgentes elementos disidentes de las propias capas dominantes, que por razones de <altruismo han abrazado la causa revolucionaria, inclusive en contra de sus intereses personales y de grupo. No hay más que recordar los apellidos de los caudillos revolucionarios de todos los tiempos. Allí se encontrará la prueba de que no hay una relación directa, como la que algunos pretenden hallar, entre hambre y revolución, y de que no es tan cierto aquello de que los pobres se lanzan a la acción insurgente “porque no tienen nada que perder salvo sus cadenas”, como decía el <Manifiesto Comunista.
El propio Carlos Marx —hijo de un abogado en ejercicio, que trabajaba también en el Tribunal Supremo— fue miembro de la elite local de Tréveris y contrajo matrimonio con Jenny von Westphalen, hija de un barón.
La pobreza es un problema político. Existe, sin duda, una vinculación más o menos directa entre pobreza y revolución. En muchos casos hay una relación de causa a efecto entre esos dos elementos. El flagelo multidimensional de la pobreza —consecuencia de un dilatado proceso de acumulación del ingreso— es el primer obstáculo que encuentra la gobernabilidad de los pueblos, especialmente en los países en subdesarrollo. La pobreza y la indigencia ponen a prueba no solamente la opción de gobierno sino la propia pervivencia del sistema democrático. La pobreza implica muchas cosas: no sólo es el hecho material de la privación de los más elementales bienes y servicios para una vida digna sino, además, el juicio de valor que los pobres hacen acerca de su propia situación. Antes la gente solía mirar la pobreza con la familiaridad de un objeto doméstico que tuvo siempre un sitio en el hogar de sus antepasados. Se la consideraba como parte de la disposición divina de las cosas —recordemos aquello de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos— y, por tanto, como un elemento inherente a la condición humana. Hoy no. La convicción de que la pobreza puede y debe eliminarse conduce a la rebeldía. Se da entonces la peligrosa ecuación política: pobreza + juicio de valor sobre ella + rebeldía = ruptura de la paz. Y la ruptura de la paz, dependiendo de su orientación, magnitud, profundidad y alcances, puede tener diferentes desenlaces: el golpe de Estado, la rebelión o la revolución.
En esta toma de conciencia han desempeñado un rol muy importante los medios de <comunicación de masas, especialmente la televisión con su inmensa onda expansiva. El hombre pobre mira en el alucinante escaparate televisual las imágenes de formas de vida que no son las suyas, hace diferencias entre lo que ve y lo que tiene, toma conciencia de las disparidades e injusticias y genera un espíritu de inconformidad que puede ir hacia la violencia.
La masificación de las sociedades y la formación de un cinturón de hacinamiento, pobreza y exclusión en torno de las ciudades del tercer mundo juegan un papel importante en la incubación de los gérmenes revolucionarios.
El flujo migratorio interno del campo a la ciudad ha producido la hipertrofia del urbanismo, con todos sus problemas: masificación social, contaminación, desempleo, exclusión, pobreza, violencia e inseguridad.
El Programa de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Urbanos, en un informe especial referente al estado de las ciudades del mundo 2006-2007, advirtió que, si las cosas siguen así, en el año 2020 alrededor de 1.400 millones de personas vivirán en los asentamientos precarios que rodean a las grandes urbes, sin servicios públicos esenciales y con altos índices de violencia y criminalidad. Señaló que en el año 2006 mil millones de personas vivían en tales condiciones, diez por ciento de las cuales pertenecían a los países desarrollados y el resto se distribuía en los cinturones de vivienda precaria de las ciudades de África, Asia y América Latina. Especialmente dramática era la situación africana. En los países subsaharianos el 72% de la población urbana vivía en las zonas de hacinamiento y en algunos países —como Etiopía y Chad— toda la población urbana estaba asentada en ellas. El informe puntualiza que el hacinamiento era tan brutal que había más de tres personas por habitación, como promedio, y que, por ejemplo, en un asentamiento urbano de Harare, capital de Zimbabue, mil trescientas personas compartían un baño compuesto por seis pozos que hacían de letrinas.
En todo caso, el fenómeno demográfico condiciona el comportamiento político individual y colectivo. El crecimiento desordenado del urbanismo produce anomalías de la conducta y raras aberraciones. No hay más que comparar el proceder del hombre de la pequeña aldea con el del hombre despersonalizado de la gran ciudad del tercer mundo. Las diferencias son notables. La concentración humana sobre el espacio físico urbano conlleva una serie de problemas que terminan por afectar la psiquis del ser humano. En el contexto del urbanismo desordenado y aluvional, la vivienda —con sus excelentes o sus míseras condiciones— es un punto de vista sobre el mundo. Quienes viven en pocilgas o duermen bajo los puentes no pueden tener puntos de vista muy amables sobre la vida social. La terrible dureza de esa vida deja huellas en su mentalidad. Exacerba su inconformidad. Y les inclina a acoger y respaldar eventualmente acciones de violencia insurgente que les ofrezcan cambios en sus infortunadas formas de vida.
Sin embargo, es verdad que los pobres no siempre tienen plena conciencia de su trágico destino ni son revolucionarios espontáneamente. Las avanzadas revolucionarias son las que despiertan en ellos la voluntad de insurgir contra una situación insoportable y de buscar la utopía vagamente definida que se les ofrece. La difícil conjunción de estos factores vuelve muy problemática la revolución. Pero el hecho de que, por estas y otras razones, la revolución en nuestros días sea una cosa difícil no significa que sea menos legítima ante las iniquidades sociales que imperan con mayor fuerza y desenfado que antes. Lo contradictorio de la situación es que las condiciones objetivas se han agudizado mientras que las subjetivas se han mediatizado, entre otras consideraciones precisamente por la dificultad del proyecto revolucionario y por la consciente o inconsciente adhesión de la gente al pragmatismo de la <realpolitik.
La revolución, la rebelión y el golpe de Estado tienen diverso origen y distinta dirección. La revolución y la rebelión, si bien con diferentes alcances y motivaciones, nacen abajo, se generan entre los gobernados y se dirigen hacia arriba: a arrebatar el poder a sus detentadores. El golpe de Estado, en cambio, se genera en las alturas del poder —en las cúpulas militares o políticas del Estado— y se dirige hacia abajo para imponer un orden e implantar una disciplina, generalmente como anticipación a un amago revolucionario que remueve el piso del gobierno.
Estas acciones de fuerza buscan, como primer objetivo, la captura del poder. En las rebeliones y golpes de Estado este es el objetivo principal. Pero para las revoluciones el poder es solamente el instrumento de la transformación social que se proponen, puesto que no hay transformación posible sin el control de los mecanismos del mando político.
En todo caso, estas acciones fracturan el ordenamiento constitucional y de ellas sólo puede surgir un <gobierno de facto, o sea un gobierno que se constituye al margen de la legalidad establecida. Será motivo de otra discusión establecer si aquel gobierno es legítimo o ilegítimo, atentos los propósitos que le inspiran, pero en ningún caso dejará de ser gobierno de facto. Los conceptos sobre <legitimidad y <legalidad son aplicables a este tipo de gobiernos.
El ciclo revolucionario suele tener dos fases: la destructiva y la creativa. En la primera, la revolución arremete contra todo lo que encuentra a su paso. Aniquila el orden jurídico y las instituciones existentes. Hay un ciego afán destructivo. Con frecuencia destruye incluso instituciones que pudieran serle útiles para los propios fines revolucionarios. En esta fase se mantiene una gran unidad y mística en el grupo insurgente.
En la segunda fase, las cosas cambian. Superada la ofuscación del primer momento, convertidos los revolucionarios en gobernantes, se ven precisados a transferir a la práctica los postulados de la revolución. Para ello tienen que crear el nuevo orden jurídico y después aplicar un plan de gobierno. Es en este momento cuando se produce, casi fatalmente, la escisión en las filas revolucionarias, por aquello de que es más fácil estar en contra de algo que a favor de algo.
Unidos en el común anhelo de destruir el orden imperante y alentados por el embrujo de las proclamas y consignas de la revolución, los insurgentes se ven más tarde separados por las dificultades reales del gobierno. Aparecen entonces los radicales y los moderados, frente a frente, envueltos en una interminable disputa ideológica. Los primeros tratan de llevar hasta sus últimas consecuencias las proclamas revolucionarias y los segundos —a quienes muy pronto se llamará “contrarrevolucionarios”— comprueban con desilusión que algunos de sus más acariciados anhelos carecen de todo contacto con la realidad y son inejecutables.
La historia de las revoluciones está llena de testimonios que demuestran esta realidad. En la Revolución Francesa se enfrentaron jacobinos y girondinos, en la Revolución Mexicana “maderistas” y “zapatistas”, en la Revolución Alfarista de Ecuador “alfaristas” y el “placistas” (los partidarios del general Eloy Alfaro contra los del general Leonidas Plaza), en la Revolución Soviética "bolcheviques" y "mencheviques", en la Revolución China los maoístas que instrumentaron la >revolución cultural contra los sospechosos de “derechización” de las propias filas revolucionarias, en la Revolución Sandinista el “orteguismo” contra los partidarios del comandante Sergio Ramírez, quien después de una soterránea y larga lucha terminó por abandonar las filas sandinistas en enero de 1995.
Este parece ser el sino de las revoluciones que, sin embargo, no las hace ni menos nobles ni menos deseables cuando se trata de terminar con un orden inicuo impuesto por hombres o por sistemas.
En todo caso, desde el punto de vista histórico, la revolución representa una ruptura entre dos etapas de la vida social: marca una línea divisoria en el tiempo y en las concepciones filosóficas, los valores morales, los pensamientos, las leyes e, inclusive, los lenguajes, hasta el punto de que se vuelve posible hablar de un antes y de un después de la revolución, que son históricamente antagónicos.
Uno de los elementos esenciales del cambio revolucionario es su irreversibilidad. La revolución que se vuelve atrás no es revolución. Tal fue el caso de la Comuna de París en 1871 que ejerció el poder por dos meses y luego fue derrotada. La revolución debe consolidar sus conquistas por medio de su institucionalización jurídica. Ese fue, por ejemplo, el empeño de Napoleón cuando se afanó tanto en su código civil, en cuya elaboración intervino personalmente. Y el jurista francés Juan Esteban María Portalis (1745-1807), en el preámbulo del código, explicó precisamente que “una revolución es una conquista, y en el tránsito del viejo orden al nuevo se hacen leyes por la sola fuerza de las cosas, leyes necesariamente hostiles, parciales, subversivas, originadas de la necesidad de acabar con todos los hábitos antiguos, de romper todas las trabas, de alejar a todos los descontentos”. Y añadió: “Es preciso destruir la trabazón del sistema vigente porque conviene preparar un nuevo orden de ciudadanos y un nuevo orden de propietarios”.
Este es el proceso de institucionalización de la revolución, o sea de consolidación de las nuevas instituciones sociales en sustitución de las anteriores, por medio de la obligatoriedad, estabilidad y permanencia de la ley.
En tal sentido, según afirmó Fidel Castro en un discurso pronunciado el 15 de junio del 2002, “la revolución es fuente de Derecho” porque de ella emana un nuevo orden jurídico.
La revolución es siempre un proceso. Es más que los actos espectaculares y a veces dramáticos de un momento. La Revolución Francesa no fue solamente el asalto a la Bastilla, aunque este fue sin duda su acto emblemático. La Revolución de Octubre fue mucho más que la toma del Palacio de Invierno por los soldados, obreros y campesinos insubordinados en Petrogrado, la capital de Rusia en aquel tiempo (llamada San Petersburgo hasta 1914, Petrogrado hasta 1924, Leningrado hasta 1991 y desde este año nuevamente San Petersburgo). Detrás de esos hechos hubo un proceso de fermentación de ideas, insatisfacciones y rebeldías que en un momento dado hicieron eclosión, y después vino el proceso de institucionalización de los postulados revolucionarios, que se plasmaron en el nuevo orden jurídico y político.
Con frecuencia se habla de las “revoluciones de la independencia” para referirse a los proceso de emancipación nacional del poder colonial. Esto, por lo menos en lo que a la América Latina concierne, resulta un abuso del lenguaje. Las guerras de la independencia hispanoamericana no constituyeron una revolución social. Se limitaron a romper los lazos de subordinación política con la metrópoli pero dejaron intocados los sistemas, la estructura, los valores y las jerarquías de la sociedad tradicional. Los nacientes Estados iberoamericanos transfirieron los privilegios de las elites peninsulares a las elites criollas —civiles y militares— que sustituyeron a aquéllas en su posición de dominación social y conservaron sin modificación sustancial los mecanismos de poder, montados especialmente sobre la aristocracia de la tierra y los privilegios comerciales de la burguesía. Y de la colonia pasó a la república la concepción señorial de la propiedad de la tierra, considerada como elemento de rango, poder o dominación social antes que como instrumento de producción.