Viene de revancha (y ésta del francés revanche), que significa “desquite”, o sea la acción de “vengar una ofensa, daño o derrota” o de “restaurar la pérdida”. Revanchismo es, en su acepción política, la conducta de desquite de los efectos de una derrota anterior que suelen practicar algunos de los vencidos. Generalmente se la entiende en términos negativos, esto es, como el afán de vengar innoble y rencorosamente una derrota política. Cosa que es bastante común en la vida pública y que explica muchas de las acciones políticas. El odio, la humillación, el rencor, la venganza y varios otros sentimientos negativos han tenido, por desgracia, un amplio espacio en la historia.
Se ha considerado al hitlerismo como una típica reacción revanchista. Con el ofrecimiento de denunciar el Tratado de Versalles, de reintegrar a Alemania los territorios y colonias que perdió en la guerra, de conquistar el lebensraum —espacio vital— para su pueblo, de suprimir el pago de las deudas internacionales, de restaurar la plena soberanía estatal y de luchar contra la agitación comunista que arreciaba en el país, Adolfo Hitler formó los primeros cuadros del Partido Obrero Nacional Socialista Alemán. Alemania estaba enferma. Sufría no sólo los estragos económicos de la guerra y la humillación moral de la derrota sino también las sanciones políticas, económicas y militares impuestas por el Tratado de Versalles. Esto generó un clima de insatisfacción popular muy adecuado para la formación de los mitos totalitarios y el desarrollo de los grupos nacionalistas y reaccionarios. El Tratado de Versalles cometió el grave error de endosar las culpas del imperialismo prusiano a la naciente democracia parlamentaria alemana —a la denominada República de Weimar— y de exacerbar, con la intervención extranjera, el sentimiento nacional del pueblo alemán, que se tornó muy sensible a las prédicas nacionalistas del führer, quien propagó entonces la idea de que en la Primera Guerra Mundial el ejército imperial no había sido vencido en el campo de batalla sino apuñalado por la espalda por los propios republicanos y socialistas alemanes.
Hitler alimentaba esas reivindicaciones. Para ello invocaba lo más sensible de las tradiciones y del orgullo alemanes. Al calor de tales sentimientos revanchistas, y también de la necesidad de combatir la agitación comunista que amagaba con huelgas y ejecutaba atentados terroristas, se agruparon las primeras huestes de camisas pardas —los braune hemden— y tomaron el poder en enero de 1933, cuando el presidente Paul von Hindenburg confió la jefatura del gobierno a Adolfo Hitler.
El revanchismo germánico se convirtió así en el principal factor del totalitarismo nazi.
Cosa que no ha sido aislada sino persistente en la trayectoria histórica de los pueblos. Bien puede decirse que el revanchismo ha sido una constante histórica. En el borrascoso flujo y reflujo de las acciones políticas, difícilmente pueden identificarse episodios que no hayan tenido una inspiración revanchista. Al contrario, la historia está saturada de guerras entre los Estados y de luchas políticas dentro de ellos provocadas por sentimientos revanchistas. El Estado que perdió una contienda bélica no piensa sino en “lavar” su honor con un próximo triunfo militar. Y se prepara para ello. En el orden interno, la derrota actual genera la victoria de mañana. La ofensa de hoy provoca necesariamente una respuesta de violencia multiplicada, en un movimiento interminable de acciones y reacciones de alto contenido emocional. El revanchismo, es decir el afán por el desquite de los efectos de una derrota anterior, está siempre presente en la vida política.