Con esta palabra se designa, de modo general, el restablecimiento del orden de cosas social anterior a una revolución o a un cambio político o económico fundamental, que rescata valores y categorías extraídos del pasado.
En la historia de Inglaterra se conoce como la restauración el retorno de la monarquía, con la ascensión del rey Carlos II al trono y luego de Jacobo II, después del gobierno revolucionario de Oliverio Cromwell (1599-1658), que fue un corto paréntesis republicano en la historia inglesa.
Pero “la restauración” por antonomasia está referida al movimiento europeo que devolvió el cetro a los reyes destronados por la Revolución Francesa y por las guerras napoleónicas. Napoleón abatió, uno tras otro, algunos regímenes monárquicos de Europa e impuso en su lugar gobernantes nombrados por él. Con su poderosa máquina militar —la grande armée— modificó el mapa político europeo, creó nuevos Estados, amplió las fronteras de Francia y estableció un nuevo orden internacional. Pero después de la batalla de Waterloo en 1815, en que las armas del gran imperio fueron derrotadas por las inglesas al mando del Duque de Wellington con la ayuda de las tropas prusianas, y se eclipsó definitivamente la estrella de Napoleón, fue restituida la monarquía y volvió al trono de Francia un Borbón —Luis XVIII—, hermano de Luis XVI que fue decapitado en la guillotina. Se inició entonces el período monárquico denominado “la restauración” que se extendió entre el fin del gobierno de Napoleón I y la proclamación de la Segunda República en 1848. En esta etapa ejercieron el poder tres monarcas franceses: Luis XVIII y Carlos X —hermanos de Luis XVI— y Luis Felipe, Duque de Orleans.
Sin embargo, la restauración de los Borbones en Francia no pudo repetir el poder absoluto de antes y se vio obligada a implantar monarquías más o menos moderadas que gobernaron con una cámara hereditaria y una electiva. Aunque los sectores realistas hicieron grandes esfuerzos por fortalecer el régimen monárquico y restituir la influencia de la aristocracia —los nobles retornaron del destierro—, la nobleza ni el clero volvieron a ser los mismos de antes. La restauración duró en Francia hasta la revolución de 1848 que proclamó la república. Poco tiempo después Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón I, fue elegido presidente. Pero en 1851 disolvió la Asamblea Nacional y convocó un plebiscito para “legitimar” su <golpe de Estado y dio a Francia una nueva Constitución, restableció el Imperio hereditario y se proclamó emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III.
Las ideas de la restauración estuvieron latentes desde 1792 en que se produjo la alianza de Austria y Prusia para defenderse de la expansión revolucionaria de Francia que amenazaba a las dinastías europeas. El Congreso de Viena, que comenzó sus deliberaciones en junio de 1814 para restablecer el equilibrio del poder en Europa, fue un hito muy importante en el camino de la restauración. Después vino la Santa Alianza formada por Rusia, Prusia y Austria bajo la inspiración del zar Alejandro para unificar las fuerzas del despotismo contra la insurgencia democrática que, originada en Francia e impulsada por el liderazgo napoleónico, amenazaba extenderse a toda Europa. Un año más tarde se renovó la cuádruple alianza entre Rusia, Prusia, Austria y Gran Bretaña para resistir a Napoleón. Todo esto se hizo en nombre de los principios legitimistas que sustentaban el derecho imprescriptible de los reyes a recuperar los tronos perdidos.
El Congreso de Viena dio inicio a la restauración. Allí se juntaron el emperador Francisco I de Austria, el zar Alejandro I de Rusia, Federico Guillermo III de Prusia, el ministro inglés Castlereagh y Carlos Mauricio Talleyrand, representante de Francia, bajo la tremenda impresión que les causó el regreso de Napoleón de la isla de Elba a fines de febrero de 1815, y concluyeron varios pactos de defensa común inspirados en los principios legitimistas.
En la nueva composición política de Europa que surgió de este cónclave, siempre buscando el equilibrio de fuerzas, Rusia se aseguró el dominio de Finlandia y de la mayor parte del territorio polaco, Austria recobró los límites de 1797 y recibió el reino lombardovéneto de Italia y Prusia asumió el control de Posnania y la región de Thorn. Fernando IV de Borbón fue restituido en el trono de Nápoles y los demás príncipes italianos fueron repuestos en sus anteriores reinos. Los Países Bajos, compuestos por los territorios de Holanda y Bélgica, fueron puestos bajo el gobierno del rey Guillermo I.
Para completar la obra de Viena se formó la Santa Alianza entre Rusia, Prusia y Austria bajo el liderazgo de Alejandro I, quien se autoatribuyó el deber misional de salvar a Europa de las acechanzas revolucionarias. El zar de Rusia redactó una suerte de carta ideológica de la restauración para defender los legítimos intereses de las <dinastías. Los tres Estados coligados se comprometieron a prestarse mutuo auxilio, como miembros de la misma comunidad cristiana, frente a cualquier acoso de la >revolución. El artículo segundo del tratado de esta alianza, firmado en París el 20 de noviembres de 1815, decía que “como quiera que los mismos principios revolucionarios que ha sostenido la última usurpación criminal podrán aun, bajo otras formas, atormentar a Francia y amenazar así el sosiego de otros países, las altas partes contratantes reconocen solemnemente el deber de redoblar su cuidado para velar en semejantes circunstancias por la tranquilidad y los intereses de sus pueblos y se comprometen a que en el caso de que suceso tan lamentable volviese a estallar, concertarán entre ellas y con S. M. Cristianísima las medidas que juzguen necesarias para la seguridad de sus Estados respectivos y para la tranquilidad general de Europa”.
Este pacto, que fue colocado bajo la advocación de la santísima trinidad, postulaba la defensa del <absolutismo y elevaba la guerra a la categoría de instrumento de justicia internacional. El refinado y hábil canciller austriaco Clément de Metternich (1773-1859) encarnó durante treinta años el espíritu de la restauración frente a la supervivencia de los anhelos revolucionarios en Europa y jugó un papel de primera importancia en ese proceso. Postuló la colaboración entre las monarquías legítimas, planteó la necesidad de reunir periódicamente congresos para coordinar las acciones que las circunstancias aconsejaban y propuso que si un Estado rompía el orden establecido en Europa los demás monarcas tenían el deber y el derecho de contribuir a restablecer la normalidad.
Pero el movimiento de restauración significó no sólo la restitución del ancien régime como forma de organización del Estado sino también una manera de ser y de pensar de los grupos dominantes de la sociedad, con una peculiar concepción del poder, la ley, las tradiciones, las relaciones interpersonales, los usos y costumbres, el estilo de vida, la mentalidad de la gente y las instituciones políticas y sociales.
Y junto con la restauración política se dio una restauración religiosa, no en el sentido del reconocimiento del antiguo señorío territorial de la Iglesia —que en Francia y Alemania, por ejemplo, perdió gran parte de su poder autónomo— sino de exaltación de su autoridad espiritual, porque la restauración no sólo fue una operación política sino también una postura filosófica que entrañó una cosmovisión y una determinada teoría política. Hubo una vuelta hacia los principios religiosos del <catolicismo impulsada por pensadores como Francisco Renato de Chateaubriand, Louis De Bonald, Joseph De Maistre, Hugo de Lamennais y otros, que plantearon nuevamente la conveniencia de unir, como antaño, la religión con la política y de convertir a los dogmas religiosos en verdades sociales.
Sin embargo, el movimiento restaurador fue perecedero y no demoró mucho en caer bajo la presión de las ideas republicanas que resurgieron con fuerza y de las ideas socialistas que empezaban a expresarse.