Es una de las cinco características esenciales de la <forma de gobierno republicana. Consiste en la obligación que tienen los gobernantes de dar cuenta de su cometido a los ciudadanos, en forma directa o a través de los organismos establecidos para el efecto, y de asumir las consecuencias de sus actos con arreglo al Derecho.
Quienes ejercen las tareas de gobierno en cualquiera de sus tres ramas fundamentales —legislativa, ejecutiva y judicial— contraen por ese hecho la obligación de responder de sus actos oficiales. Este es un principio cardinal del <republicanismo. Y se presenta como consecuencia natural de las especiales relaciones que en esta forma de gobierno se establecen entre gobernantes y gobernados. Parece lógico, en efecto, que si las personas que ejercen el poder obran en nombre y en lugar de la colectividad, deban rendir cuenta de sus actos ante aquellos en cuya respresentación actúan.
De este modo la acción gubernativa queda abierta a la fiscalización popular y puede la comunidad ejercer permanente control sobre sus gobernantes.
Ellos, en cuanto funcionarios públicos, están sujetos a responsabilidades especiales, para hacer efectivas las cuales cuenta el Estado con órganos adecuados; y, en cuanto personas particulares, están sujetos a las responsabilidades comunes a todos los ciudadanos, con arreglo al principio de la igualdad ante la ley.
En consecuencia, los gobernantes tienen sobre sí dos clases de responsabilidades: unas que dimanan de su calidad de magistrados y otras de la de ciudadanos. Las primeras son las responsabilidades políticas, que se hacen efectivas directamente por las cámaras legislativas, los tribunales de garantías y otros órganos estatales bajo cuya jurisdicción cae el juzgamiento de la conducta oficial de ellos. Las segundas, denominadas responsabilidades comunes (y que son de orden civil o penal), van ligadas a la condición de ciudadanos que tienen los gobernantes y son exigibles por medio de los tribunales ordinarios previa la autorización parlamentaria o <desafuero.
Con frecuencia sucede que un mismo acto gubernativo conlleva ambos tipos de responsabilidad: política y común, cuando de un lado implica mal desempeño del cargo y, de otro, infracción a la ley. En tal supuesto, corresponde primero al parlamento juzgar la responsabilidad política, a través del juicio político o impeachment, y luego autorizar a los tribunales el juzgamiento de la responsabilidad común del funcionario acusado. Las penas aplicables en caso de responsabilidad política son la destitución del cargo y la inhabilitación temporal para para ejercer funciones públicas. Y las penas imponibles en caso de responsabilidad común, conexa o no con responsabilidad política, son las señaladas en las respectivas leyesl.
Dicho en otros términos, los gobernantes responden por mal desempeño del cargo, por delito en el ejercicio del cargo y por faltas fuera del ejercicio del cargo. En el primer caso, la responsabilidad del gobernante es puramente política, en el segundo es política, penal o civil y en el tercero solamente penal o civil.
Cuando se entrelazan ambos tipos de responsabilidad corresponde al parlamento juzgar primero la conducta oficial del funcionario acusado y luego ponerlo a disposición del poder judicial para el juzgamiento de las consecuencias penales o civiles de sus actos celebrados con ocasión o por consecuencia del desempeño de su función oficial.
Siguiendo el modelo norteamericano, en el que existe una disposición constitucional en virtud de la cual “el Presidente, el Vicepresidente y todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos podrán ser destituidos de sus cargos si se les acusare y se les hallare culpables de traición, cohecho u otros delitos y faltas graves”, se suelen contemplar en los sistemas presidenciales de gobierno procedimientos especiales para el juzgamiento por el Congreso de la responsabilidad política de los principales titulares de la función ejecutiva. Este juzgamiento se denomina impeachment en Estados Unidos y juicio político o interpelación en los demás países. En Norteamérica el proceso se origina en la Cámara de Diputados, que es la encargada de llevar la acusación ante el Senado, el cual actúa como juez y debe estar presidido por el Presidente de la Corte Suprema de Justicia cuando se trate de juzgar al Presidente de la República. La pena imponible al funcionario culpable es la destitución del cargo, que puede ir acompañada de la inhabilitación para desempeñar funciones en el gobierno.
En el republicanismo los gobernantes, no por serlo, dejan de ser ciudadanos y de estar sometidos a las responsabilidades concernientes a todos ellos. Deben responder penal y civilmente por sus actos, como lo hace el resto de personas, de acuerdo con el principio de la igualdad ante la ley. Lo único que se concede a los gobernantes es un especial régimen procesal que atribuye el conocimiento y sustanciación de sus causas a los tribunales de justicia del más alto grado, previa la autorización del parlamento en caso de responsabilidades penales, para asegurar la rigurosa aplicación de la ley por encima de las posibles influencias de los acusados.
El <recall es, en los Estados que lo tienen, una institución jurídico-política destinada también a asegurar la responsabilidad de los gobernantes. Consiste en la opción que se da al cuerpo electoral —o sea al conjunto de ciudadanos con derecho a voto— para que pueda, en nueva votación, revocar el mandato político otorgado electoralmente a un magistrado de naturaleza electiva antes de que cumpla el período para el que fue elegido. Donde existe la institución del recall los electores tienen el derecho de elegir pero conservan también el de destituir en las urnas al magistrado elegido cuando éste haya incurrido en faltas de capacidad o de probidad en el ejercicio de sus funciones.
Es una necesidad ético-política que quienes ejercen funciones públicas respondan por las decisiones tomadas, por los abusos de poder, por sus omisiones, por los errores cometidos y, en general, por las responsabilidades atinentes al desempeño de sus funciones públicas.
Fue célebre el caso de espionaje electrónico en Estados Unidos conocido como “watergate”, que costó la caída del presidente Richard Nixon. En él se pudo ver claramente el peso que el principio de la responsabilidad política tiene en un régimen democrático. El hecho ocurrió en 1972. Los dirigentes del Partido Demócrata habían arrendado salas de conferencias, oficinas, suites y habitaciones en el gigantesco hotel “Watergate” de la ciudad de Washington para dirigir desde allí la campaña presidencial de ese año.
Nixon buscaba su reelección. Y funcionarios de la Casa Blanca, muy ligados al Presidente, y altos dirigentes del Partido Republicano habían ordenado una operación clandestina de colocación de escuchas electrónicas en los locales del hotel para obtener información completa sobre los planes de la campaña electoral demócrata.
El descubrimiento de la operación, después de que Nixon ganó las elecciones, produjo un escándalo de colosales dimensiones en Estados Unidos. La prensa fue la primera en denunciar el hecho. Los funcionarios de la Casa Blanca hicieron todas las maniobras posibles para encubrirlo pero sus esfuerzos resultaron vanos. Se descubrieron las famosas cintas magnetofónicas con las grabaciones ordenadas por la Casa Blanca que demostraban hasta la evidencia el hecho delictuoso. La Suprema Corte de Justicia obligó a revelarlas. La irritación de la opinión pública fue enorme. Los diputados preparaban el impeachment del Presidente. Y Nixon se vio obligado a renunciar sus funciones en 1974 bajo la implacable presión de la <opinión pública.
En los últimos tiempos ha habido dos casos espectaculares de juicios políticos: el del presidente Bill Clinton de Estados Unidos y el del gobernante ruso Boris Yeltsin. Ninguno de los dos, sin embargo, culminó con la destitución del gobernante.
En 1998 surgió un gran escándalo en torno al presidente Clinton por sus relaciones sexuales en las propias oficinas de la Casa Blanca con Mónica Lewinsky, empleada de la presidencia. El caso derivó en un juicio político contra el Presidente bajo la acusación de perjurio y de obstrucción de la justicia presentada por la Cámara de Representantes ante el Senado. Se le imputaba haber mentido bajo juramento cuando negó ante el Gran Jurado sus vínculos sentimentales con la joven empleada de la presidencia, aunque admitió haber mantenido una “relación impropia” con ella, y además haber interferido la acción de la justicia.
Al tenor de la Constitución de 1787 —cuyo artículo 2, sección cuarta, establece que “el Presidente, el Vicepresidente y todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos podrán ser destituidos de sus cargos si se les acusare y encontrare culpables de traición, cohecho u otros delitos y faltas graves”— los opositores republicanos de Bill Clinton iniciaron el 5 de octubre de 1998 en la Cámara de Representantes un impeachment contra el Presidente por sus relaciones sexuales con la joven empleada de la Casa Blanca, Mónica Lewinsky.
La Cámara de Representantes se encargó de analizar el extenso, minucioso y en algunas partes truculento informe del fiscal Kenneth Starr sobre el tema e inmediatamente formuló ante la Cámara del Senado las acusaciones de perjurio y de obstrucción de la justicia contra el Presidente Clinton, a quien atribuyó haber negado bajo juramento sus relaciones sexuales con Lewinsky y haberla instigado a mentir ante la justicia.
La Cámara del Senado, presidida por el magistrado William Rehnquist, Presidente del Supremo Tribunal de Justicia, asumió el conocimiento del caso como juez. Se realizaron las audiencias pertinentes. Pero los acusadores no alcanzaron la mayoría de los dos tercios de los votos —67 votos— para condenar a Clinton y éste fue absuelto.
Fue el segundo juicio político en la historia de Estados Unidos, después del que se celebró en 1868 contra el presidente Andrew Johnson, que terminó con su absolución por la diferencia de un voto.
En Rusia el juicio contra el presidente Boris Yeltsin se inició en mayo de 1999 pero no llegó a culminar puesto que la Duma —o sea la cámara baja del parlamento— no tuvo los votos suficientes para aceptar al trámite las cinco acusaciones que se formularon contra el mandatario por los sectores de oposición más radicales —los comunistas y algunos de los grupos nacionalistas— por la disolución de la Unión Soviética en 1991, el asalto armado contra el parlamento en octubre de 1993 que causó la muerte de 148 personas, la guerra de Chechenia en 1994 que se extendió por 21 meses y produjo decenas de miles de bajas, la destrucción del ejército y del complejo militar-industrial (el ejército fue reducido de 4 millones de efectivos a 1,2 millones y las fábricas del complejo industrial-militar no lograron insertarse en la economía de mercado) y el “genocidio” contra el pueblo ruso por la caída de su nivel de vida a raíz de la desaparición de la URSS decretada por Yeltsin y del derrumbe de los sistemas de educación y salud públicas.
De haberse admitido alguno de estos cargos, el proceso hubiera pasado a la Corte Suprema y luego a la Corte Constitucional con cuyas opiniones condenatorias la cámara alta del parlamento, actuando como juez, habría podido destituir a Yeltsin por el voto favorable de los dos tercios de sus miembros. Sin embargo, en la sesión del 15 de mayo de 1999 las acusaciones sólo alcanzaron en la Duma el respaldo de 283 votos de los 300 necesarios para impulsar el proceso. Y allí quedó todo.
Como ha ocurrido con las más importantes instituciones políticas, los antecedentes del juicio político fueron ingleses, la lucubración doctrinaria fue francesa y la aplicación práctica fue norteamericana. Así, en el caso de la responsabilidad, la costumbre constitucional de Inglaterra, prolijamente observada por los filósofos políticos de su tiempo, se convirtió en texto constitucional en Estados Unidos al momento de asumir la forma federal de Estado en 1787 y se reprodujo en Francia a la hora de plasmar los ideales de la Revolución de 1789, desde donde se expandió por el mundo democrático.
El principio de la responsabilidad proviene, por tanto, de viejas tradiciones políticas y jurídicas de Inglaterra que demandaban a los funcionarios públicos no solamente responder de sus actos sino también de los de sus subordinados. Aún hoy puede un ministro de la Corona ser destituido por el parlamento en razón de la falta o equivocación cometida por un empleado civil suyo. Si bien esto en la práctica no se da, porque la costumbre ha morigerado la ley, nada impide que en algún momento se produzca, como ocurrió a consecuencia de la guerra de las Malvinas, en el año 1982, cuando el Ministro de asuntos exteriores, Lord Carrington, se vio obligado a resignar su cargo porque la invasión militar argentina a las islas tomó por sorpresa al gobierno inglés; o como estuvo a punto de ocurrir en 1991 cuando las fuerzas de oposición pidieron la dimisión de Kenneth Baker, home secretary del gobierno, por el descuido en una prisión inglesa que facilitó la fuga de varios terroristas.
Lo cual demuestra el rigor con que afrontan el tema las normas políticas inglesas.
Sin embargo, el principio de la responsabilidad funciona de manera muy peculiar en la monarquía inglesa. Se parte de la convicción de que el rey no puede hacer males, no puede cometer un entuerto. En consecuencia, él está al margen de la responsabilidad. No hay acción legal alguna contra el monarca ni tribunal que la pueda admitir. Para no estropear este principio se ha excluido formalmente al rey de las reuniones del gabinete, de modo que no haya acto real que pueda ser susceptible de juzgamiento.
Esta irresponsabilidad jurídica del monarca se combina con la responsabilidad colectiva del gabinete e individual de los ministros. La esencia de la responsabilidad gubernativa está en que los ministros y el gabinete están obligados a dar cuenta de sus actos ante el parlamento y, particularmente, ante la Cámara de los Comunes. El gabinete o el ministro tendrá que dimitir si sus explicaciones no satisfacen a la mayoría de los Comunes, cuya disconformidad se expresa a través del voto de censura, la desaprobación de un voto de confianza o la negativa a una propuesta del Ejecutivo. Sin embargo, al gabinete le queda el recurso de solicitar al Rey la disolución del Parlamento y la convocación de nuevas elecciones para renovarlo. En tal supuesto, serán los electores los que concedan una nueva mayoría al gabinete para que continúe en el poder o la concedan a la oposición, en cuyo caso el gabinete no tendrá más opción alternativa que renunciar.
La institución del refrendo en el Derecho Constitucional, originaria también de Inglaterra a comienzos del siglo XVIII, se creó para servir a los fines de la responsabilidad política. A través de ella se combinó la irresponsabilidad jurídica del monarca con la responsabilidad de sus consejeros, primero, y después de sus ministros. A partir del refrendo de los actos monárquicos hay siempre un ministro que responde por ellos ante el parlamento.
La institución del refrendo se originó en Inglaterra cuando el Act of Settlement (1701) obligó a los consejeros del rey a poner su firma en los actos de éste. Costumbre que se mantuvo después de que los consejeros se convirtieron en los ministros de la corona y que nació el gabinete como el órgano en que debían tratarse los asuntos gubernativos que antes se ventilaban en el Consejo Privado del Reino. Desde entonces se acostumbró que los actos del monarca llevasen la firma responsable de un ministro y, en consecuencia, que los ministros del rey quedasen sometidos al juicio del parlamento, a través del llamado impeachment, para hacer efectivas sus responsabilidades.
La irresponsabilidad jurídica de los monarcas, aún en el caso de las monarquías constitucionales, pervive como vestigio de la desigualdad en que estaban colocadas las personas y las clases sociales en el antiguo régimen. Los nobles, los miembros del clero, los poderosos, los miembros de los estratos sociales superiores eran juzgados por judicaturas especiales y sancionados con penas más suaves que los ciudadanos comunes. Las penas deshonrosas estaban prohibidas para ellos. Y eran los plebeyos las víctimas de las penas más duras e infamantes. De suerte que la situación de privilegio en que aún hoy se suele colocar a los monarcas no es más que la moderna consagración de una vieja práctica jurídica, que partía del hecho de considerarlos como los representantes de la divinidad y que los situaba por encima del orden jurídico estatal.