Es una de las características sustanciales de la <forma de gobierno republicana. Consiste en que los gobernantes, elegidos por el pueblo, obran en su nombre desde el poder y, por tanto, le ligan con sus actos como si éste mismo los hubiera realizado.
El gobierno “del pueblo y por el pueblo”, en la forma en que lo concibió Abraham Lincoln en su célebre discurso de Gettysburg en 1863, es definitivamente una ficción, carente por lo mismo de todo contenido real y de toda posibilidad práctica puesto que es imposible que la multitud ejerza por sí misma las funciones directivas del Estado. De alguna manera es factible el “gobierno para el pueblo”, es decir, el gobierno en que se persiga prioritariamente el bienestar popular. Pero el gobierno “por el pueblo”, entendido como el gobierno del pueblo por sí mismo, se presenta cada vez más como un imposible físico.
La democracia directa —que eso sería el gobierno “del pueblo y por el pueblo”— es y siempre fue un valor puramente conceptual. En rigor ella nunca existió ni puede existir. Ni aun la democracia ateniense, considerada tradicionalmente como modelo de gobierno ejercido por el pueblo, fue realmente directa, puesto que se limitó a la participación de la clase esclavista en las funciones de mando de la sociedad. La mayor parte de la población, constituida por esclavos, no tuvo la menor injerencia en ellas. Federico Engels (1820-1895), en su libro “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y del Estado”, afirmó que, en el tiempo de su mayor prosperidad, el conjunto de los ciudadanos libres de Atenas, incluidos mujeres y niños, se componía de 90.000 personas al lado de las cuales había 365.000 esclavos y 45.000 metecos, o sea extranjeros y libertos.
El gobierno directo es, pues, un imposible físico porque no hay manera de que el pueblo, masivamente, tome en sus manos la conducción de sus destinos. Y conforme pasa el tiempo la imposibilidad es mayor, ya por la extensión de los territorios, ya por la creciente densidad de la población, ya por la complicación cada vez mayor de los asuntos públicos en el ámbito nacional e internacional, ya porque la civilización científica induce hacia la división del trabajo (de manera que el sabio está en su laboratorio, el artista en sus creaciones y el industrial en la fábrica), por lo que resulta inevitable que la responsabilidad de gobernar recaiga sobre ciertas personas que asumen el desempeño diario y asiduo de las tareas especializadas en que el gobierno consiste.
La historia muestra que la conducción de los pueblos ha estado confiada a pequeñas minorías, sea que ellas se hayan impuesto autocráticamente alegando un derecho originario o divino para gobernar, sea que su facultad de mando derive del consenso de los gobernados. En todo caso, la función de gobierno fue siempre, y hoy lo es con mayor definición, una labor técnica que demanda cierto grado de especialización en quienes la desempeñan y que, por lo mismo, no puede estar confiada a la multitud.
Al tratar el tema de la <democracia directa me preguntaba: ¿Cómo podría ser posible entenderse en una asamblea de varios millones de ciudadanos reunidos para elaborar una ley? ¿Dónde podría congregarse tanta gente? ¿Cómo sería posible siquiera reunir multitudes tan grandes?
En la realidad no cabe otra forma de democracia que la indirecta o representativa, en la que el pueblo ejerce el poder político por medio de sus “representantes”. Esta es la única modalidad democrática compatible con la creciente especialización técnica de las funciones de gobierno en la sociedad del conocimiento contemporánea y con el incesante crecimiento demográfico.
Pero el hecho de desechar la quimera del gobierno directo no debe llevarnos a promover el gobierno de uno solo ni el gobierno autoinvestido, como en las monarquías absolutas o en las modernas monocracias. Con todas sus imperfecciones y su alta dosis de ficción, la teoría de la representación salva de alguna manera el escollo al crear un mecanismo de elección de gobernantes llamados a ejercer el poder “en nombre” del pueblo, esto es, en su representación u ocupando su lugar.
1. La representación en el Derecho Civil. No hay duda de que la teoría de la representación política se formó por analogía con la antigua institución de la representación en el Derecho Civil, que consistía en que, para efectos de asumir derechos o contraer obligaciones, una persona podía ocupar el lugar de otra que estaba ausente, de modo que los actos jurídicos de la primera producían sus efectos directa e inmediatamente para con la segunda, como si ésta los hubiera celebrado.
Desde entonces, en la tradición es usual que los negocios jurídicos puedan celebrarse directamente por la persona interesada o por medio de otra, portadora de un mandato, esto es, de un poder judicialmente otorgado para actuar en su nombre.
La persona que obra en nombre de otra se llama representante o mandataria y aquella cuyos negocios jurídicos gestiona la primera se llama mandante.
2. La representación en el Derecho Político. De la traslación de estos conceptos del Derecho Civil al campo político se formó la teoría de la representación en el Derecho Público, merced a la cual se considera que los gobernantes ocupan el lugar del pueblo y ejercen sus derechos, de manera que los actos de aquéllos se reputan ejecutados directamente por éste.
Tal es el sentido jurídico y político de la representación.
Se afirma que un gobierno es representativo cuando quienes lo ejercen, elegidos por el pueblo para gestionar sus negocios, obran en nombre del pueblo y sus actos valen como celebrados directa e inmediatamente por el pueblo.
Fue en Inglaterra donde se concibió primero la teoría de la representación política. La idea de que todo ciudadano inglés estaba presente en el parlamento por medio de sus representantes fue ya claramente expresada por la literatura política inglesa a partir del siglo XVI. La teoría de la representación pasó luego a formar parte del Derecho positivo de Estados Unidos de América a la hora de declarar su independencia y de la Francia revolucionaria. En estos países se amplió el contenido de la representación que en la concepción inglesa estaba circunscrito al parlamento, tenido entonces no como órgano del gobierno sino del pueblo frente al monarca. En la Constitución francesa de 1791, antes de la decapitación del régimen monárquico, se consagró el principio de que, bajo el sistema representativo, “les représentants sont le Corps Législatif et le roi” (Título III, Art. 2). Después el principio se extendió por todo el mundo civilizado. No hay Constitución moderna y democrática que no hable de gobierno representativo. Este principio ha devenido hoy en una de las características sustanciales de la forma de gobierno republicana.
Los filósofos europeos del siglo XVIII —y los ingleses antes— hablaron mucho acerca de la fórmula “representativa”, en que la autoridad pública era ejercida por personas elegidas por el pueblo de modo tal que sus acciones, enmarcadas en el círculo de su competencia, eran consideradas como acciones del pueblo mismo, que vinculaban a éste y le imponían deberes.
Desde entonces la fórmula representativa fue no solamente un factor de legitimación del ejercicio del poder sino que además determinó un permanente estado de dependencia política de los elegidos con respecto a los electores, en el que reside el sentido y la utilidad del sistema.
La idea de la representación nació en el instante en que entró en contradicción el principio democrático de que el pueblo es la única fuente del poder político con la impracticabilidad del gobierno directo. Cuando quedó excluida la posibilidad de que el pueblo se gobernase a sí mismo —cual debió ser la consecuencia lógica de considerarlo como la fuente de toda autoridad— entonces nació la idea de un gobierno representativo, capaz de hacer aquello que el pueblo tiene derecho a hacer pero que no lo puede directamente por razón de su masificación y multiplicidad.
Desde la tribuna parlamentaria el abate y político francés Emmanuel Sieyès decía, en la sesión del 7 de septiembre de 1789, que “el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que a través de sus representantes”.
Sin embargo, más que el reflejo de una realidad objetiva, esta teoría es el resultado de una elaboración ético-política que responde a la necesidad de conservar, defender y garantizar ciertos valores en la vida social. Porque si bien no hay una garantía de que la voluntad de los electores sea ejecutada por los funcionarios elegidos y ni siquiera hay un modo claro de expresar esa voluntad, de ella nace un conjunto de reglas morales de conducta para gobernantes y gobernados. Es ante todo una elaboración jurídica que responde a motivaciones axiológicas, ligadas a la preservación y garantía de ciertos valores indispensables para la pacífica, justa y armoniosa convivencia humana.
Considerados los gobernantes como meros representantes de los gobernados, surge para los primeros la ineludible obligación de velar por el bienestar de los segundos y para éstos el derecho de fiscalizar la gestión pública de aquéllos. Este es el sentido y la utilidad social de la teoría de la representación, y aunque en muchas facetas no pase de ser una ficción política y jurídica creada con propósitos de libertad y de respeto a las prerrogativas de los gobernados, hay que defenderla de la agresión autoritaria que, a pretexto de “crepúsculo de la ley” o de “ocaso de los dioses jurídico-políticos”, pretende sustituir la racionalidad republicana por la mitología fascistoide.
3. El mandato imperativo. En el Derecho Público se ha discutido largamente si el representante debe atenerse o no a las instrucciones concretas y particularizadas de sus representados, o sea si los funcionarios de naturaleza representativa están obligados a obrar con estricta sujeción a las órdenes que reciban de los electores —al estilo de lo que ocurría con los pliegos de instrucciones o cahiers en los Estados Generales de la Francia prerrevolucionaria— o si, por el contrario, después de que han sido elegidos, quedan en libertad de actuar según su propia voluntad.
Quienes defienden el primer punto de vista —de la determinación por los representados de lo que el representante debe hacer— son los propugnadores del llamado <mandato imperativo, en contraposición a los que postulan el mandato libre que atribuye al representante una amplia esfera de libertad en el desempeño de sus funciones.
El tránsito del mandato imperativo al mandato libre ocupó un buen trecho de la historia política de Europa insular y continental. La creación de la Cámara de los Comunes produjo una verdadera revolución en el sistema político inglés porque puso fin a lo que el jurista y politólogo alemán Max Weber (1864-1920) llamó la representación vinculada e inició en Inglaterra la representación libre. Este fue un largo proceso que comenzó en el año 1265, cuando Simón de Monfort reunió conjuntamente a los lores con los burgueses en una sola asamblea, y que llegó hasta el año 1716 en que, ya constituida, la Cámara de los Comunes resolvió autoprorrogar el mandato de sus miembros mediante la septennial act.
Terminó ahí la representación vinculada y nació el mandato libre en Inglaterra.
Fue célebre el discurso a los electores de Bristol pronunciado poco tiempo después por el filósofo y político Edmund Burke en 1774, quince años antes que las discusiones francesas sobre el tema, en el cual el pensador irlandés afirmó que “dar una opinión es un derecho de todos los hombres; la de los electores es una opinión de peso y respetable, que un representante debe siempre alegrarse de escuchar y que debe estudiar siempre con la máxima atención. Pero instrucciones imperativas, mandatos que el diputado está obligado ciega e implícitamente a obedecer, votar y defender, aunque sean contrarios a las convicciones más claras de su juicio y de su conciencia, son cosas totalmente desconocidas en las leyes del país y surgen de una interpretación fundamentalmente equivocada de todo el orden y tenor de nuestra Constitución”.
El concepto de la representación libre se incorporó desde entonces al Derecho Público inglés y estuvo íntimamente asociado a la participación de los comunes en la aprobación de las leyes que imponían gravámenes a los habitantes del reino. De allí surgió la conocida fórmula “no taxation without representation” que hasta hoy rige la vida política inglesa y que incluso en su momento sirvió a los colonos de América del Norte para rechazar los impuestos que pretendía imponerles la metrópoli, en lo que fue una de las motivaciones más importantes para la revolución de la independencia norteamericana.
En Francia fue el abate Emmanuel Sieyès —el mismo que creó la figura del poder constituyente y de los poderes constituidos— el iniciador de la representación libre, que en realidad fue una representación globalizante y genérica de los intereses disímiles que bullían dentro de la sociedad política. Esta fue la forma representativa que, acogida y consagrada por el constitucionalismo moderno, se extendió por todos los países de orden democrático.
La Constitución francesa de 1791 declaró que “los representantes elegidos por las circunscripciones no representan a una circunscripción particular, sino a la nación entera”.
La Ciencia Política moderna ha descartado por ilusa e irreal la condición del “mandato imperativo” en que pudiera estar colocado el gobernante con relación a sus electores. Esa condición que había sido sostenida por muchos juristas de la vieja guardia aparecía cada vez más como una ficción carente de todo contenido real. Resultaba muy forzado suponer que los electores, al momento de votar, conferían un “mandato imperativo” que circunscribiese las funciones del elegido. Esta tesis tenía muy poco contenido de realidad. La tendencia hacia la <realpolitik la ha desechado. El pensamiento político actual apunta a considerar que, una vez elegido, el gobernante tiene total autonomía para actuar de acuerdo con su conciencia y su leal saber y entender en el ejercicio del poder, sin menoscabo de su deber de rendir cuenta de sus actos ante el pueblo por medio de los órganos de fiscalización y control especialmente establecidos para este fin.
4. La representación sectorial. Cabe distinguir la representación globalizadora, que pretende encarnar de forma genérica y total el conjunto de los intereses diferentes de la sociedad —como la que ejercen los diputados con respecto a los electores en su conjunto—, de la representación parcial o sectorial que solamente recoge las opiniones y las aspiraciones de un grupo dentro de la sociedad. De esta última clase es, por ejemplo, la que ejercen los senadores en el seno del sistema bicameral de los Estados federales (que están obligados a defender los intereses de la circunscripción territorial por la que fueron elegidos) o la llamada representación funcional que ciertos grupos de interés o de actividad —los trabajadores, los empresarios, las universidades, los militares y otras actividades relevantes de la sociedad— llevan al parlamento, por lo general para combinarla con la representación política pura.
Una degeneración autocrática de la representación funcional se dio con el <corporativismo fascista que, al plasmar la representación de las corporaciones, anuló a las personas como elementos fundamentales de la sociedad. La representación política de los ciudadanos fue suplantada por la de los grupos de interés. Estos, y no los individuos, fueron los titulares del derecho de participar en la vida política del Estado.
De ese modo le fue más fácil al gobierno controlar a la sociedad.
La ficción sobre la que se levantó el sistema fue que la sociedad política no se divide en personas sino en grupos organizados de personas: en corporaciones, que cumplen funciones diferentes en el proceso de la producción con arreglo a la división social del trabajo. Luego son las corporaciones las que deben tener voz y no las personas. Pero para que una corporación pudiera tener existencia legal, necesitaba el reconocimiento previo del Estado. Ninguna corporación podía operar sin el reconocimiento oficial. Y a través de este sistema el gobierno mantenía un control absoluto sobre todos los movimientos de la población.
Para la teoría corporativa la sociedad no es una agregación de individuos sino la yuxtaposición de corporaciones y los derechos políticos corresponden a las corporaciones, controladas por el poder, y no a las personas individualmente consideradas.
En la teoría de la representación política es importante diferenciar las nociones de la representación y de la representatividad. Hay representación si el personero encarna, en su conjunto, el querer, las ideas y las aspiraciones de la comunidad que lo ha elegido. Hay representatividad, en cambio, cuando una persona —que en realidad no es un representante formal ni ha sido elegido— se siente identificada con lo que la comunidad a la que pertenece es, piensa y quiere por razones de “extracción”, es decir, porque proviene del seno de ella y, consecuentemente, posee las mismas características de los demás integrantes del grupo y comparte iguales intereses.
De modo que una cosa es que un funcionario sea representante de una comunidad y otra, diferente, es que sea representativo de ella.
Esta disquisición nos lleva a afrontar el tema de si hay representación sin elecciones. Mi opinion es que no. Que la representación presupone la voluntad electoralmente expresada de una colectividad para investir a alguien con su personería y exigirle, en consecuencia, cuenta de sus actos. En otras palabras, la elección es una condición necesaria —aunque puede no ser suficiente— para el ejercicio de la representación. En cambio, ella no es necesaria para ostentar la representatividad. Quiero decir con esto que las elecciones no bastan para calificar de representativo a un sistema pero que sin ellas no hay sistema representativo posible. Por tanto, la representatividad política puede carecer de una base electiva pero la representación política no.
Los sistemas representativos pueden adoptar un criterio territorial o un criterio funcional para dar contenido y delimitar la representación política. En el primer caso, los funcionarios electivos representan —de hecho o de derecho— circunscripciones electorales o áreas geográficas. En el segundo, las representaciones son “funcionales” o “profesionales”, establecidas con criterio económico. En el primer caso el elector es visto como ciudadano; en el segundo, como homo oeconomicus, es decir, como agente productivo, como miembro de un estrato o grupo de producción, que a través de sus representantes defiende sus intereses gremiales.
El criterio territorial de la representación conduce con frecuencia al localismo, o sea a la defensa de los intereses de la circunscripción por la que fue elegido el representante o al servicio preferente de sus electores. Esto suele ocurrir a pesar de que las normas jurídicas mandan que el representante ha de ser del pueblo, en su conjunto, y no de uno de sus segmentos geográficos.
5. El gobierno representativo. El jurista francés León Duguit (1859-1928), desde su particular punto de vista, manifiesta que en los Estados donde la mayoría numérica impone su poder se ha generado una situación llamada inexactamente “representación política”, en la que uno o varios individuos ejercen, en nombre de los “gobernantes primarios” en imposibilidad física de gobernar, las funciones directivas del Estado. En este obrar en nombre de los “gobernantes primarios” y considerar los actos gubernativos como directamente ejecutados por ellos, dice Duguit, es donde debe encontrarse la esencia del gobierno representativo.
Mas para obrar en nombre de la colectividad no es suficiente celebrar determinados actos de gobierno que la beneficien sino también acompañarlos de la intención de actuar por ella. Esto significa que el gobierno representativo tiene un elemento anímico esencial: la intención clara y distinta del gobernante de actuar en nombre y en lugar del pueblo y de interpretar su más íntimo sentir. De ahí que el tirano, el déspota, el usurpador, el monarca absoluto pueden ser fácticamente órganos de gobierno pero no representantes del pueblo. Carecen ellos no solamente de los títulos jurídicos para serlo sino además de esa actitud espiritual que da al poder un sentido verdaderamente funcional y democrático, capaz de crear las condiciones que hagan del acatamiento a la autoridad pública una obligación ética interiormente sentida por los gobernados y no necesario acto de prudencia ante la amenaza de la fuerza.
No puede haber representación política ni otra clase de representación allí donde no haya un ser que actúe en nombre de otro u otros, a quienes ligue con sus actos. La esencia de la representación está en la dualidad representante-representado. Precisamente ejercer la representación política es actualizar y hacer presente y operante al conglomerado social que está ausente de las operaciones de gobierno. Éste se eleva al plano político a través de la acción de sus representantes. En los sistemas en que esta dualidad no existe no puede haber representación. En ellos tiende a producirse la identificación del gobernante con el Estado, hasta el punto de que bien pudo exclamar uno de ellos: “L’Etat c’est moi”. Y es que en tales casos el gobernante ejerce un poder originario, inmanente, inalienable, frente al cual el mismo concepto de representación es un absurdo, puesto que no existe el ser o la entidad representada.