En los albores de la vida humana, cuando el hombre desarrolló su inteligencia, que es lo que le distingue del conjunto de la naturaleza de la que forma parte, pudo volverse sobre sí mismo o abrirse hacia el mundo que le rodea para indagar sus raíces. Trató de explicarse el origen y la razón de su ser y de todo lo existente. Ciertos fenómenos naturales, que no pudo explicarse o que fueron superiores a sus fuerzas, le atemorizaron. Nacieron entonces las concepciones mágicas, el totemismo, el fetichismo y la hechicería para tratar de dar respuestas a lo inexplicado. Pronto imaginó dioses a los que atribuyó el origen de todo lo que le resultaba incomprensible. Fueron dioses ideados de acuerdo con sus temores, deseos y necesidades. Desató cruentas guerras para defenderlos. Los dioses de los vencidos desaparecieron en aras de los dioses vencedores. Eran dioses guerreros. Y entregó lo mejor de sus esfuerzos a su culto. Levantó colosales templos en honor de ellos, como los que construyeron los antiguos egipcios en homenaje al dios halcón o al dios cocodrilo, cuya construcción duró cien o doscientos años y en la que se sacrificaron la vida y la salud de varias generaciones de esclavos.
Todos los pueblos primitivos fueron animistas: atribuyeron vida, voluntad, espíritu y sentimientos a los animales y a los objetos naturales que les rodeaban. Con diferencias en la riqueza o pobreza de las formas, todos ellos rindieron culto a los animales feroces y a los objetos de la naturaleza que presentaban alguna singularidad —astros, ríos, plantas, montes, piedras, cascadas— porque creían que el espíritu podía transferirse a ellos o que los dioses hablaban y actuaban por su intermedio. Los esquimales creían en los espíritus del mar, de las nubes y de los vientos. El kenaima —brujo malhechor de algunos pueblos caribeños— se encarnaba en jaguares u otros animales feroces para perseguir a los hombres. Los indios andinos anteriores a la conquista española también tenían creencias animistas. Para los primitivos africanos toda la naturaleza era animada y los fenómenos meteorológicos eran seres vivos. Cosa que ocurría también en la Polinesia, cuyos seres salvajes personificaron los vientos, los volcanes y los montes. Y los temían porque parecíanles misteriosos y potentes, y trataban de aliarse con ellos o de protegerse de sus peligrosas asechanzas.
De este modo, el culto animista —antecedente histórico de las religiones— marcó los destinos de las personas y los grupos durante un largo trecho de la historia.
El hombre elaboró así una religión, como parte de su cultura. Cada cultura tuvo su propia religión, de acuerdo con sus tradiciones y su peculiar concepción de la vida y de la muerte: la cultura islámica, la confuciana china, la hindú, la japonesa, la cristiano-occidental, la musulmana y muchas otras culturas en diferentes épocas y lugares.
Al comienzo las representaciones de los dioses fueron tan rudimentarias como todas las creaciones de sus manos. Eran dioses rústicos y elementales. Después, pari passu, con el desarrollo de su inteligencia y el refinamiento de sus costumbres, los dioses se tornaron más sofisticados. Fueron dioses antropomórficos que "hablaron" a los hombres y les dieron seguridad y consuelo. Cuando dos pueblos entraron en guerra, cada uno de ellos pidió a su dios la victoria. Y con los grupos sedentarios advino el monoteísmo. Todos los dioses se juntaron en uno solo, de carácter abstracto aunque susceptible de ser representado por medio de íconos, a quien se atribuyó condiciones de ubicuidad y de omnisapiencia.
La creación de la divinidad fue uno de los primeros inventos de la corteza cerebral hipertrofiada del ser humano. Con el progreso de su capacidad de abstracción llegó incluso a concebir dioses inmateriales, etéreos, que no pueden se captados por los sentidos, a los que atribuyó el principio y el fin de todas las cosas.
La característica común a todas las religiones es la creencia en uno o más dioses todopoderosos, capaces de disponer las cosas en la Tierra, de señalar el destino de los hombres y de reservarles recompensas o castigos en la vida ultraterrena.
La idea de dios ha gravitado poderosamente a lo largo de la historia y ha permitido a las religiones organizadas controlar la mente de los hombres.
La mayor parte de las religiones sustenta principios iguales o muy parecidos. La dialéctica del bien y el mal, representados de diversa manera, es un valor constante en ellas, lo mismo que la idea de que su dios es el verdadero y todos los demás son falsos. Ha sido frecuente la representación de la trinidad, en que dioses principales y distintos forman uno solo. La creación, la vida eterna, el castigo por los pecados, el dios como principio y fin de todas las cosas, la suprema sabiduría y justicia de él, su condición necesaria, su ubicuidad, su presencia inteligente e inmutable, han sido también a lo largo del tiempo elementos constantes de todas las religiones.
Para el brahmanismo su dios, que es el brahma, está en todas partes, lo llena todo, penetra en todo, cubre todos los tiempos y los espacios. Ese ser supremo no procede de nadie y lo crea todo. Engendró a los hombres y a los animales para poner de manifiesto su bondad. La materia no es más que una mutación de ese dios, pero si bien están en él las modificaciones de la materia, él no está en ellas y permanece siempre inmutable. Este dios estaba compuesto de tres deidades distintas, que formaban el trimurti o enlace de las tres potencias: el brahma, que tenía la potencia de crear; el visnú, la de conservar; y el siva, la de destruir.
Los primitivos egipcios tenían muchos dioses, unos más importantes que otros. Rendían culto fetichista a los astros, a los animales y a las plantas. Sin embargo, las dos deidades más importantes eran osiris e isis, marido y mujer y hermanos entre sí. A osiris se le representaba en forma de toro, pájaro, carnero o también de figura humana, e isis tenía una representación antropomórfica.
También para el confucianismo —cuatro o cinco siglos antes de Cristo— dios es el principio de cuanto existe. Es un ser eterno, independiente e inmutable, cuyo poder no reconoce límites y cuya mirada alcanza al mismo tiempo lo pasado, lo presente y lo futuro. Nada para él es desconocido. Con su infinita bondad y justicia rige la vida de los hombres y ordena la naturaleza.
Quinientos años antes de nuestra era, Zoroastro creía en oromazes —el dios del bien— y ahrimanes —el dios del mal—, nacidos del tiempo infinito e increado, que carece de principio, que fue siempre y será siempre. Del tiempo surgen la luz y la oscuridad, el día y la noche, el bien y el mal. En la dinámica de esta creencia, el dios del bien permitió, para su gloria, la existencia del dios del mal.
La deidad de los judíos es jehová o yahvé. Es un dios único: no hay otro. Es el que marca el destino de los hombres, el que da poder a los vientos y fuerza a la lluvia, el que señala el curso a los ríos y mueve las olas del mar. El <judaísmo no admite otras revelaciones que las de Moisés y las de sus profetas. Espera la llegada de un mesías que redimirá a su pueblo. Su fe se sustenta en el Talmud, que es el libro sagrado destinado a conservar la ley oral y las tradiciones judaicas.
Los católicos adoran a un solo dios en tres personas: padre, hijo y espíritu santo. Tres personas distintas y un solo dios verdadero. Esta es la santísima trinidad, que constituye uno de los misterios inefables del <catolicismo. Dios es el padre omnipotente que creó todo lo que existe. El hijo vino a la Tierra para encarnarse en hombre por obra del espíritu santo, ser crucificado, resucitar, subir al cielo y estar a la diestra de dios padre para redimir a los pecadores, de donde volverá un día lleno de gloria a juzgar a los vivos y a los muertos. Su reinado no tendrá fin. El libro sagrado del catolicismo es la Biblia, compuesta del Antiguo y Nuevo testamentos, en los que se reúnen los libros canónicos.
Según la Biblia, el dios de los católicos es “el principio y el fin” de todas las cosas (Apocalipsis I, 8), poseedor de “vida eterna” (1 Juan V, 11 y 20), “el camino y la verdad y la vida” (san Juan XIV, 6), el "hacedor del mundo" (san Juan I, 10), ser “omnipresente” (san Mateo XVIII, 20, XXVIII, 20), “todopoderoso” (Apocalipsis I, 8), "omnipotente" (san Lucas IV, 38 y 39, VII, 14 y 15 y san Mateo VIII, 26 y 27) y "omnisciente" (san Juan VI, 64) y (san Mateo XVII, 22).
En general, todas las ramas en que se dividió el <cristianismo a partir de la <reforma protestante comparten la creencia en un solo dios verdadero, eterno, indivisible, absolutamente sabio y bondadoso, omnipresente y todopoderoso, aunque mantienen diferencias en muchos otros elementos del dogma y del culto.
Los mahometanos sostienen que quienes dicen que hay tres dioses son impíos: no hay más que un solo dios verdadero. Y son infieles los que no creen en su unidad. Dios es eterno. No engendra ni es engendrado. Ese dios es Alá y Mahoma es su profeta. Alá es un dios todopoderoso, eterno e inmutable que predestina a sus criaturas al paraíso o al infierno. El Corán reproduce algunos de los principios del <cristianismo. Manda creer en los ángeles y el demonio, en la vida eterna, en la resurrección de los muertos y en el juicio final.
En el campo de la demonología las cosas son similares. La figura del diablo es común a las religiones antiguas. Cada una de ellas tuvo su propio diablo, como quiera que se lo llamara: demonio, lucifer, satán, satanás, mefistófeles. Probablemente el diablo más antiguo fue el seth que apareció en el valle del Nilo como demonio totémico de las tribus que habitaron el bajo Egipto en tiempos inmemoriales. Este fue “el patriarca de todos los príncipes de las tinieblas”, según dijo el crítico literario y poeta italiano Giovanni Papini (1881-1956). Y como todos los de su estirpe, seth fue la personificación del mal y el enemigo de los dioses y de los hombres. Se lo consideró capaz de oscurecer el Sol y de matar la luz. Fue el que agostó las cosechas y dispersó las mieses.
Ahriman fue el diablo persa atormentador y destructor de la gente y tentador de dios. Fue un diablo más feroz que el cristiano aunque menos inteligente. Pero, según la teología del zoroastrismo, su destino será desaparecer después de doce milenios a manos de Shaoshyant, uno de los hijos de Zaratustra, esperado como el salvador.
El diablo hindú, llamado primero mrtyu y después mara, fue célebre por sus tentaciones incesantes a Buda. Representa el goce erótico, la embriaguez, la sensualidad, la lujuria, la voluptuosidad, la exaltación de los sentidos.
Entre los antiguos griegos el diablo fue tifón, surgido de la rebelión de los titanes contra el dios Júpiter. Encarnó la iracundia, el odio y el mal. Según una de las tradiciones mitológicas fue hijo de Gea y Tártaro y, según otra, fue hijo de Hera que, irritada contra su esposo Júpiter, dios del Olimpo, lo concibió sin la cópula con éste y lo parió para disputar a Zeus el dominio del universo.
El diablo musulmám es iblis (o saitán), ángel convertido en demonio por negarse a obedecer la orden de Allah de prosternarse ante Adán, el primer hombre de la creación. Iblis dijo a su dios: “Yo soy mejor que él, tú me has creado con el fuego y a él le has creado con el barro”. Fue entonces expulsado del cielo por soberbio y se convirtió en demonio, según relata el Corán. La influencia de la Biblia sobre el Corán es manifiesta.
La cuestión de la creación es vista de manera similar por las distintas religiones. El dios de los brahamanes, deseoso de crear, produjo las aguas en cuyo seno lanzó un germen, en forma de un huevo resplandeciente de mil rayos, que fue el inicio de la vida y de todo lo que existe. Los doctores del confucianismo supusieron que todo se debe a una causa principal, sin principio ni fin —a la que llamaron ti—, que es el origen de la naturaleza. El aire fue la primera de sus emanaciones y su reposo o su movimiento produjeron el frío y el calor que, reunidos, dieron el agua. En el proceso de la creación primero aparecieron los elementos, después el cielo y los astros y finalmente el hombre y la mujer. En la concepción judeocristiana dios creó al principio el cielo y la tierra. La tierra era informe y estaba vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo. Dijo dios: “hágase la luz” y la luz fue hecha. Y vio dios que la luz era buena y dividió la luz de las tinieblas. A la luz la llamó día y a las tinieblas, noche. E hizo el firmamento y las estrellas y separó las aguas. Y la tierra dio yerba verde. Y, finalmente, después de creados los peces, las aves y los animales, dios creó al hombre, a su imagen y semejanza. Varón y hembra los creó. Les dio su bendición y les dijo: “creced y multiplicaos”.
El relato bíblico de Adán y Eva difiere poco de mitos similares del Medio Oriente antiguo y de otras regiones, mitos que aparecieron también en la vieja Mesopotamia, como en el poema de Gilgamesh conocido dos mil años antes de la era cristiana. Adán y Eva fueron, según la Biblia y el Corán, el primer hombre y la primera mujer y, en consecuencia, los progenitores de la raza humana. Adán —en hebreo Adam, que significa hombre— fue creado “con polvo del suelo” (Gen. 2,7); y Eva —en hebreo javá— fue creada de una costilla de Adán y entregada a éste por dios para que fuera su compañera y esposa.
El “árbol de la vida” y el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, así como el querubín alado, que se mencionan en el Libro del Génesis (II, 9 y III, 24), fueron tomados de la mitología caldeo-asiria.
Según el Corán y las leyendas islámicas, Adán fue creado de arcilla moldeable y fue el constructor original del altar sagrado la Kaaba, en La Meca.
Antes de que surgiera la crítica a su texto, la Biblia era considerada como un documento histórico acerca del origen y del pasado de la humanidad. Los fundamentalistas cristianos todavía defienden esta tesis y afirman que las narraciones bíblicas, de inspiración divina, versan sobre hechos reales.
El tema del “paraíso terrenal”, que entraña la idea de un comienzo feliz después de la creación, seguido de la caída y el infortunio por culpa de los hombres, se encuentra en las más antiguas tradiciones babilónicas, en el relato de la creación del Antiguo Testamento, en los mitos hindúes del primer hombre —rey del paraíso—, en los viejos relatos chinos y en las tradiciones del norte germánico.
El “fin del mundo” es otro de los temas comunes entre las religiones El brahmanismo sostiene que cuando llegue la terminación de los siglos aparecerá visnú sobre la tierra bajo la forma de un guerrero montado a caballo, en una mano el escudo y en la otra el puñal, y destruirá a los malos y hará caer las estrellas. Se oscurecerán el Sol y la Luna y las tinieblas cubrirán todos los espacios. La serpiente de las mil cabezas vomitará fuego, que reducirá el universo a cenizas. Los mares lanzarán sus olas sobre la tierra y los cielos. Entonces todas las almas irán a reunirse con la divinidad, de la que habían sido separadas, y no habrá allí más que felicidad para los justos y penas para los réprobos.
Según el zoroastrismo, después de expirado el plazo de nueve mil años, dios decretará la resurrección de los muertos. Cada uno reconocerá su cuerpo. Los justos irán en cuerpo y alma al gorotman (paraíso), a gozar de los placeres de los bienaventurados, y los malos al duzak (infierno), donde serán castigados. Mientras tanto en la Tierra el calor del fuego derretirá las montañas y los metales fundidos formarán un río que purificará a los hombres y purificará al mismo infierno. Oromazes y ahrimanes —dioses del bien y del mal— ofrecerán conjuntamente un sacrificio de alabanzas al primer ser y del fuego extinguido surgirá una tierra nueva y renovada, destinada a la eternidad.
Según el pensador chino Confucio (551-479 a.C.), las cosas creadas por un principio indestructible, después de haber pasado por todos los grados por los que deben pasar, dejarán de existir. El cielo ya nada producirá. La Tierra y cuanto a ella rodea se destruirán. El universo volverá al caos, pero después nacerá un nuevo cielo imperecedero.
La Biblia, en el libro del Apocalipsis que contiene las revelaciones hechas a san Juan durante su destierro en la isla de Patmos, habla del fin del mundo. Dice que al final de los tiempos aparecerán siete ángeles con siete trompetas. Cuando el primero toque la suya se formará una tempestad de granizo y fuego que se descargará sobre la Tierra, que quemará la tercera parte de ella. Al momento en que el segundo ángel toque su trompeta se verá caer sobre el mar un monte de fuego y la tercera parte del mar se convertirá en sangre. Caerá del cielo un gran cometa, ardiendo como una tea, cuando el tercer ángel toque su trompeta. Y cuando los cuatro restantes lo hagan el Sol se oscurecerá, la Luna no dará luz, las estrellas caerán del cielo. Y entonces aparecerá en el firmamento el Hijo del Hombre, gemirán todos los pueblos de la Tierra y él enviará ángeles para juntar a los elegidos de los cuatro ángulos del mundo, a quienes invitará a poseer el reino que les está preparado, mientras que a los réprobos dirá: “Id, malditos, al fuego eterno destinado a satanás”.
El mahometismo habla también del juicio final que vendrá un día, cuando nadie lo piense. Por eso dice: ”deja que jueguen y rían los impíos hasta que llegue el día del juicio”, en que ocho ángeles presentarán los libros en los que están escritos los castigos de los hombres. Ese día —dice el Corán— el cielo parecerá de metal fundido, los montes estarán tan blandos como la lana, una llama abrasadora quemará a los infieles, el hombre huirá de su hermano y la madre de su hijo, cada quien sólo pensará en sí mismo, no habrá para el malvado rescate ni socorro. Y entonces dios destruirá el mundo con todo lo que está dentro.
La revelación es otra de las recurrentes ideas de las religiones. En la Biblia hay muchísimos pasajes sobre ella. Mahoma, el fundador del <islamismo, nacido en La Meca el año 571 de nuestra era, dijo haber recibido del arcángel Gabriel en uno de sus frecuentes retiros al desierto la revelación de su misión. A partir de ese momento, Mahoma empezó a ejercer su tarea profética, a combatir la idolatría de los pueblos árabes y a predicar el monoteísmo, la creencia en ángeles y demonios y la existencia de una vida eterna después de la muerte.
La idea del redentor de la humanidad apareció expuesta en la colección de los libros sagrados de los antiguos persas —el Avesta— escritos en zendo, donde se formularon las doctrinas atribuidas a Zoroastro, y en el Bhagavata Ghita, que es parte del gran poema hindú denominado Mahabharata y que contiene algunas altas enseñanzas éticorreligiosas de los hindúes. Pero sin duda fue el cristianismo el que llevó más lejos esta concepción redentora con Jesús.
El tema de la profecía es también muy antiguo. Las religiones lo tomaron de la hechicería de los pueblos primitivos cuyos profetas formulaban sus predicciones mediante éxtasis y trances, acompañados de ritos, ceremonias, danzas y música. Los oráculos fueron una de las prácticas proféticas más viejas de la humanidad. Las culturas griega, babilonia, fenicia y caldea tuvieron oráculos venerados. Igual cosa se puede decir del mesianismo, o sea de la creencia en el venida de un mesías para redimir a los pueblos de sus aflicciones, pobrezas y opresiones. Varias religiones tienen en sus teologías la creencia de que al fin de los tiempos advendrá una persona real o imaginaria para liberar a los hombres.
Forma parte de las viejas leyendas de los pueblos orientales el mito del salvado de las aguas, que en la religión católica se plasmó en el mito de Moisés. Dice al respecto el escritor español Pepe Rodríguez, en su libro “Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica” (1997), que dios no estuvo muy acertado “cuando adjudicó a Moisés la misma historia mítica que ya se había escrito cientos de años antes referida al gran gobernante sumerio Sargón de Akkad (2334-2279 a. C.) que, entre otras lindezas, nada más nacer fue depositado en una canasta de juncos y abandonado a su suerte en las aguas del río Éufrates hasta que fue rescatado por un aguador que lo adoptó y crió”. Y agrega: “Este tipo de leyenda, conocida bajo el modelo de salvados de las aguas, es universal y, al margen de Sargón y Moisés, figura en el currículum de Krisna, Rómulo y Remo, Perseo, Ciro, Habis, etc.”
La divina trinidad ha sido otro de los dogmas compartidos por varias religiones desde viejas épocas precristianas, aunque los cristianos de los primeros siglos no lo conocieron. Rodríguez recuerda que “el sistema cosmogónico menfita se componía de la tríada Pta (creador de dioses y hombres), Sejmet (esposa) y Nefertem (hijo); la tríada tebana, de Amón, Mut (esposa, diosa del cielo) y Jonsu (hijo); la triada osiríaca de Osiris, Isis (esposa) y Horus (hijo); contando también con otras trinidades menos influyentes como Knef, Fre y Ftah, o Jnum, Anukis y Satis, etc.”
En realidad, no existe mayor originalidad en muchas de las religiones y sus planteamientos han sido copiados de unas a otras a lo largo del tiempo. En las tradiciones mesopotámicas y en la cosmogonía babilónica, muchos siglos antes de Cristo, se hablaba del legendario “primer hombre” —padre de todas las generaciones—, de su caída, del paraíso perdido, de la tentación, de la serpiente y de toda la mitología creacionista, que fue transmitida al pueblo judío durante la dominación babilónica a partir del año 586 antes de nuestra era y que después inspiró el Antiguo Testamento. Según la religión babilónica, el dios Marduk creó al hombre en la sexta etapa de la creación del cosmos a fin de que existiese alguien sobre la Tierra para que pudiera servir a los dioses.
El mito del diluvio —que es una de las tantas variantes de la mitología de la destrucción del mundo por el dios ofendido— fue común a las viejas religiones de la Mesopotamia que sostenían que el hombre se volvió orgulloso y trató de someter a los dioses y que, para castigarlo, el dios Bel produjo un gran diluvio del que se salvó el virtuoso Xixutros, quien fue advertido a tiempo y pudo construir el arca donde se refugió con su familia y con parejas de todos los animales. Después de 14 días las aguas empezaron a bajar y todos los tripulantes se salvaron.
Los babilonios contaban la misma leyenda. Cuando un concilio de dioses decidió destruir la ciudad de Suruppak, ordenó a uno de sus habitantes, Utnapishtim, construir una barca en la que pudiesen entrar él, su familia, unos cuantos artesanos y algunos animales domésticos y salvajes. La nave debía ser calafateada con betún y resina. Cuando el trabajo quedó concluido se descargó la terrible tempestad que duró siete días y siete noches. La Tierra quedó inundada y todos los seres humanos perecieron. Cuando las aguas descendieron la nave se posó sobre el monte Nisir, cerca del río Tigris, y sus ocupantes se salvaron y ofrecieron a los dioses libaciones y sacrificios.
Más tarde, a pesar de la benevolencia de Bel, los hombres volvieron a incurrir en el pecado del orgullo y empezaron a construir la >torre de Babel para escalar al cielo, pero los dioses la destruyeron y, para evitar que se repitiese el hecho, hicieron a los hombres hablar lenguas diferentes.
Existen notables coincidencias en el origen y destino de los personajes míticos adorados como dioses por varias religiones. Según la tradición, horus en Egipto, mithra en Persia, krishna en la India y jesús en Israel nacieron de madre virgen, hicieron milagros, tuvieron doce discípulos, resucitaron y subieron al cielo después de su muerte. Krishna, considerada como la segunda persona de la santísima trinidad, fue perseguida por un tirano y murió crucificada. Sufrió las consecuencias, como todos ellos, de enfrentar al poder político y religioso de su tiempo. Horus, mil años antes que Jesús de Nazaret, luchó en el desierto durante cuarenta días contra las tentaciones de sata. Este parece ser el origen del episodio similar de Cristo que narran los evangelios.
Hay también una curiosa similitud entre la historia de la momia Al-Azar-us del mito egipcio de horus y la resurección de Lázaro en la creencia católica.
De esto se desprende que muchas de las ideas, símbolos y mitologías de las religiones fueron copiadas de otras. Las más antiguas religiones y leyendas de los pueblos orientales —caldeos, asirios, babilonios, griegos, persas, egipcios— sostuvieron las mismas ideas recurrentes, expresadas a veces en términos muy parecidos, acerca de la divinidad, la creación, el “primer hombre”, el edén, la revelación, el mesianismo, la vida y la muerte, la resurrección de los muertos, la redención, el juicio final, el cielo, el infierno, el purgatorio, la inmortalidad del alma, la vida eterna, los ángeles y genios buenos, los demonios y genios malos, los milagros, el sacerdocio, los oráculos y las profecías.
La creencia en el “fin del mundo” y en una vida ultraterrena después de la muerte viene desde las más primitivas etapas del desarrollo religioso. A falta de explicaciones científicas, el hombre rudimentario atribuyó a una o más deidades la ocurrencia de los fenómenos naturales, algunos de los cuales tuvieron consecuencias catastróficas. Las inundaciones, los huracanes, los ciclones, los terremotos, las erupciones volcánicas sugirieron siempre al hombre el “fin del mundo”.
La escatología —que es la doctrina religiosa que trata de la vida después de la muerte o es el “discurso sobre las cosas últimas”, según su acepción original— asumió el estudio de la etapa final del mundo desde la perspectiva religiosa y desembocó en el concepto de la inmortalidad del alma. Las escatologías primitivas, muy condicionadas por las características medioambientales en que se desarrollaron las sociedades rudimentarias, sostuvieron que los espíritus habitaban el cuerpo humano después de la muerte y por eso lo enterraban con alimentos, bebidas y utensilios.
Más tarde, en las escatologías mejor elaboradas que establecieron parámetros ético-religiosos del bien y del mal, advino la creencia en la vida futura, el “juicio final”, el castigo sobrenatural de los pecados y el paraíso o el infierno como destinos ultraterrenos del ser humano. Se pueden encontrar similitudes entre las antiguas ideas griegas del cielo y del infierno y la doctrina cristiana. Los poemas homéricos y los de Hesíodo muestran cómo la mente griega concebía el futuro del alma en Elíseos o en Hades. A través de los misterios de Orfeo y los de Eleusis este pensamiento se hizo más profundo.
Pero el desarrollo de la ciencia, al identificar las causas y los efectos de los fenómenos de la naturaleza, disipó gradualmente las supersticiones. El pensamiento escatológico fue sustituido por el pensamiento científico. La teoría de la gravitación universal, fruto de la observación prolongada del movimiento planetario, destruyó la creencia geocéntrica.
Las religiones siempre han afirmado o han dado a entender que la vida es un privilegio de nuestro pequeño planeta, perdido en la inmensidad del universo, porque fue en él que sus dioses establecieron la sede de sus actividades. Pero esta es una afirmación absurda, arbitraria e insostenible. Ya la ciencia ha empezado a demostrar que hay indicios de vida —y vida inteligente— en el cosmos. Recientemente la National Aeronautics and Space Administration (NASA), que es la agencia gubernamental de Estados Unidos responsable de los programas espaciales, detectó en el año 2009 la existencia de glicina en el cometa Wild 2 mediante las muestras recogidas allí por su sonda Stardust. La glicina es un aminoácido esencial para los seres vivos porque forma sus proteínas. Este descubrimiento contribuyó a confirmar las hipótesis formuladas anteriormente por los científicos de que fueron los meteoritos y cometas que chocaron contra la Tierra hace millones de años los que trajeron la vida a nuestro planeta.
La NASA ha confirmado la presencia de esta molécula en el lejano cometa Wild 2 —que circula entre Marte y Júpiter— gracias a las muestras obtenidas por su sonda Stardust, que fueron enviadas a la Tierra en una cápsula de descenso.
Ya en 1994 un equipo de astrónomos de la Universidad de Illinois, dirigido por Lewis Snyder, aseguró haber encontrado la molécula de glicina en el espacio. El hallazgo de la NASA reafirma que el fenómeno de la vida se encuentra en el cosmos e incluso da sustento a las hipótesis científicas del origen extraterrestre de la vida en nuestro pequeño planeta.
En la vieja cultura hindú se pensaba que después de la muerte el espíritu entraba en otro cuerpo para vivir de nuevo, es decir, se reencarnaba en un ser distinto. Era la idea de la transmigración —sostenida por quienes creían en la metempsicosis— que se se traducía en castigos o recompensas futuras en función de la conducta de cada persona en su vida anterior. Si fue virtuosa, se reencarnaba en un ser superior; de lo contrario bajaba en la escala ontológica.
La escatología de los griegos clásicos consideró que las funciones de la mente, independientes del cuerpo, eran la esencia espiritual más pura y no tenían principio ni final, lo cual les llevó hacia un concepto abstracto de inmortalidad después de la muerte.
La escatología cristiana, junto con el juicio final y la resurrección de los muertos, anuncia el segundo advenimiento de Cristo —la parusía—, como culminación del destino humano y del reino de dios.
El islamismo adoptó del judaísmo y del cristianismo esta forma escatológica y proclamó también la terminación del mundo, la realización de un juicio final, la resurrección de la muerte y el discernimiento de premios o la imposición de castigos eternos.
La cruz, que es el emblema fundamental del cristianismo, lo fue también de varios pueblos de la Antigüedad. Las investigaciones arqueológicas han demostrado que ella, en sus diversas formas, fue conocida y en algunos casos venerada como un símbolo por varios pueblos antiguos, hace más de ocho mil años. Los hombres primitivos vieron en ella un símbolo de vida desde tiempos muy remotos. En el antiguo Egipto se han encontrado bajorrelieves y esculturas de la cruz de asa, que era el símbolo del dios Osiris y representaba la vida temporal y la eterna. Los egipcios conocían también otra forma de cruz: la llamada “cruz del Nilo”, que era símbolo de riqueza y cosecha. Y también la cruz en forma de letra T que adornaba el pecho del enorme ídolo Serapis, erigido en la orilla del lago Meris. En un sello de piedra babilónico muy antiguo (de hace 4.500 años) había también una cruz. Los pueblos semíticos representaban al dios-Sol Shamash como una cruz con rayos. Las pagodas gigantes hindúes se construían en forma de cruz. Para los pueblos arios desde India y Persia hasta Escandinavia la veneración del dios-Sol estaba inseparablemente ligada a la antiquísima cruz gamada, que se encontró también en las excavaciones arqueológicas realizadas en lo que actualmente es territorio ruso. Varios pueblos orientales conocieron la cruz de brazos desiguales: el brazo más largo representaba la vida y los otros tres, los destinos ultraterrenos: el cielo, el purgatorio y el infierno. Los primeros europeos que llegaron a México se sorprendieron al ver que la cruz se erigía en el templo de Anahuac.
La veneración de la cruz ha sido, entre los católicos, una parte fundamental de su liturgia. Desde los tiempos de los apóstoles han comenzado todo acto religioso —entrar al templo, iniciar o terminar las oraciones, dar o recibir las bendiciones— con la señal de la cruz. Los textos litúrgicos de la Iglesia Católica proclaman “la invencible e incomprensible fuerza de la sagrada y vivificante cruz”. Muchos apologistas occidentales y orientales escribieron sobre el tema, desde Tertuliano (160-220 d.C.) hasta san Teodoro Estudita (759-826 d.C.). Y los sacerdotes siempre se han persignado al comenzar su sermón. Sin embargo, los iconoclastas afirmaron que eso era idolatría y condenaron su práctica. Los concilios V y VI del año 629 prohibieron grabar cruces en el piso de los templos para que no se pisoteara el emblema cristiano. Pero el VII Concilio Ecuménico en Nicea en el año 787 condenó la herejía iconoclasta y reafirmó la veneración de la cruz, lo mismo que el Concilio de Constantinopla del año 842.
Para el catolicismo, como para otras religiones, el ser humano es una dualidad de cuerpo y alma —cuerpo mortal y alma inmortal—, dentro de la cual el alma es inmaterial y su destino final es la vida eterna. Pero la ciencia se encargó de demostrar después que lo que llamamos “alma” no es más que una expresión de los átomos y moléculas cerebrales. El hombre mismo no es otra cosa que un conjunto organizado de átomos y moléculas.
En los ámbitos de la biología se denomina neocórtex —neologismo aún no aceptado por la Academia Española de la Lengua— a la capa neuronal que rodea el cerebro de los mamíferos y que está muy desarrollada en los primates y, especialmente, en los seres humanos. Es en ella donde residen las capacidades mentales superiores del homo sapiens. Consiste en una delgada capa que recubre el cerebro, de unos dos milímetros de grosor, que tiene una gran cantidad de surcos, arrugas o pliegues y que está compuesta de seis subcapas muy finas. En los mamíferos pequeños el neocórtex es liso pero en los primates y en los humanos presenta arrugas muy pronunciadas. Esas arrugas y pliegues aumentan la extensión real del neocórtex. Afirma el escritor catalán Eduardo Punset, en su libro “El Alma está en el Cerebro” (2006), que “si desplegáramos la corteza del cerebro de una rata, no tendríamos una extensión superior a la de un sello de correos; si desplegáramos la corteza de nuestro cerebro, tendríamos una superficie semejante a la de una servilleta grande o un mantel de una mesa mediana”, donde “podríamos contar más de 30.000 millones de neuronas”. Ahí está la diferencia. El animal humano ha desarrollado una hiperplasia en el cerebro, o sea una extraordinaria multiplicación de células normales. Esto le ha permitido desenvolver grandemente su inteligencia y establecer de manera peculiar sus relaciones con sus semejantes y también con la naturaleza, a la que empezó a transformar con la ayuda del conocimiento científico.
A cargo del cerebro están todos los diferentes procesos mentales: el razonamiento, el lenguaje, el desarrollo cognitivo, los conocimientos, la memoria, la cultura, la imaginación, los sentidos, las emociones, los sentimientos, los afectos, las sensibilidades, la sexualidad, los sueños, el entendimiento, la conciencia, la subconsciencia, los temores, los estados de ánimo, los deseos, las esperanzas, las ansiedades, las depresiones anímicas, la semiología. Todo el proceso mental se desarrolla en el cerebro, incluidas las manifestaciones sentimentales, afectos y emociones que tradicionalmente hemos imputado al corazón —pero el corazón no es responsable de ellas, puesto que, como bien dice Punset, es apenas “un músculo, imprescindible para la vida, pero un músculo al fin y al cabo”— y las expresiones etéreas del pensamiento que las religiones han atribuido al “alma”.
Dentro de la concepción materialista del mundo —compuesto exclusivamente por materia y energía— todas las manifestaciones de la inteligencia humana tienen una base material, que es el cerebro.
Fue un grupo de científicos ingleses, encabezado por el sabio Thomas Willis (1621-1675), el que se atrevió a afirmar irreverentemente —en medio de las oscuras supercherías de mediados del siglo XVII— que los pensamientos y las emociones eran tormentas de átomos en el cerebro humano. Afirmación terriblemente audaz y revolucionaria para la época porque significaba que todas las manifestaciones que entonces se asignaban al “alma” eran, en realidad, funciones fisiológicas del cerebro.
Se inauguró así la “era neurológica” que atribuye al cerebro todas las manifestaciones inteligentes superiores del ser humano.
“Willis talvez fue el primero que afirmó que el alma es carne y que está en el cerebro —comenta Punset—. Sin embargo, él no fue perseguido por sus ideas como ocurrió con otros. Hubo grandes persecuciones contra filósofos, teólogos y científicos que profesaban ideas parecidas a las de Willis. Descartes, por ejemplo, sufrió el acoso de la Iglesia, y Thomas Hobbes fue perseguido por los obispos de Inglaterra cuando declaró que la mente no era más que materia en movimiento”.
La adhesión a las religiones se funda en la fe ya que sus principios no son demostrables por la razón. “La fe —dice el filósofo italiano Umberto Eco en su libro “¿En qué creen los que no creen?” (1997)— es la certeza absoluta de cosas no evidentes (argumentum non apparentium), que representan un problema incluso desde el punto de vista de la razón”.
Y es que a la religión no se llega por la razón sino por el sentimiento. Ya lo dijo hace varios siglos el matemático y físico católico francés Blaise Pascal (1623-1662) : “es el corazón el que siente a Dios y no la razón”. Y como lo reconoció el teólogo católico suizo Hans Küng a mediados del pasado siglo, “las pruebas de la existencia de Dios han perdido hoy mucho de su poder persuasor, pero muy poco de su fascinación”.
No obstante, el catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, Antonio Fernández-Rañada, en su libro “Los científicos y Dios” (2008), partiendo del hecho cierto de que “los grandes científicos y los dirigentes religiosos son los dos grupos que más han influido en las sociedades humanas”, sostiene la perfecta compatibilidad entre ciencia y religión, es decir, entre el conocimiento científico y el dogma religioso. Invoca testimonios de hombres de ciencia en las diferentes épocas y hace muchas acrobacias verbales para sostener su aserto. Dice que “entre los científicos se reproduce la diversidad que observamos entre las demás gentes: los hay cristianos, agnósticos, ateos, musulmanes, fervorosos, tibios, teístas sin religión particular, deístas…”. Lo cual es verdad, pero sólo demuestra que algunos científicos, a pesar de su consagración a los rigores de la ciencia, no lograron superar del todo la compulsión emotiva de buscar un hacedor del universo y de someterse a él.
La religiosidad tiene un altísimo contenido emocional que proviene de la visión de los supuestos orden y armonía del cosmos y del estupor de ver que, a pesar de los logros científicos, queda aún mucho de inexplicable, digo mal: de inexplicado, en el universo. Varios hombres de ciencia fueron emocionalmente seducidos por la “maravillosa armonía del reloj universal”, suposición que no resiste el menor análisis a la luz de los avances científicos porque lo que en realidad impera en el universo es el desorden, la arritmia, el desconcierto, la injusticia, la crueldad. En una palabra: el caos.
¿Puede haber algo más caótico que un mundo en el cual la sobrevivencia de unas especies depende del dolor y la muerte de otras? A simple vista se puede ver que el nuestro es un mundo montado sobre la violencia, el sufrimiento y el sacrificio de los seres que lo habitan. Para poder subsistir, unos miembros de la escala zoológica devoran a otros mientras que son devorados por los más fuertes, en acatamiento de la sangrienta e implacable ley de que “el pez grande se come al chico”. La vida de unas especies se alimenta de la muerte violenta y dolorosa de otras. Esa es la ley que ha regido —y rige— la cadena alimentaria a lo largo de millones de años en nuestro planeta. El hombre —feroz animal depredador— desde que apareció sobre la faz de la Tierra se alimentó diariamente del dolor y muerte de muchas otras especies y de la destrucción de la naturaleza. Las cosas siempre estuvieron dadas así. El orden natural determina la eliminación de los más débiles en un proceso que el naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882 ) habría de calificar más tarde como “selección natural” de las especies.
Pero las religiones sostienen lo contrario.
En el libro santo del islamismo se dice: “No se ve nada en la creación del Muy Misericordioso que no sea perfecto. Volved vuestra mirada, ¿veis algún defecto? Volvedla una y otra vez. Vuestra mirada se deslumbra, pero no se cansa.” Y en el versículo XI, 21 del Libro de la Sabiduría en el Viejo Testamento puede leerse: “tú dispones todas las cosas con justa medida, número y peso”.
Fernández-Rañada refiere que, “en la búsqueda de una base genética de la religión, el genetista Dean Hamer, del Instituto del Cáncer de Estados Unidos, ha propuesto la idea de un gen, conocido como VMAT2 y bautizado por ello como el gen de Dios, que predispondría a sus portadores a sentir la presencia divina”. De modo que la religiosidad sería una cuestión genética, rodeada por tanto de un cierto determinismo.
Hace mil novecientos años, el filósofo griego Celso afirmaba, con relación a los teólogos cristianos de su tiempo, que exigen “al que se cruza en su camino” una fe inmediata, irreflexiva e incondicional; anteponen la fe al conocimiento científico; no son capaces de convencer a los sabios y por eso huyen de ellos. Buscan, en cambio, a los necios.
Ante esta y otras afirmaciones, Samuel Fernández, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile, en descargo del filósofo griego afirma que, “al parecer, los cristianos conocidos por Celso abusaban del discurso fideísta”, es decir, del discurso que conminaba a creer o a marcharse. Y sostiene que “había otras corrientes cristianas más cultas, representadas por los apologistas y posteriormente por la escuela de Alejandría, que asumen el desafío de presentar la fe a buen nivel racional”.
En su "The Portable Atheist" (2007) —que contiene una antología de textos contra las religiones que abarca dos mil años de historia: desde Lucrecio hasta Ayaan Hirsi Ali— el filósofo británico Christopher Hitchens, estadounidense por nacionalización, sostiene que las religiones —todas ellas— se alimentan del miedo y la ignorancia de los grupos primitivos a los fenómenos de la naturaleza que no sabían explicar. Afirma que allí surgieron las verdades reveladas, inmóviles y obligatorias que pretendían una explicación mítica de fenómenos naturales que la ciencia analiza satisfactoriamente. Hoy como ayer, ante las dificultades actuales, las religiones ofrecen una vida maravillosa cuando llegue la hora del fin del mundo. Pero mientras eso ocurra, desprecian la vida terrena, justifican el sufrimiento y legitiman la violencia, “desde la Inquisición hasta el terrorismo islámico”.
Hitchens define a la religión como “el enemigo más viejo de la humanidad”. Afirma que la filosofía, la ciencia y el sentido común han descalificado sus argumentos. Las evidencias científicas han probado que las afirmaciones religiosas sobre la existencia de dios, el origen del mundo, la curación de las enfermedades o los desastres naturales son falsas, de falsedad absoluta. La filología demuestra el plagio de los textos sagrados entre las religiones y su inconsistencia. Dice que los teólogos intentan vanamente reconciliar textos primitivos y míticos con evidencias científicas que, pese a todos sus esfuerzos por encubrirlas, han resultado inocultables. Coincide con Richard Dawkins en que “las religiones se conforman con no investigar y proclamar una interpretación inamovible”. Un texto de Bertrand Russel —que cita Hitchens— sostiene que ellas han perdido en los últimos cuatrocientos años todas sus batallas contra la astronomía, la geología, la anatomía, la fisiología, la biología y las demás ciencias. Y añade Hitchens que la historia enseña la responsabilidad de las religiones en las guerras, los genocidios, las persecuciones de grupos minoritarios, la represión sexual, la discriminación de la mujer y la sofocación de la libertad de pensamiento y de expresión.
"The Portable Atheist. Essencial Readings for the Non-Believer" es una recopilación de textos escritos por 47 autores —filósofos, poetas, novelistas, científicos— a lo largo dos mil años. Contiene la evolución del pensamiento ateísta en la historia. Empieza con un texto del filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) referente a que el miedo y la ignorancia hicieron que los hombres inventaran los dioses. Defiende el derecho a pensar diferentemente y rinde homenaje a quienes lo defendieron cuando eso estaba prohibido. Hitchens dice que la historia de las persecuciones es muy dilatada: desde Lucrecio en la Antigüedad hasta Salman Rushdie y Ayaan Hirsi Ali, condenados a muerte por el fundamentalismo islámico en nuestros días. Critica a quienes adoran a un dios omnipotente, omnisciente, omnipresente y bondadoso, que sin embargo castiga a los inocentes, prohíbe el pecado pero lo posibilita, está celoso de otros dioses, ha escogido un solo pueblo entre todos los que ha creado.
Christopher Hitchens, en su obra "God is not Great" (2007), desmenuza las contradicciones, incoherencias, inconsecuencias y absurdos de los evangelios o las atrocidades del Corán y declara no entender cómo es posible que personas razonables del siglo XXI, educadas y con una amplia cultura, sean capaces de negar todas las evidencias y seguir considerándose creyentes.
En su libro Hitchens acoge un texto del pensador disidente hindú Abn Warraq, en el que critica el rechazo del Islam a la ciencia: “explicarlo todo en los términos de dios —dice— es no explicar nada” y condena irónicamente los tremendos castigos que prescribe ese “dios misericordioso” en el Corán: crucifixión para los enemigos religiosos y lapidación de las mujeres por causa de adulterio o fornicación.
Y la lapidación es, sin duda, la más cruel de las ejecuciones porque se entierra a la víctima hasta el cuello y luego se la apedrea hasta la muerte. Pero las piedras que se utilizan no deben ser tan grandes que puedan matarla de uno o dos golpes ni tan pequeñas que no alcancen su objetivo final. El propósito es someter a la víctima al mayor sufrimiento posible antes de su muerte. Después el rostro destrozado e informe de ella queda abandonado al aire libre para que las aves carroñeras concluyan la condena. Los regímenes islámicos todavía aplican esta pena para castigar la infidelidad conyugal femenina o el mantenimiento de relaciones sexuales fuera del matrimonio.
La religión, como parte de la cultura de los pueblos, no ha podido separarse nunca de la política. Ella ha estado presente a la hora de legislar, de diseñar las instituciones políticas, de elaborar las <ideologías, de ejercer el poder, de organizar la vida familiar, de ordenar la economía. Han resultado vanos los intentos de las >vanguardias intelectuales de separar la política de la religión, de establecer el <laicismo en la vida del Estado y de secularizar el poder, que se hicieron en los tiempos de la Ilustración, durante el desarrollo de las ideas socialistas y en otras importantes épocas históricas. A la postre la gravitación religiosa sobre la conducta de los hombres ha sido decisoria.
Durante un buen tiempo de la historia humana —y aún hoy, en algunos lugares del mundo—, la religión jugó un papel muy importante como factor de unificación social. No sólo fue el hecho de creer en un dios común que impartió a los hombres normas de comportamiento, cuyo cumplimiento les aseguraba llegar venturosamente al “más allá”, sino la organización de un poderoso aparato sacerdotal que disciplinó a los pueblos y unificó sus destinos. No hay duda alguna de que la religión fue, en este sentido, un importante factor de cohesión social que más tarde fue sustituido por el Estado, las ideologías políticas y otras ideas.
Los estudios sociológicos modernos demuestran, con el auxilio de las estadísticas, que avanza un proceso de “descristianización” en las sociedades occidentales. La cultura religiosa se ha venido abajo. Han caído los cultos, los ritos y la práctica cristiana. Las iglesias cada vez tienen menor control sobre los fieles. El vértigo de la vida moderna, sus presiones, les dejan poco tiempo para el culto y la oración. El individualismo triunfante carcome todas las morales colectivas y religiosas. El progreso de los conocimientos científicos ha impulsado una era de secularización social y ha conspirado contra dogmas religiosos que por dos mil años han sido la base de nuestra cultura, de las artes, del Derecho, de la moral e, inclusive, de nuestra identidad. Las iglesias, en respuesta, han hecho esfuerzos por reincorporar la oración en las escuelas y en muchos lugares han presionado a los gobiernos en favor de la reimplantación de la educación religiosa para tratar de recuperar el terreno perdido.
El papa Benedicto XVI, desde la tribuna del segundo sínodo de obispos en Roma a comienzos de octubre del 2008, habló sobre la pérdida de influencia del cristianismo en Europa y deploró que “naciones, un tiempo ricas en fe y vocaciones, pierdan ahora su propia identidad bajo la influencia nociva y destructiva de una cierta cultura moderna”.
Los índices de religiosidad de las sociedades han sido medidos por sondeos y encuestas de opinión. Ellos han demostrado que, en general, la religiosidad mantiene una relación inversamente proporcional con el grado de desarrollo socio-económico de cada país. Lo cual quiere decir que mientras más atrasada es una sociedad, mientras más hondo es el >subdesarrollo, tanto más intensa es su adhesión religiosa.
Esto lo afirma con toda claridad el profesor Samuel P. Huntington (1927-2008) de la Universidad de Harvard: “la población de los países pobres es muy religiosa; la de los países ricos, no”, con la sola excepción de Estados Unidos, cuya población es profundamente religiosa no obstante su alto grado de desarrollo. El profesor norteamericano —en su libro “¿Quiénes Somos?” (2004)— cita la Encuesta Mundial de Valores hecha entre 1990 y 1993 en cuarenta y un países, que muestra que los más religiosos son Nigeria, Polonia, India, Turquía, Estados Unidos, Irlanda, Brasil, Chile, México; y los menos religiosos China, Estonia, Japón, Bulgaria, Rusia, Belarús, Letonia, Suecia, Alemana oriental y varios otros países desarrollados.
El catedrático universitario, escritor e investigador español Francisco Diez de Velasco, en un importante estudio sobre la historia de las religiones, los ritos y los dioses, sostiene que los pueblos más religiosos son aquellos que tienen en la agricultura su principal modo de producción. En ellos cobran mucha fuerza semiológica los solsticios, los equinoccios, las lunaciones y el paso de las estaciones, que marcan el calendario festivo de las colectividades, y que son aprovechados por los agentes eclesiásticos para tejer enmarañadas tramas supersticiosas.
Eso explica que las religiones con mayor número de fieles son las que se han afincado en las sociedades agrícolas. En las sociedades industriales y postindustriales, en cambio, la adhesión religiosa es mucho más tenue y el fervor por el culto es notablemente menor. Y no me refiero a las elites sino a la sociedad en su conjunto. El pensamiento científico se ha sobrepuesto al sentimiento místico. La cuestión religiosa ha pasado a ser en ellas una opción meramente individual, con un alto grado de libertad de interpretación personal. El <laicismo estatal, es decir, la prescindencia de categorías religiosas y eclesiásticas en las instituciones e instancias del Estado, ha ganado terreno y la ley ha desterrado la noción de una religión oficial y la discriminación de las personas por razones religiosas.
El filósofo e historiador escocés David Hume (1711-1776), quien estudió las religiones desde la perspectiva histórica, afirmó en uno de sus desafiantes libros que ellas habían surgido en las antiguas culturas como cualquier otra actividad humana pero que su sobrevivencia se explicaba principalmente porque los padres la enseñaban a sus hijos cuando éstos eran niños —en una suerte de <lavado cerebral, digo yo— por lo que crecían sometidos a esa férula intelectual y emocional, de la que les era muy difícil escapar.
Con frecuencia se afirma que el ser humano no puede ser feliz ni virtuoso si no cree en un dios. Se liga de manera arbitraria la felicidad y la moralidad de las personas con su religiosidad. Es cierto que el hombre agnóstico o el ateo vive y convive con el misterio y que no tiene respuestas para algunos de los enigmas de la vida. Resulta más fácil y tranquilizante aferrarse al dogma y dejar de indagar muchas cosas. Pero eso no le despoja de sus posibilidades de alcanzar la felicidad y de practicar la virtud.
Hay una moral sin dogmas. Moral que surge de los valores deontológicos acumulados por la persona y extraídos de la observación inteligente del mundo. Más aun: la moral es autónoma o no es moral.
El filósofo y matemático inglés Bertrand Russell (1872-1970) sostiene que hay muchas maneras en que la ética que nace de las religiones interfiere con lo socialmente deseable y señala una serie de ejemplos, entre ellos el del control de la fecundidad. Dice que cualquier estudiante medianamente inteligente sabe que es una inmoralidad sobrepoblar el planeta pero esto no quieren saberlo los dogmáticos teológicos (theological dogmatists). Sostiene que todas las religiones son falsas porque, estando en desacuerdo entre sí, sólo una de ellas podría aspirar a ser verdadera. Esto es apenas lógico. La religión que una persona adopta es, salvas muy raras excepciones, la de la comunidad en que vive. Lo cual demuestra que se la acepta no por la cantidad de verdad que guardan sus dogmas sino por la influencia que el medio ejerce sobre el individuo. Creer en una religión significa tener convicciones que no pueden ser sacudidas por la evidencia contraria. Y si ésta amenaza con la más mínima duda, entonces debe ser suprimida y no pensada. Los argumentos contrarios no deben ser escuchados a fin de mantener intacta la fe. Hay que renunciar a que las convicciones se funden en la evidencia. Y no sólo eso, sino que además la mente de los creyentes debe ser llenada de hostilidad tanto contra los que tienen fanatismos diferentes como contra los que objetan todos los fanatismos.
Esto es más o menos igual en todas las religiones. Pero tener por virtuoso solamente a quien profesa una fe religiosa, es decir, a quien tiene convicciones que no pueden ser sacudidas por la evidencia contraria, es una aberración.
Innumerables pequeñas nuevas religiones y sectas se han formado en las últimas cinco décadas en los cinco continentes con el afán de alcanzar la quimérica simbiosis entre ciencia y teología y de buscar el principio que ordena el cosmos. Estas nuevas teosofías pretenden vanamente ensamblar los conocimientos científicos con los dogmas religiosos, en un ejercicio sincrético imposible. Muchos de los modernos movimientos religiosos no tienen sacerdocio, culto ni estructura organizativa. Su coerción y disciplina son muy laxativas. Unos proponen derivaciones modificadas de los mensajes religiosos tradicionales del cristianismo, el budismo, el hinduísmo, el islamismo, el sintoísmo y credos menores; y otros adoptan creencias novedosas e incluso impugnan las teologías tradicionales. Por eso su presencia causó alarma social y conflictos en muchos lugares, aparte de que fueron frecuentes los casos de mala conducta e incluso de conducta delictuosa de sus capitostes.
En torno a las nuevas confesiones e iglesias se han alineado los más diversos colectivos de fieles, de dimensiones comarcanas unos y de alcances mundiales otros.
La lista de ellas es interminable: la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (Mormones) fundada por el adolescente norteamericano Joseph Smith en Fayette el 6 de abril de 1830; Testigos de Jehová, iglesia creada por el joven estadounidense Charles Taze Russell en 1872; la Iglesia de la Unificación (secta Moon), establecida por el reverendo norcoreano Sun Myung Moon en 1954; la Iglesia de la Cienciología fundada en 1954 por Ronald Hubbard; la Meditación Trascendental de origen hindú creada en 1958 por Maharishi Mahesh Yogui; Heaven’s Gate —mezcla de cristianismo y ufología— establecida por Marshall H. Applewide; la Sociedad Teosófica fundada por Helena Blavatski, que sostiene los orígenes extraterrestres de la vida en la Tierra; la Civilización de la Verdadera Luz Mundial —Sekai Mahikari Bumei Kyodan—, de inspiración budista, fundada en 1959 por Okada Kotama; la Sociedad para la Creación de Valores (Soka Gakkai), con más de diez millones de seguidores, inspirada por el filósofo japonés Daisaku Ikeda; el New Age Movement (Nueva Era), surgido en Inglaterra y los Estados Unidos a mediados de la década de los 60 —bajo la inspiración del pensamiento de Ken Wilber, Stanislav Grof, Rupert Sheldrake, Edgar Froese, Eduard Artemiev, Mike Oldfield y Fritjof Capra—, que engloba de manera poco orgánica a numerosos grupos y movimientos religiosos norteamericanos y europeos, y que es una expresión de hastío de la modernidad, la tecnología y el materialismo moral imperantes en las sociedades postindustriales.
Cada una de estas y miles de otras confesiones religiosas e iglesias es más aberrante que la anterior, sin embargo de lo cual cuentan con miles y miles de seguidores.