La palabra se formó del vocablo relativo (y éste del latín relativus), que significa que una cosa está en relación o dependencia respecto de otra. Su antónima es absoluto (del latín absolutus, participio pasivo de absorvere) que significa “desligado”, “irrestricto”, “incondicionado”, “independiente”, “que es y vale por sí mismo”, “que no deriva su poder de una fuente superior”, “que no sufre subordinación”.
El relativismo es, de acuerdo con estas raíces etimológicas, una postura filosófica que considera que nada es absoluto y que todo es relativo en el orden de la naturaleza, del hombre y de la epistemología. Todas las verdades son relativas. Los juicios del hombre están limitados por muchísimos factores en el proceso del conocimiento y del discernimiento. La duda es el estado natural del espíritu humano, cuando tanto las razones de la verdad de un juicio como las de su falsedad se le presentan como insuficientes.
De esto resulta que las verdades son sólo provisionales, esto es, que lo son mientras no se demuestre lo contrario. “Dos y dos son cuatro hasta nueva orden”, solía decir con ironía Alberto Einstein (1879-1955), el creador de la teoría de la relatividad, para expresar la movilidad de las verdades, que son y dejan de ser, que están allí hasta que nuevas “verdades” las derrotan.
Por consiguiente, todo es relativo y nada es eterno ni absoluto.
El relativismo, en el campo de la teoría del conocimiento, puede considerarse como una forma de escepticismo en las posibilidades reales de aprehender el mundo exterior. Sostiene que todo conocimiento es relativo, no solamente porque resulta de un proceso en el que se plantea necesariamente una relación entre el sujeto y el objeto del conocimiento, esto es, entre el sujeto cosgnoscente y el objeto cognoscible, de modo que la acción cognoscitiva depende de los dos elementos de esa relación, sino especialmente porque hay buenas razones para creer que con frecuencia nuestros sentidos nos engañan, de suerte que no podemos tener certezas absolutas en lo que conocemos.
Esto nos plantea el problema del valor, límites y alcances del conocimiento. Nada hay en el cerebro que no haya pasado por los sentidos. La percepción de la realidad se hace por este conducto y su juzgamiento es tarea confiada a la inteligencia. Pero a veces los sentidos entregan informaciones falsas o inexactas de la realidad. Esto ocurre con cierta frecuencia. Por lo cual no podemos dar categoría absoluta a los datos proporcionados por los sentidos. Esto lleva a concluir que el conocimiento tiene características relativas y no absolutas. Lo absoluto es lo cierto e incondicionado. Aquello que no ofrece la más mínima duda. Y esos rasgos no siempre tiene el conocimiento, que es un acto humano y no absoluto, sujeto por tanto a todas las limitaciones de lo humano.
El conocimiento difiere de un sujeto a otro, puesto que cada persona es un punto de vista sobre el mundo. Para decirlo con el sofista griego Protágoras (490 a.C. – 420 a.C.): “el hombre es la medida de todas las cosas”. Y, en consecuencia, caben distintas sensibilidades, apreciaciones y juicios de valor sobre ellas.
Por tanto, el relativismo proclama la tesis epistemológica de que no hay verdades absolutas y de que todas ellas son relativas y están condicionadas por factores de espacio y tiempo. Lo que hoy tenemos por verdad puede no serlo mañana. Lo que es verdad para unas personas no lo es para otras. El estado mental que se llama “certeza”, descrito por el teólogo y filósofo católico santo Tomás de Aquino (1225-1274), de la escuela escolástica, como la “firmeza de adhesión de la capacidad cognoscitiva a su objeto cognoscible”, es muy relativo y no ofrece seguridad absoluta. Lo prueba la experiencia histórica. Algunas de las grandes verdades de ayer se convirtieron en las grandes mentiras de hoy.
Sin embargo, el filósofo agnóstico austriaco Karl Popper en su libro “En busca de un mundo mejor” (1994), que es la recopilación de muchas de sus conferencias dictadas en diversos lugares, condena el relativismo filosófico que aduce la relatividad de la verdad. Le acusa de ser “uno de los muchos delitos que cometen los intelectuales” y afirma que es “una traición de la razón y de la humanidad”. Aporta un punto de vista interesante al respecto. Sostiene que dentro del relativismo filosófico y con referencia a la teoría del conocimiento que éste auspicia hay que diferenciar la verdad de la certeza, o sea el objeto en sí y el proceso cognoscitivo que pretende aprehenderlo. Y, a partir de esta distinción, el filósofo austriaco afirma que las verdades son independientes del proceso del conocimiento humano y pueden ser absolutas, mientras que las certezas son relativas y admiten diversos grados de fiabilidad.
El relativismo, dirigido al campo de lo moral, sostiene que nada es bueno o malo en términos absolutos. La valoración ética de las acciones se hace de diferente manera por las personas y los grupos. Acciones tenidas como buenas en un lugar son desdeñadas por malas en otro. La maldad de antaño puede ser la bondad de hogaño. Por consiguiente “lo bueno” o “lo malo” dependen de muchos factores, condiciones, momentos, circunstancias, situaciones y puntos de vista.