Una de las más importantes innovaciones políticas del siglo XX es la organización, perfeccionamiento y operación de los partidos políticos como instrumentos de intervención de la comunidad en los quehaceres del Estado. Con ellos se desplazó el centro de gravedad político de los individuos a los grupos organizados, que han pasado a ser los sujetos principales de la acción pública de la sociedad.
De hecho y aun sin proponérselo, los partidos han reducido el peso específico de los individuos en la vida política. Incluso sus miembros de base dependen de las deliberaciones de los dirigentes y si bien pueden hacer valer sus opiniones ante ellos a través de las asambleas y demás actos partidistas, su intervención política no es de primera línea. Más mediatizada aun es la situación de los ciudadanos independientes —o sea los que no pertenecen a un partido—, quienes están a mayor distancia todavía de la posibilidad de una participación política directa.
En los regímenes democráticos modernos casi todo el juego político se resume en las relaciones de confrontación y de lucha entre los partidos, que son los grandes protagonistas de la acción política. Ellos han alcanzado un alto grado de organización. Son no solamente sistemas de regimentación de las masas e instrumentos de lucha por el poder sino además laboratorios de análisis de las realidades nacionales.
A pesar de todos los cuestionamientos que se han hecho y se hacen a los partidos, todavía no se ha inventado un sistema de representación política mejor que el que, con todas sus deficiencias, ejercen ellos en el sistema democrático. Las demás organizaciones que intervienen en la vida pública —sindicatos obreros, corporaciones empresariales, grupos de presión, entidades campesinas, organismos no gubernamentales, etc.— representan intereses sectorizados dentro de la sociedad y carecen de la visión universal de los problemas de un país que tienen o deben tener los partidos.
Para fortalecerlos y terminar con las imposturas de los pequeños grupos ocasionales que aparecen y desaparecen en la vida pública se ha implantado el régimen de partidos, que establece:
a) que los partidos políticos gozan de la protección del Estado,
b) que únicamente ellos pueden presentar candidatos para una elección popular,
c) que para ser candidato y ejercer un cargo electivo se requiere estar afiliado a un partido político o al menos patrocinado por él, y
d) que para que un partido sea reconocido legalmente y pueda intervenir en la vida pública del Estado debe: sustentar principios doctrinarios que lo individualicen, tener un programa de acción compatible con el sistema democrático, contar con el número de afiliados que exija la ley y estar organizado a escala nacional.
La vida jurídica de los partidos se inicia con el reconocimiento por la autoridad electoral y su inscripción en el registro pertinente.
Por lo general, para lograr este reconocimiento, el movimiento político o los ciudadanos agrupados con el propósito de constituir un partido deben presentar al organismo electoral los siguientes documentos:
a) Acta de fundación del partido
b) Declaración de sus principios ideológicos
c) Programa de gobierno
d) Estatutos
e) Símbolos, siglas y emblemas distintivos
f) Nómina de los órganos directivos
g) Registro de afiliados cuyo número represente un determinado porcentaje de los ciudadanos inscritos en el padrón electoral, y
h) La demostración de que tiene organización de alcance nacional.
Después de presentada la solicitud se abre la causa a prueba. Si algún partido considera que la inscripción solicitada por otro atenta contra las normas de la ley —ya porque no ha cumplido los requisitos, ya porque ha copiado nombres o emblemas— puede impugnarla en un determinado plazo.
Los partidos tienen derecho de propiedad sobre su nombre, siglas, símbolos y demás signos distintivos. Por consiguiente, no pueden ser utilizados por otros ni empleados de modo que pudieran llamar a confusión. La propia denominación de partido sólo puede ser usada por las organizaciones políticas reconocidas por la autoridad electoral.
Por el hecho del reconocimiento e inscripción el partido asume personería jurídica para ejercer derechos y contraer obligaciones y sus dirigentes máximos, cualquiera que sea su denominación, son sus representantes legales, judiciales y extrajudiciales.
Si en el curso de la vida de un partido se produce una escisión de la que surjan órganos directivos paralelos, la autoridad electoral, vistos los alegatos y las pruebas, es la llamada a determinar cuál de las fracciones es la legítima y, por tanto, la que puede hacer uso de las prerrogativas legales del partido.
El régimen crea derechos y deberes para los partidos. Les garantiza la absoluta libertad de difundir su doctrina y sus programas y de realizar sus acciones proselitistas. Les asegura el libre acceso a los medios de comunicación. Impone a éstos la prohibición de celebrar contratos de exclusividad de propaganda política o de negarse a aceptar la propaganda de un partido. Confiere a los partidos el monopolio del lanzamiento de candidaturas para las funciones de naturaleza electiva. Ningún grupo político —que no tenga la calidad de partido— puede hacerlo. Por lo general uno de los requisitos de elegibilidad del presidente y vicepresidente de la República y de los legisladores es ser afiliado a uno de los partidos.
La ley garantiza el derecho de los ciudadanos para afiliarse y desafiliarse libremente de ellos pero suele disponer al mismo tiempo, para fomentar la cohesión y disciplina partidistas, que quien se desafiliare o fuere expulsado de un partido no puede ser candidato de otro a menos que haya transcurrido un determinado lapso. Considera al transfugio y a la doble afiliación como delitos cívicos y los sanciona.
Los partidos que no obtuvieren un porcentaje mínimo de los votos emitidos desaparecen de pleno derecho.
Es lícito que los partidos puedan fusionarse entre sí o que uno se incorpore a otro. En el primer caso se produce el nacimiento de un nuevo partido sobre la desaparición de los anteriores y, en el segundo, se extingue el que se incorpora y subsiste el que lo recibe. Los afiliados de los partidos fusionados o del que se incorpora se consideran automáticamente miembros del nuevo partido o del partido receptor, según el caso.
En lo económico los partidos son acreedores, en proporción al número de votos que hubieran obtenido en la última elección, a una participación anual en el presupuesto del Estado para financiar sus actividades. Pero están obligados a llevar y presentar las cuentas de sus gastos, en lo que respecta a la subvención estatal, y a someterlas a la revisión de la autoridad competente.
Sin embargo, la financiación pública constituye solamente uno de los rubros financieros de un partido. Los otros son las contribuciones periódicas de sus miembros y simpatizantes, las aportaciones especiales, las rentas de los negocios e inversiones partidistas y los legados y donaciones. Bajo el régimen de partidos la ley suele prescribir que las personas naturales o jurídicas que hicieran donaciones, incluso donaciones electorales, pueden deducirlas del monto imponible de su impuesto a la renta hasta por un valor determinado. La ley reglamenta las aportaciones electorales que pueda recibir un partido.
En el orden tributario los partidos están generalmente exonerados del pago de impuestos por la adquisición y tenencia de bienes inmuebles, así como por su transferencia de dominio.
Pero como contrapartida de todos estos derechos y garantías, la ley prevé la cancelación de la inscripción de un partido —y, por tanto, su extinción de pleno derecho— si no obtuviere en las elecciones el porcentaje mínimo señalado.
Sin duda que se han suscitado deformaciones y abusos del sistema. Algunos partidos abandonaron su democracia interna, su debate ideológico y su movilidad interior, consolidaron cúpulas autoelegidas, eliminaron la <meritocracia en los sistemas de promoción de sus miembros, exigieron a los gobiernos “cuotas de poder” para sus dirigentes a cambio de respaldo político o incurrieron en otros actos de corrupción.
Pero hay políticos dignos de tal nombre, que entienden la política como una misión de altruismo y de servicio público, y hay partidos que promueven el interés popular.
Lamentablemente los abusos de ciertas cúpulas partidistas han dado argumentos a los opositores del sistema. Se ha hablado despectivamente de la llamada “clase política” (que, por supuesto, no es una clase en el sentido sociológico de la palabra) con referencia a las dirigencias enquistadas vitaliciamente en la dirección de algunas organizaciones políticas. Bajo el alero del régimen de partidos ciertos malos dirigentes han formado círculos exclusivos y excluyentes que toman decisiones en su propio provecho.
Pero nada de lo anterior invalida la tesis de que los partidos políticos son elementos indispensables de la democracia en las sociedades contemporáneas. No hay democracia sin partidos. Estos son los intermediarios entre la sociedad y el poder. Se encargan de recoger, encauzar y enriquecer las difusas aspiraciones populares y presentarlas ante quienes ejercen la autoridad pública. El hombre aislado carece de fuerza. Son las agrupaciones políticas organizadas los sujetos de la vida pública del Estado.
En el ámbito del Derecho Público latinoamericano fue en Uruguay donde se consagró muy tempranamente el régimen de partidos bajo la consideración de que no podía haber elecciones sin partidos políticos y de que éstos eran elementos fundamentales de la democracia. La “ley de lemas” del 23 de mayo de 1939 regulaba los requisitos que los partidos debían reunir para ser legalmente reconocidos y obtener su lema, o sea su denominación distintiva para todos los actos políticos y electorales. Como parte del sistema, la Ley Nº 9524 de 11 de diciembre de 1935 otorgaba personería jurídica a los partidos políticos para que, representados por sus personeros, pudieran ejercer derechos y contraer obligaciones jurídicas, entre ellos los de disponer y administrar los bienes de su propiedad. Una ley de 19 de octubre de 1954 instituyó el fondo de recursos estatales para financiar los gastos eleccionarios de los partidos políticos, cuya distribución a cargo de la autoridad electoral se hacía en proporción al número de votos válidos obtenidos por ellos en la circunscripción nacional. Posteriormente la ley expedida el 18 de octubre de 1962 dispuso que la distribución del fondo partidista se hiciera en proporción al número de votos alcanzados por sus listas de candidatos a senadores.
Desde los orígenes del sistema, la legislación electoral uruguaya admitía la existencia de “partidos permanentes” y “partidos accidentales” de acuerdo con la Ley de Elecciones de 1925, aunque su enfoque conceptual, recogido de la legislación uruguaya de principios de siglo, ciertamente que no fue un dechado de exactitud porque una de las características esenciales de un partido político es precisamente su permanencia. En eso se distingue de los movimientos o agrupaciones de cualquier orden que se forman para la defensa accidental de un principio o de una tesis. Los partidos son, por definición, organizaciones políticas permanentes. Sin embargo, la referida ley uruguaya, después de definir a los “partidos permanentes” como “las agrupaciones de ciudadanos que registren o hayan registrado durante el período de inscripción en el Registro Cívico Nacional ante la Corte Electoral o ante las juntas electorales de los departamentos en que actúen, su denominación partidaria y los nombres de las personas que componen sus autoridades ejecutivas nacionales y locales”, consideraba “partidos accidentales” a las agrupaciones de ciudadanos con presencia transitoria que no habían cumplido con esos requisitos legales.
La Constitución de la República Oriental del Uruguay, aprobada por referéndum en 1996, reafirma el régimen de partidos y garantiza la protección jurídica de los ellos, pero al mismo tiempo les impone la obligación de practicar internamente la democracia así en la designación de sus autoridades como en la postulación de sus candidatos presidencial y vicepresidencial por medio de elecciones partidistas directas.