El método reformista puede ser, según las circunstancias, una solución sucedánea de la revolución. Llamo reformismo a la transformación institucional profunda y rápida del Estado hecha por medios pacíficos. Esta transformación se instrumenta principalmente por el órgano legislativo.
La solución reformista —que algunos impropiamente llaman “revolución pacífica” o “revolución desde arriba”, ignorando que la violencia es una de las características esenciales de la revolución— es difícil, aunque no imposible, porque los grupos de privilegio económico, que están apoderados de los órganos gubernativos o que influyen sobre ellos, dificultan todas las transformaciones que pudieran afectar sus intereses económicos y sociales y su estilo de vida. Estos grupos suelen utilizar en su beneficio el aparato estatal. Hacen leyes que protegen sus privilegios y, naturalmente, se oponen a que cambie la organización social que tanto les favorece. Esto complica la posibilidad del reformismo como solución de cambio social. Pero, en todo caso, las dificultades del reformismo son infinitamente menores que las de la >revolución.
El reformismo no se hace desde el gobierno sino desde el poder. Quiero decir con esto que no es suficiente llegar a los mecanismos formales del mando político sino además asumir el control de los poderes fácticos que operan en una sociedad y que se oponen a todo cambio que pudiera poner en peligro su situación de privilegio.
Los <poderes fácticos son aquellos que no surgen de la ley, ni están por ella reglados, sino que nacen de la dinámica de las relaciones sociales, especialmente las de naturaleza económica. No son por tanto poderes formales, jurídicamente regulados, sino poderes informales ostentados y ejercidos de facto por individuos o grupos para defender intereses económicos y sociales de carácter particular dentro de la sociedad. Ellos radican principalmente en los sectores empresariales, los medios de comunicación social, las iglesias, los estamentos militares, los <grupos de presión, ciertas <organizaciones no gubernamentales (ONG), las <mafias y otras entidades cuyas potestades, no previstas ni autorizadas por la ley, son sin embargo muy eficaces a la hora de la toma de las decisiones en la vida social.
Estos poderes, que generalmente se mueven en la penumbra, han demostrado a lo largo de la historia tener mucha fuerza, ya como poderes de promoción de una idea, iniciativa o interés, ya como poderes de disuasión o de intimidación sobre los mandos del Estado. Actúan desde la sombra, condicionan el ejercicio de la autoridad política, influyen sobre los medios de comunicación social, moldean la opinión pública, ejercen influencia sobre el pensamiento y la acción de las personas e intimidan o persuaden a quienes tienen la atribución de tomar decisiones.
Son poderes invisibles pero no por eso menos reales.
Frente a ellos, el reformismo, en la medida en que se mueve dentro de la ley, resulta menos eficaz y menos rápido que la >revolución para someterlos e instrumentar los cambios políticos, sociales y económicos. La constelación de poderes fácticos que opera en los Estados de Derecho de corte occidental opone tenaz resistencia a los cambios estructurales propuestos por el reformismo y utiliza todos los métodos lícitos e ilícitos que están a su alcance para oponerse a ellos.
Para poner en evidencia la fuerza de los poderes fácticos en las sociedades democráticas o seudodemocráticas de Occidente resulta muy aleccionadora la experiencia del presidente Salvador Allende en Chile durante su fugaz gobierno entre el 3 de noviembre de 1970 y septiembre 11 de 1973, al frente de la coalición de fuerzas de izquierda y centro-izquierda denominada Unidad Popular, que se propuso encontrar la “vía chilena al socialismo”. Allende —no obstante ser marxista— optó por el reformismo y no por la revolución y se propuso hacer los cambios desde el gobierno: instrumentar lo que él llamaba la “revolución desarmada”. Pero en el camino vulneró intereses económicos concretos de los grupos sociales aventajados y de las empresas norteamericanas afincadas en Chile, hasta el punto que el presidente Richard Nixon de Estados Unidos tomó la decisión de hundir la economía chilena como medio de acabar con Allende. Eran los años de la <guerra fría y obviamente al gobierno norteamericano le eran preferibles dictaduras militares domesticadas antes que democracias incómodas en América Latina.
Allende expropió las minas de cobre en poder de empresas norteamericanas, estatificó la banca, socializó 3.800 latifundios privados, nacionalizó seis millones de hectáreas de tierra agrícola, afectó a cuatro mil latifundistas, nacionalizó noventa empresas que manejaban áreas estratégicas de la economía y estableció la “escuela nacional unificada” (ENU), que sometió a la educación pública y a la privada a los mismos parámetros y programas de estudio laicos.
La respuesta de los sectores empresariales privados fue la fuga de capitales, la desinversión, el boicot a la producción y la estrangulación del proceso económico.
Sin duda, Allende fue más allá de lo que la cultura política del Chile de los años 70 se lo permitía. La cultura política es el conjunto de conocimientos, tradiciones, valores, intereses, mitos, creencias, juicios de valor, prejuicios, opiniones, prácticas, percepciones, sensibilidades, hábitos, costumbres, recuerdos históricos y símbolos de una comunidad, que orientan y condicionan su comportamiento político. Es cierto que las revoluciones se hacen precisamente para desgarrar la cultura política predominante, pero no es menos cierto que la “revolución desarmada” como la que Allende pretendía —que, en realidad, era reformismo— resultó imposible y que se tornó muy difícil “avanzar sin transar”, como decían los chilenos de izquierda por esos años, a pesar de que los trabajadores estaban en la calle gritando “el pueblo, unido, jamás será vencido” y otras consignas revolucionarias.
Pero el reformismo no se hace desde el gobierno sino desde el poder. Y Allende lo que en realidad tenía era el gobierno. El escritor colombiano Gabriel García Márquez, con mucha agudeza, observó después que la contradicción más dramática de Allende fue “ser, al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado”. Quienes sufren esta contradicción son reformistas pero no revolucionarios porque, según lo dijo Marx hace muchos años, la violencia es la “partera” con ayuda de la cual una vieja sociedad da a luz una sociedad nueva.
Cuando, días antes de su partida hacia Bolivia, el comandante Ernesto Che Guevara (1928-1967) obsequió a Salvador Allende —que, en rigor, era un reformista— el segundo tomo de su libro “Guerra de Guerrillas”, en la dedicatoria le puso: «A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo». O sea la transformación fundamental del orden político, económico y social de Chile por métodos reformistas.
Y es que la <izquierda — ya lo vimos— tiene subdivisiones. Puede ser revolucionaria o reformista, según los métodos que emplee para alcanzar el cambio social. La finalidad última es la misma: transformación estructural del Estado. Pero los métodos son diferentes: la izquierda revolucionaria opta por la violencia mientras que la izquierda reformista prefiere los medios pacíficos. No en vano Marx sostenía que la violencia es la partera con ayuda de la cual una vieja sociedad da a luz una sociedad nueva. La diferencia entre estas dos propuestas de cambio social es más metodológica que teleológica. No olvidemos que, según la propia ley dialéctica del cambio de cantidad en calidad, la acumulación de cambios cuantitativos forzosamente produce en la sociedad una transformación cualitativa.
El reformismo se propone, mediante la movilización de masas, la toma electoral del poder para instrumentar desde allí el cambio social con los mecanismos del mando político.
No doy, ciertamente, una significación peyorativa a la palabra reformismo. Esta no significa el simple maquillaje de una sociedad injusta para mantenerla igual aunque con distinta apariencia. Esa interpretación, muy del gusto de algunos sectores sometidos a reflejos condicionados estalinistas, se originó en las agrias disputas europeas, de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, entre los teóricos marxistas August Bebel (1840-1913), Rosa Luxemburgo (1871-1919), Eduard Bernstein (1850-1932), Karl Kautsky (1854-1938) y otros. Aquellos son los sectores respecto de los cuales dijo irónicamente el filósofo y escritor francés Jean-François Revel (1924-2006) que hay demasiados revolucionarios para frenar el reformismo y muy pocos para hacer la revolución.
Cada país debe escoger, de acuerdo con sus circunstancias, su propia vía hacia el cambio social. No hay una receta de valor universal. Es cuestión de optar, en cada realidad espacio-temporal, por la metodología correcta. El propio Marx no descartó la vía reformista al socialismo en países de tradición liberal-democrática consolidada, como lo dijo en La Haya en 1872, y Engels no excluyó tampoco la posibilidad de la vía democrático-reformista en su prólogo de 1895 al libro “Luchas de clase en Francia de 1848 a 1850” de Marx.
Marx expresó en septiembre de 1878 que “si la clase trabajadora gana la mayoría en el parlamento o congreso, por ejemplo, en Inglaterra o en los Estados Unidos, podría suprimir por el camino legal las leyes e instituciones que se oponen a su desarrollo”. Y, en otra ocasión, explicó que “se puede concebir que la antigua sociedad puede pasar pacíficamente a la nueva en países en que la representación popular concentra en sí todo el poder, en que constitucionalmente se puede hacer lo que se quiere”.
La revolución es, con frecuencia, una utopía. Se requiere una rigurosa combinación de condiciones objetivas y subjetivas para que ella sea factible. Para superar el >statu quo, sin embargo, siempre hay la opción alternativa reformista: llegar al poder, no por la acción de los fusiles sino por los votos de las multitudes, y desde allí, con los elementos del mando político, producir los cambios sustanciales que la sociedad requiere.
Este es el reformismo.
De hecho, los partidos comunistas del este europeo hicieron una conversión en esta dirección: con resignación y todo se volvieron reformistas. Abandonaron la tesis de la acción armada revolucionaria, de la dictadura del proletariado, del régimen de partido único y de la estatificación total de los medios de producción. En América Latina se alejó el culto a los fusiles y al uniforme verde olivo de la Sierra Maestra. La consigna fidelista de que “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución” está archivada. La utopía ha quedado desarmada, como afirma el escritor y político mexicano Jorge Castañeda. Por eso se deben buscar otras opciones alternativas para el cambio social en una época en que parece consolidarse una nueva forma de sociedad estamental bajo el alero de la <globalización.