La palabra española universidad viene del vocablo latino universitas, que desde la Edad Media significó en Europa la comunidad de maestros y discípulos, cuya existencia corporativa había sido reconocida por la autoridad eclesiástica o política, o por ambas autoridades a la vez, según las normas o las usanzas del lugar, y cuyas finalidades eran las de impartir conocimientos en las diversas áreas del saber humano y expedir títulos a favor de quienes completaban sus estudios.
Con el pasar del tiempo, después de un largo proceso de evolución y de cambio, el vocablo universidad designó específicamente un centro de instrucción superior en letras, artes y ciencias.
Con remotos antecedentes en las antiguas Grecia, Palestina, Babilonia, Nalanda, China, Bagdad, El Cairo y Marruecos, la institución universitaria surgió en Europa muy avanzada la Edad Media, generalmente por iniciativa de la Iglesia Católica, para realizar estudios teológicos y filosóficos. Y después amplió progresivamente su radio de acción. La Sorbona, por ejemplo, fundada en 1257 por Roberto de Sorbonne, nació como un pequeño colegio en el que siete sacerdotes enseñaban gratuitamente teología a jóvenes de escasos recursos económicos y más tarde se trasformó no sólo en un centro de estudios superiores sino en el símbolo de la universidad francesa. Ese fue el origen de las primeras universidades europeas, como las de Bolonia, Padua o París.
La <reforma protestante dejó una huella muy profunda en la vida de las universidades de su tiempo. El repudio a la autoridad pontificia y episcopal sustrajo buena parte de los centros universitarios de la influencia de la Iglesia Católica pero, al mismo tiempo, provocó en muchos otros la exacerbación de su <confesionalismo, principalmente bajo la hábil conducción de los jesuitas que impusieron su dominio en la educación pública europea.
Vino la Revolución Francesa y desmanteló el sistema universitario medieval que prevalecía en Europa. Cortó la influencia clerical. Un decreto de la Convención de 1793 suprimió todas las universidades y colegios de Francia. Napoleón modificó por su base el sistema educacional primario, secundario y universitario y lo sometió a la intervención y dirección del Estado bajo un régimen laico. Se crearon nuevas universidades con programas de estudios modernos, escuelas normales superiores, institutos politécnicos, academias, colegios, liceos, escuelas comunales y demás planteles educativos, directamente dependientes del Ministerio de Educación de Francia.
De este modo se forjó la universidad napoleónica, cuya característica principal fue la enseñanza magistral del profesor con la ninguna o muy poca participación del estudiante. Su sistema se extendió por el mundo, como parte de los valores de la revolución de Francia. Y, como ellos, hizo crisis a principios del siglo XX, cuando quedó inadecuado para las nuevas condiciones sociales.
En lo que fue uno de los momentos estelares del proceso de búsqueda latinoamericana de su identidad cultural, advino el movimiento conocido con el nombre de reforma universitaria de Córdoba en 1918, cuyos principales postulados, en el ámbito propiamente educacional, fueron la autonomía universitaria, el cogobierno, la libertad de cátedra, la educación gratuita y laica, el libre ingreso estudiantil y la designación de profesores por mérito.
No se equivocaron, ciertamente, los jóvenes estudiantes en su proclama inicial: “Creemos no equivocarnos: las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”.
En efecto, esa revolución nacida en los claustros de la Universidad Nacional de Córdoba en Argentina se extendió al resto de la sociedad. Produjo una transformación cultural profunda y trajo nuevas concepciones de la vida. Asumió una actitud científica y antidogmática. Democratizó la universidad, la insertó en el pueblo y la condujo a sintonizar los problemas y los anhelos populares.
El acontecimiento detonante de este movimiento revolucionario estudiantil fue la elección por la asamblea universitaria del Rector de la Universidad Nacional de Córdoba el 15 de junio de 1918, impugnada por los estudiantes en medio de violentos motines porque había sido el fruto de una mayoría de profesores “que expresaba la suma de la regresión, de la ignorancia y del vicio”, que había sido manipulada en la sombra por los jesuitas en nombre de “una religión para vencidos o para esclavos”, según decía la proclama inicial de la Federación Universitaria publicada el 21 del mismo mes en la "Gaceta Universitaria", órgano periodístico estudiantil de esa ciudad.
En ese amplio y combativo manifiesto dirigido a la “juventud argentina de Córdoba” y “a los hombres libres de Sud América”, se denunciaba la “antigua dominación monárquica y monástica” que tiranizaba la educación superior y la mente de los jóvenes y que había convertido a las universidades en el “refugio secular de los mediocres”, donde la ciencia “pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático”.
Los estudiantes cordobeses proclamaron en esa oportunidad que se habían alzado contra el régimen anacrónico de educación “fundado sobre una especie de derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario”, que ha mantenido un “alejamiento olímpico” de los educandos. “La autoridad, en un hogar de estudiantes —rezaba el manifiesto—, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando”. Por consiguiente, si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y, por tanto, infecunda.
En otra parte del manifiesto se decía: “En adelante sólo podrán ser maestros de la futura República Universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de Verdad, de Belleza y de Bien”.
La reforma universitaria de Córdoba tuvo un formidable eco en todas las universidades públicas de América Latina de ese tiempo. Eco que incluso desbordó los claustros universitarios para penetrar en las instituciones políticas. Con toda razón el filósofo argentino José Ingenieros (1877-1925) dijo de ella que “tiene los caracteres de un acontecimiento histórico de magnitud continental”. Y eso fue cierto. Los conceptos de la reforma de Córdoba se difundieron rápidamente por América Latina y ejercieron determinante influencia sobre su proceso político.
Por supuesto que dentro de la dinámica del mundo contemporáneo la reforma universitaria de Córdoba está agotada, al menos en su mayor parte, porque sus postulados son ya realidad vital. Hoy se requiere una nueva reforma de carácter científico y tecnológico para crear la universidad del siglo XXI que arrostre los nuevos retos de la sociedad del conocimiento.
El papel de la universidad de nuestros días debe ser fundamentalmente el de desentrañar los misterios de la ciencia y de la >tecnología y ponerse al servicio del desarrollo social. Cosa que no podrá hacer sin investigación científica. Debe contribuir a crear ciencias sociales latinoamericanas y no europeas o norteamericanas. Las ciencias sociales no son intemporales: están ancladas en una determinada realidad. Pertenecen a una situación espacio-temporal concreta. Bien dijo el escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014) que “la interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”.
La remodelación de la universidad es tarea imprescindible en América Latina. Si su importancia fue muy grande en todo tiempo, hoy es aun mayor en la era de la revolución electrónica y de la >sociedad del conocimiento. Al fin y al cabo, la historia de la humanidad ha sido forjada por el pensamiento universitario y por las decisiones políticas que, bajo su inspiración, han tomado los hombres de Estado.
El gran reto de la universidad de este siglo es asumir el futuro con firmerza, reconciliar la ciencia con la ética y levantar su pensamiento y su voz tutelares, en medio del desconcierto general, la degradación de valores, el galope de las injusticias, el desencanto de la postmodernidad, la subcultura de las imágenes televisuales y la presencia de la video-política, para conducir a la humanidad hacia el encuentro del rumbo perdido.
A finales del siglo XX se inició en Europa un proceso de reforma universitaria implementada desde la perspectiva del desarrollo económico en la era digital. Con la intención de forjar una universidad europea de calidad, que pudiera ser más competitiva en la era de la sociedad del conocimiento, de la nueva economía y de la globalización, veintinueve ministros de educación de Europa se reunieron en Bolonia el 19 de junio 1999 para trazar las líneas maestras del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), destinado a instrumentar una profunda reforma universitaria, con nuevas metodologías docentes y la diversificación del financiamiento institucional, que condujera —según deseaban sus inspiradores— a convertir a la economía europea “en la economía, basada en el conocimiento, más competitiva de mundo”.
Los propósitos de la reunión quedaron recogidos en su declaración final. Y de ella salió el compromiso intergubernamental europeo de poner la universidad al servicio de las economías nacionales para tornarlas más competitivas.
Este fue el denominado Proceso de Bolonia —que entrañaba una visión europea de la universidad: la universidad para Europa—, al que se incorporaron después 46 países europeos y al que siguió la Estrategia de Lisboa, aprobada en la reunión del Consejo Europeo en la capital portuguesa el 23 y 24 de marzo del 2000, donde los jefes de Estado y de gobierno fijaron una serie de objetivos a cumplirse en la década para “llegar a ser la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de alcanzar un crecimiento sostenible con más y mejores empleos y mayor cohesión social”.
En este orden de ideas, la universidad, sacada de su aislamiento, está llamada a ser el centro de la dinámica del desarrollo económico de los países europeos.
En las reuniones de Bolonia y de Lisboa se identificaron nuevas fuentes de financiamiento para las universidades, mediante los aportes de las empresas privadas, el aumento de las tasas de los estudiantes y otras fuentes no convencionales de recursos, que disminuyeran la carga del Estado en la educación superior.
El Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) pretende la convergencia de los sistemas educativos superiores, muy distintos entre sí, para facilitar la movilidad de estudiantes y profesores en el ámbito europeo y conceder validez a los títulos universitarios en todos los países de la región. Con ese fin se propone unificar las titulaciones universitarias —dentro de un sistema basado en tres ciclos: grado, máster y doctorado— de modo que los profesionales que las ostenten puedan trabajar indistintamente en cualquiera de los países europeos. Y esa alta movilidad comprende no solamente estudiantes sino también profesores, investigadores, académicos, profesionales y personal de administración y servicios universitarios.
En un ejercicio de pragmatismo, los gobiernos europeos han buscado la productividad del conocimiento —en desmedro de las disciplinas humanísticas—, lo cual supone, sin duda, la supresión o condensación de los estudios “no rentables” y la orientación de la universidad hacia la nueva economía —la economía del conocimiento—, que ha surgido de la conjunción de los modernos software de la informática con el avance tecnológico de las telecomunicaciones y la aplicación de la robótica en la producción industrial. En esta nueva economía —economía digital—, fundada en bites almacenados en la memoria de los ordenadores, con capacidad para movilizarse por la red a la velocidad de la luz, el conocimiento es un insumo que representa un altísimo componente del producto interno bruto de los países.
El denominado e-learning, que es el uso de las nuevas tecnologías multimedia e internet para mejorar la calidad del aprendizaje, forma parte de la nueva economía.
Los temas tratados en el Proceso de Bolonia y en la Estrategia de Lisboa —y en reuniones posteriores de los mismos actores— por supuesto que abrieron encendidas discusiones dentro y fuera de los círculos académicos. A partir del 2008 hubo movimientos estudiantiles de protesta contra el EEES en algunos países europeos. Sus detractores sostenían que se pretendía “mercantlizar” y “privatizar” la universidad y supeditarla a los intereses del mercado. Afirmaban que había carencia de democracia y sometimiento de la educación superior a los intereses y demandas de las empresas privadas, futuras empleadoras de los titulados universitarios.
Algunos de los ataques contra el proceso de Bolonia se hicieron bajo la sospecha de que éste había recogido los planteamientos formulados en la European Round Table of Industrialists (ERT), celebrada en 1995, por los ejecutivos de las grandes empresas transnacionales —Nestlé, British Telecom, Total, Renault, Siemens y otras— que se juntaron para “presentar la visión de los empresarios respecto a cómo ellos creen que los procesos de educación y aprendizaje en su conjunto pueden adaptarse para responder de una manera más efectiva a los retos económicos y sociales del momento”.
Estuvo también en consideración la influencia que pudieron ejercer sobre el Proceso de Bolonia las ideas del viejo profesor austriaco de Harvard, Peter F. Drucker (1909-2005) —a quien se suele asignar la autoría de los conceptos privatization, outsourcing, management theory, knowledge workers y knowledge economy—, en torno de las cuales se creó la escuela de pensamiento empresarial denominada druckerism, que tuvo muchos seguidores en el mundo capitalista.