Fue el movimiento insurreccional promovido por los teólogos Lutero, Melanchthom, Calvino, Zwinglio, Oecolampadius, Bucero, Farel y otros en contra de la jerarquía católica de Roma a comienzos del siglo XVI.
Este movimiento recogió el descontento de muchos fieles de la Iglesia por la corrupción y falta de templanza de varios sectores del clero, especialmente de los miembros la corte pontificia de Roma.
La gota que derramó el vaso fue la nueva exacción impuesta por el papa León X —que ejerció su pontificado desde 1513 hasta 1521— a través de la venta de indulgencias plenarias destinadas a remitir las penas eternas por los pecados mortales de los fieles. Esta fue una vieja costumbre de la Iglesia, que llegó con Sixto IV a excesos tan censurables como el de negociar indulgencias no solamente para perdonar las penas de los pecadores sino también para solucionar las dificultades de las “almas del purgatorio” a cambio de dinero.
La decisión de León X fue considerada por Lutero como una perversión de la doctrina cristiana y un acto más de corrupción del papado. Dijo entonces en su Manifiesto que a cambio de dinero las autoridades eclesiásticas “convierten lo injusto en justo y disuelven juramentos, votos y acuerdos, destruyendo así y enseñándonos a destruir la fe y la lealtad empeñadas. Aseveran que el Papa tiene autoridad para hacer esto. Es el demonio el que les hace decir tales cosas. Nos venden una doctrina tan satánica, y por ella cobran dinero, que están enseñándonos el pecado y conduciéndonos al infierno”.
En esa época la Iglesia se había convertido en una máquina para hacer dinero. El historiador británico Peter Watson, en su enjundioso libro “Ideas. Historia intelectual de la humanidad” (2009), comenta que, “según un cálculo realizado por el Parlamento, en 1502 la Iglesia Católica poseía el 75% de todo el dinero que había en Francia. Veinte años después, en Alemania, la Dieta de Nuremberg calculó que la Iglesia acumulaba el 50% de toda la riqueza del país”. Afirma Watson: “Los papas de los siglos XV y XVI vivían como emperadores romanos”.
La respuesta de Lutero al tráfico de las indulgencias y a la corrupción de las altas esferas eclesiásticas fue la colocación en la puerta de la iglesia de Wittenberg, Sajonia, de sus célebres 95 tesis contra las aberraciones del papa, iniciadoras del formidable movimiento religioso y político llamado la reforma protestante que desconoció la autoridad dogmática, magisterial y temporal del papa, rompió la unidad doctrinal del cristianismo de Occidente e inició las profesiones protestantes.
Las autoridades romanas, enceguecidas por la codicia, no advirtieron la corrupción rondante ni dieron importancia a la acción de Lutero. Pensaron que no era más que una riña de monjes. Fue el cardenal holandés Adrián Florensz Boeyens de Utrecht, convertido en 1522 en el papa Adriano VI, quien advirtió la gravedad de la situación y, en su primer discurso al colegio cardenalicio, manifestó que era tan terrible la corrupción en las alturas de la jerarquía católica que “aquellos sumidos en el pecado” no eran capaces de percibir el hedor de sus propios actos. Pero su decisión rectificadora se frustró por la acción de los prelados italianos que lo rodeaban, quienes neutralizaron todo intento de limpieza, y por su prematura muerte un año después de su elección.
De modo que las cosas siguieron como estaban.
La palabra protestante se originó con ocasión del Manifiesto de protesta que formularon y respaldaron quince príncipes y los representantes de catorce ciudades en contra de las resoluciones de la Dieta de Espira, convocada por el emperador Carlos V en 1529 para frenar la propagación del luteranismo en Europa. Quienes se adhirieron a esa proclama contestataria recibieron el nombre de protestantes y así nació el término protestantismo, como posición teológica, para designar a todas las corrientes cristianas no dependientes de la Iglesia Católica ni de las iglesias separadas de Oriente.
El rey Carlos V emitió el Edicto de Worms para condenar a Lutero, su doctrina y sus seguidores. Los protestantes formaron la Liga de Esmacalda en 1531 para defenderse. Paulo III convocó en 1542 el Concilio de Trento con el propósito de definir las enseñanzas de la Iglesia Católica frente a los postulados del protestantismo e inició la formación del catálogo de los libros prohibidos —el index librorum prohibitorum— que los católicos estaban prohibidos de leer.
Las obras de Erasmo, Copérnico, Galileo, Rabelais y muchísimas otras de carácter científico, filosófico o artístico de inmenso valor fueron prohibidas porque la Iglesia consideraba que eran un instrumento de los herejes y los sediciosos para divulgar sus ideas. El papa Pablo IV publicó en 1559 la primera lista de los libros prohibidos —el Index Expurgatorius—, que incluía a aquellos que, en criterio del papado, amenazaban “el alma” de los fieles. Esta lista fue seguida en 1565 por el Índice Tridentino, que vedaba la lectura y la tenencia de cerca de las tres cuartas partes de los libros que se habían imprimido en Europa. Y, para el control de estas prohibiciones, se formó la Congregación del Índice, encargada de actualizar la lista y de vigilar la edición, comercialización y lectura de esos libros. El papa ordenó que se cubrieran con hojas de parra los desnudos de las estatuas del Vaticano y contrató al pintor da Volterra para que tapara las muestras de desnudez del Juicio Final de Miguel Ángel en el ábside de la Capilla Sixtina.
El protestantismo se difundió rápidamente por Europa. Y quedó así planteada una nueva y cruenta lucha religiosa, que habría de tener enorme influencia en el ordenamiento político europeo de su época. Sin embargo, la postulación protestante del libre examen de los textos bíblicos conspiró contra su unidad doctrinal y pronto se abrió en contradicciones y discrepancias que, con el tiempo, dieron origen a diversas congregaciones protestantes a pesar de los esfuerzos de sistematización que hizo Juan Calvino (1509-1564).
Perteneciente a una generación posterior, Calvino escribió en Basilea el primer esbozo de su "Institutio Christianae Religionis", que muchos consideran el texto más lúcido e influyente de la reforma protestante. El libro, que había empezado con seis capítulos en 1536, a finales de los años 50 del siglo XVI tenía ochenta. Posteriormente Calvino escribió en Ginebra las "Ordonnances ecclésiastiques" y las "Ordonnances sur le régime du peuple" para regimentar estrictamente la conducta de los fieles ginebrinos. La esencia del calvinismo fue la imposición férrea de sus normas morales. Por eso, se suele llamar <calvinismo a la actitud extremadamente austera y rigurosamente ética que asume una persona en su vida pública y privada.
En todo caso, la Reforma Protestante fue un movimiento ideológico y político que tuvo una extraordinaria importancia en la historia. No solamente que elaboró una nueva teología, que dio origen a las numerosas congregaciones protestantes, sino que articuló una teoría política contraria a la que había mantenido la Iglesia Católica a lo largo de toda la Edad Media. La distinción entre lo temporal y lo espiritual, que los reformadores promovieron para combatir los apetitos de poder de ciertos sectores del clero, se expresó más tarde como diferenciación entre política y religión, separación entre Estado e Iglesia, distinción entre delito y pecado, conceptos todos que se confundieron largamente en el pensamiento de la patrística y el >tomismo, y aun después.
En la Reforma deben encontrarse algunas de las raíces de los conceptos que se impusieron más tarde en la Revolución Francesa. Allí están los gérmenes del <laicismo estatal, de la invisibilidad política del clero, de la tolerancia religiosa, de la expropiación de los bienes de la Iglesia e incluso del anticlericalismo.
Pero, como siempre ocurre en el movimiento dialéctico y pendular de la historia, la Reforma produjo una fuerte reacción católica que se denominó contrarreforma. Sus propósitos fueron principalmente velar por la pureza de la fe y por la disciplina del sacerdocio y de los fieles. Y extremó el fanatismo y la dureza para alcanzarlos.
El movimiento contrarreformador se inició en la segunda década del siglo XVI, durante el pontificado de Clemente VII, y se intensificó bajo Paulo III con el apoyo de los cardenales Gaspar Contarini, Jacobo Sadoleto, Reginaldo Pole, Jerónimo Aleander, Juan Pedro Caraffa, Marcelo Cervini, Juan Morone y otros pensadores de la Iglesia. La fase más activa se dio entre 1523, en que ascendió al papado Clemente VII, y 1563 en que terminó el Concilio de Trento. En este período se crearon nuevas órdenes religiosas —como los jesuitas, capuchinos, teatinos, oratorianos— para que sirvieran de adelantadas de la fe y de la vigilancia de la más rigurosa ortodoxia.
El Concilio de Trento se encargó, por largos años, de revisar y definir los temas de la doctrina que fueron impugnados por el protestantismo.
Paulo III mandó formar el famoso índice de los libros prohibidos e instituyó la Santa Inquisición en Roma en el año 1542, como instrumentos de la contrarreforma. Siglos antes se habían establecido los siniestros tribunales del Santo Oficio en muchas ciudades europeas para perseguir a los herejes. El cardenal Juan Pedro Caraffa, que ascendió al Pontificado en 1555 con el nombre de Paulo IV, fue nombrado como prefecto de la institución inquisidora. Ella desplegó un trabajo tan intenso como fanático en la persecución de los delitos contra la fe, que eran principalmente la herejía, la superstición y la apostasía.
Ríos de sangre corrieron por esta causa.
La Inquisición fue el más espantoso invento que ha dado el fanatismo religioso en todos los tiempos. Por medio de procedimientos ocultos dirigidos contra los inculpados, usando todos los instrumentos de tortura y de apremio disponibles en su época, les arrancaba confesiones y autoinculpaciones que justificaban el pronunciamiento de sus sentencias en secreto y sin apelación, en las que les imponía las penas más temibles e inhumanas.
Probablemente España contribuyó, más que cualquier otro país al “éxito” y al fanatismo de la contrarreforma, con sus teólogos Soto, Báñez, Cano, Vitoria, Suárez, Molina, Laínez y Salmerón, y también con sus “santos de acción”, que fueron verdaderos combatientes por la causa de la ortodoxia católica, como Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Xavier, Juan de la Cruz y otros de la “floración” de su mística.
A partir del Concilio Vaticano II, reunido en Roma desde 1962 hasta 1965, el papado promovió el diálogo ecuménico entre las iglesias cristianas, en búsqueda de la unidad. Sin embargo, el ecumenismo sufrió un espectacular retroceso con la declaración "Dominus Iesus: sobre la unicidad y la universalidad salvítica de Jesucristo y de la Iglesia", expedida por el papa Juan Pablo II en septiembre del 2000, en la cual sostuvo que existe una sola iglesia de Cristo: la católica, apostólica y romana, gobernada por el sucesor de Pedro, que es el papa, y por los obispos en comunión con él, y que todas las demás comunidades cristianas “no son Iglesia en sentido propio”, por lo que la Iglesia Católica no acepta que las otras religiones sean caminos válidos para llegar a la salvación.
En el documento, preparado por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (heredera de la <Inquisición), se explica que es necesario combatir las “teorías relativistas que tratan de justificar el pluralismo religioso” y se impugna la idea de que “una religión vale tanto como otra”, porque ella pone en peligro el mensaje misionero de la Iglesia Católica. El cardenal Joseph Ratzinger, jefe de la Congregación —quien poco tiempo después fue elegido el papa número 265 de la Iglesia, bajo el nombre de Benedicto XVI—, expresó en aquella oportunidad que “algunos teólogos están manipulando y yendo más allá de los límites de la tolerancia cuando sitúan a todas las religiones en el mismo nivel. Existe una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia Católica”.
Esta declaración del Vaticano, que fue una victoria del sector conservador de la curia romana, fue recibida con irritación, desaliento o desdén por los representantes de las otras confesiones cristianas. El Consejo Ecuménico de Iglesias, con sede en Ginebra, deploró la declaración por ser contraria a la humildad y a la apertura hacia las distintas ramas de la cristiandad. El propio teólogo católico suizo Hans Kung —que anteriormente fue víctima de sanciones por el Vaticano a causa de sus opiniones disidentes— expresó que la declaración del pontífice romano “es una mezcla de retrogradación medieval y de megalomanía vaticana” que menoscaba el diálogo interreligioso de los años anteriores.
Lo cierto fue que la declaración del papa produjo un gran retroceso en los avances logrados en el camino de la reconciliación entre las diversas ramas del cristianismo.