Mucho se habló de este tema en los círculos políticos, económicos y empresariales del mundo durante las últimas décadas del siglo XX. La “reforma del Estado” se convirtió casi en un tópico. En el fondo, lo que con ella se designaba era la supresión del Estado benefactor, con poder regulador sobre la economía, para dar paso al <laissez faire del liberalismo libreconcurrente del siglo XVIII, retocado y actualizado por las corrientes neoliberales que se expandieron por el mundo al socaire del >thatcherismo y la <reaganomics de las décadas de los años 80 y 90 del siglo pasado.
Lo usual era entender la reforma del Estado como desregulación de los mercados, liberalización del comercio exterior, flexibilización de las relaciones laborales, privatización de empresas y servicios públicos y descentralización del proceso político y de la administración estatal. Todo lo cual implicaba no solamente un cambio fundamental en la relación del Estado con la economía sino también del Estado con la sociedad. O sea un peculiar modelo de desarrollo político y económico.
Desde el punto de vista histórico, la primera gran reforma del Estado fue la que lo llevó de la organización monárquica a la republicana —o sea del <absolutismo al <constitucionalismo— mediante las revoluciones de Estados Unidos de América y Francia de fines del siglo XVIII. Luego vino la transformación del Estado inhibido del laissez-faire al <Estado de bienestar de los años 30 del siglo pasado. Otra reforma de gran profundidad fue la marxista, a partir de la Revolución de Octubre de 1917, que expropió los instrumentos de producción que estaban en manos privadas y los puso bajo la gestión directa del Estado. Y la reforma estatal que hoy se impulsa, en su manifestación más extrema, es la reducción del Estado a su mínima expresión en beneficio de otros centros de poder fáctico dentro de la sociedad. La tesis central de esta reforma del Estado es la disminución de su tamaño para obtener, según dicen los propugnadores de la idea, “un Estado pequeño pero eficaz”, con la consecuente transferencia del comando de la economía a manos privadas. En su manifestación más radical, esta tesis conduce al <miniarquismo, con un Estado reducido a su mínima expresión, como lo sostienen ciertos exponentes del anarquismo individualista norteamericano.
Desde la perspectiva histórica, la reforma del Estado no ha sido más que una serie de episodios dentro de la eterna lucha por el poder y la dominación social. Las fuerzas económicas privadas han q quieren estar fuera de todo control estatal que les obligue a hacer concesiones distributivas y redistributivas. En la medida en que logren establecer un “Estado mínimo”, su poder y su radio de maniobra serán mayores.
Todo se resume en términos de poder.
Del mismo modo que, en el extremo contrario, la <estatificación fue una manifestación del afán de dominio de personas que a nombre del Estado impusieron su omnímoda voluntad e intervinieron hasta en los más pequeños resquicios de la vida social, detrás de la reforma del Estado hay también intereses políticos concretos e identificables encaminados a reivindicar el mayor poder político y económico posible en favor de los grupos privilegiados de la sociedad, dentro del marco de una economía desguarnecida y de un Estado ausente.
La bandera de combate es la “ineficiencia” del Estado en el manejo de las empresas públicas, cosa que en muchos casos es verdad, lamentablemente, aunque los críticos de ella no tienen ojos para mirar la ineficiencia privada y sus abusos. Impulsan con gran fuerza, en consecuencia, el abstencionismo estatal, la denominada <desregulación, la <privatización de las empresas públicas, la <liberalización de la economía, la apertura de los mercados, la sustitución de la <planificación estatal por las <fuerzas del mercado y el libre flujo de los capitales privados. Todas estas medidas están dirigidas a fortalecer, nacional e internacionalmente, el poder político de los grupos económicos dominantes.
A estas medidas se las denominó con la equívoca expresión de “reformas estructurales”, obedeciendo al llamado <consenso de Washington, aunque en muchos casos ellas significaron volver atrás, dejar de lado la promoción de la democracia económica y abandonar la defensa de los derechos humanos de carácter económico y social.
La tesis de esta reforma del Estado se originó en los círculos de la planificación económica del gobierno de Estados Unidos, en torno a cuyos planteamientos se reunieron en la capital norteamericana en noviembre de 1989 los representantes de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y Venezuela bajo el patrocinio del Institute for International Economics de Washington, donde los participantes latinoamericanos manifestaron su plena coincidencia con las formulaciones norteamericanas de instrumentar en los países de la región la “modernización” de sus economías para insertarlas en el proceso de <globalización” que estaba en marcha. Cosa que se ha cumplido con matemática precisión. El gobierno que a la sazón presidía yo en Ecuador no fue invitado a la reunión puesto que los invitadores sabían que no compartía esos proyectos e ideas privatizadores.
Fue el economista británico John Williamson quien acuñó la expresión Washington consensus —“consenso de Washington”— para designar a la concertación de ideas y propósitos que se produjo en aquella reunión y quien resumió los principales campos en que se proyectaron las llamadas “reformas estructurales”: el fiscal, el tributario, el financiero, el de la política cambiaria, el del comercio internacional, el de las empresas estatales y el de la “desregulación” de la economía y del mercado.
Dado que el déficit fiscal suele estar en el centro de todos los desajustes macroeconómicos, lo primero que acordó el “consenso de Washington” fue establecer una estricta disciplina del gasto público como medio de reducir los déficit fiscales. De allí nació la recomendación de abolir los subsidios sociales, eliminar determinadas inversiones y, complementariamente, establecer mayor eficiencia en las recaudaciones y eliminar todos los mecanismos progresivos del régimen impositivo que sirven a los fines de la redistribución del ingreso. La liberalización de los sistemas financiero y cambiario entrañó el sometimiento de las tasas de interés y de cambio a las fuerzas del mercado. De modo que el Estado perdió todo control sobre estos dos grandes precios de la economía. En el marco de la liberalización comercial se abatieron los aranceles, se eliminaron las limitaciones para-arancelarias y se abrieron los mercados. Se promovió la inversión extranjera directa y se crearon mecanismos (debt-equity swaps) para convertir deuda en inversión a precios de mercado. Se impulsó la política de privatizaciones de las empresas públicas con el enunciado propósito de exonerar al Estado de las pérdidas que la operación de ellas suponía. La “desregulación” de los mercados y todas las demás medidas, respaldadas fuertemente por la administración Reagan de Estados Unidos, formaron parte esencial de aquella reforma del Estado.
El Banco Mundial, durante dos etapas perfectamente diferenciables, impulsó fuertemente esta reforma del Estado en América Latina y el Caribe. Primero propuso modificaciones destinadas a consolidar el “Estado mínimo”, dentro de los más puros cánones del pensamiento económico neoclásico, pero después se inclinó hacia las “reformas estructurales de segunda generación”, apartándose en alguna medida del tradicionalismo económico.
En la primera etapa, desde una perspectiva puramente administrativa —que olvidaba que conducir un Estado es más complicado que dirigir una corporación privada, puesto que se trata de conducir personas y administrar cosas—, impulsó sistemáticamente un cierto tipo de reforma del Estado, con base en la instrumentación de lo que denominó “reformas estructurales” tendientes a reducir el tamaño del Estado, bajar al mínimo la injerencia estatal en la economía, transferir un cúmulo de responsabilidades estatales al mercado y privatizar empresas públicas, puesto que muchos de los males y de las dificultades afrontadas por las sociedades latinoamericanas se atribuyeron a la presencia estatal en el manejo de la economía. Por tanto, según su opinión, había que superar el modelo de desarrollo liderado por el Estado e ir a lo que los ideólogos neoliberales denominan “democracias de mercado”. Todo esto, en concordancia con las recetas del Consenso de Washington de 1989.
Después, a raíz de la crisis mexicana de 1994, abandonando la idea anterior del “Estado mínimo”, la institución multilateral de crédito abogó por un “Estado eficiente” y expresó con frecuencia que las “reformas estructurales” de nueva generación debían superar los planteamientos del Consenso de Washington para crear las condiciones del crecimiento económico a largo plazo. Desechó la tesis del “Estado mínimo”, que había propugnado en los años 80, entre otras razones porque la propia instrumentación de las reformas neoliberales y la toma de ciertas medidas —como la protección del medio ambiente, la lucha contra la pobreza o el combate contra la corrupción— requerían una cierta dosis de poder en el Estado y la presencia de instituciones públicas bien estructuradas y sólidas.
En esa oportunidad el Banco Mundial no dejó de recordar que los países del sudeste asiático, Japón incluido, se desarrollaron vertiginosamente durante la segunda postguerra gracias a la intervención estatal en la economía, la presencia de un gobierno fuerte, la protección de las nacientes actividades industriales, la concesión de créditos dirigidos y subsidiados, los acuerdos entre agencias estatales y empresas privadas, el proteccionismo comercial, la inversión estatal en la formación de recursos humanos, las ingentes inversiones oficiales en infraestructura económica y el manejo selectivo de los subsidios estatales. De ahí que, en su concepto, el Estado no podía renunciar a sus responsabilidades de modernizar y tornar eficiente la gestión pública, tecnificar la administración de justicia, reorientar y controlar el gasto público, promover la rendición de cuentas de los funcionarios estatales —la <accountability—, establecer un marco legal claro para la actividad productiva privada, implantar la estabilidad macroeconómica, proteger el derecho de propiedad privada, supervisar las actividades de la banca particular, asumir políticas de alivio a la pobreza y promover la equidad en la distribución del ingreso; acciones todas que no son espontáneas y que requieren la vigilancia y, eventualmente, la coacción del Estado. Y admitió, aunque con algunas reservas, la importancia de la planificación económica estatal.
En su informe de 1997 reconoció que el Estado cumple “un papel especial e innovador en la forma como se relaciona con los mercados”. Y que tiene, además, la responsabilidad de “construir la confianza” entre los agentes económicos y garantizar la seguridad jurídica para impulsar la inversión privada y la activación productiva. No obstante, lugar importante en la agenda reformatoria ocupaban la reducción del tamaño del Estado y la <privatización de algunas empresas públicas.
Sugería el informe que los gobiernos procesaran estas reformas de manera de dar a los pueblos la sensación de que aquellos eran los autores y de que éstas no eran hechas fuera sino dentro de las entidades populares.
Pero el propósito de superar al Consenso de Washington e ir hacia una nueva generación de reformas estatales fue materia de una encendida discusión interna en el Banco Mundial, en los años 1997 y 1998, entre quienes —con Shahid Javed Burki y Guillermo Perry, a la cabeza— sostenían la tesis de no contradecir sino complementar las propuestas del Consenso de Washington y quienes, liderados por Joseph Stiglitz —a la sazón jefe de los consultores económicos de la institución—, las impugnaban parcialmente y sostenían que eran menester políticas de intervención reguladora del Estado en las áreas en que el libre mercado no bastaría para impulsar el desarrollo.
Sin duda, el Consenso de Washington, con la privatización, apertura comercial y “desregulación” de la economía, produjo una reforma del Estado en concordancia con el pensamiento económico neoclásico que lo inspiraba. Y en nombre de la racionalidad técnica y de los cánones macroeconómicos, aquel proceso iniciado en 1989 indujo a modificar los principios de la era keynesiana-desarrollista del capitalismo latinoamericano implantados en el curso de la segunda postguerra, bajo la convicción de que el secreto del éxito en el desarrollo de los países atrasados era copiar las instituciones, métodos y prácticas de los países industriales de Occidente.
En sus informes anuales posteriores, el Banco Mundial insistió en el tema de la reforma del Estado.
Y, frente a todo lo que ocurre, vale la pena que acotemos que el problema central del Estado contemporáneo, más que sus dimensiones excesivas o su injerencia en asuntos económicos que se consideran de competencia privada, es su carácter antidemocrático, especialmente en las sociedades del tercer mundo. Sus formas de organización y de operación llevan sistemáticamente hacia una democracia restringida. Y la liberalización económica, la privatización del sector público de la economía, el imperio del <laissez-faire —que van envueltos en la reforma del Estado que hemos descrito— aumentan la pobreza, el desempleo, las exclusiones, la marginación social y las disparidades económicas.
La cuestión que debe plantearse, por tanto, es la reforma del Estado para asegurar el advenimiento de la democracia tridimensional, o sea para democratizar la democracia, y no para arraigar aun más el statu-quo y agudizar las diferencias antidemocráticas.