Es el conjunto de medidas de política económica que buscan modificar la estructura de la propiedad de la tierra y el régimen de su tenencia con el doble propósito de mejorar la situación socioeconómica de los campesinos e incrementar la producción y productividad agrícolas.
En su libro “Direito Agrário e Meio Ambiente”, el ilustrado profesor brasileño Octavio Mello Alvarenga (1926-2010) pone énfasis en el hecho de que, si bien la reforma agraria entraña una cierta drasticidad en su ejecución, se la realiza por medios institucionales. No es el asalto a la tierra sino un proceso programado de modificación de su tenencia por medios jurídicos, acompañado de políticas de crédito y de asistencia técnica a los nuevos propietarios.
La estatificación marxista de la propiedad de los predios agrícolas para implantar en ellos formas colectivas de explotación, con base en unidades de gran tamaño capaces de incorporar moderna tecnología, no es propiamente reforma agraria sino revolución agraria. La reforma agraria, manteniendo el derecho de propiedad privada, redistribuye la tierra entre los campesinos que la necesitan y convierte en dueños a los tenedores precarios (aparceros, arrimados, cierto tipo de arrendatarios, huasipungueros) o promueve la adjudicación de la propiedad de la tierra a favor de cooperativas o comunidades campesinas. En el primer caso, los originarios propietarios no reciben indemnización por la expropiación de sus tierras; en el segundo, sí.
La reforma agraria no sólo debe ser mirada desde el enfoque “distribucionista” sino también desde el “productivista”. En otras palabras, el cambio de los sistemas de tenencia de la tierra debe ser una operación que concilie las demandas sociales con las exigencias del desarrollo económico, es decir, que busque una justa distribución de la propiedad y del ingreso agrícolas entre los trabajadores del campo al mismo tiempo que la eficiente utilización del suelo para alcanzar altos índices de rendimiento. De lo contrario, el deficiente empleo de la tierra agrícola representará un grave obstáculo para el desarrollo económico general de un país.
Este doble enfoque de la reforma agraria se justifica porque la estructura latifundio-minifundio (en la que hay mucha tierra en pocas manos y muchas manos en poca tierra) es injusta desde el punto de vista social e ineficiente desde el punto de vista económico. Por tanto, hay que corregirla. Pero sin caer en el error de llevar al colapso la producción agrícola en nombre de la justicia social o de mantener la eficiencia productiva en medio de la pobreza de los trabajadores del campo. Es menester conciliar los dos criterios: el social y el económico, a fin de que la reforma agraria aumente la producción y productividad al propio tiempo que haga justicia a los campesinos.
De todos modos ella ocupa un lugar de importancia en la reorganización económica de los países en los que existe una alta concentración de tierras agrícolas en pocas manos y un elevado porcentaje de la población económicamente activa dedicado a las faenas del campo.
Al comienzo la reforma agraria se hizo para abolir el <latifundio y las prácticas feudales en el cultivo de la tierra. Este fue el pensamiento prevaleciente entre los agraristas latinoamericanos de los años 50 y 60 del siglo pasado. En aquellos tiempos se hablaba de “quebrar el poder de los latifundistas” y en este sentido la reforma agraria entrañaba realmente un cambio estructural muy importante. Sin embargo, ella tiene también el propósito de integrar los <minifundios en unidades de producción eficientes. Estaba llamada a corregir las dos anomalías de la tenencia de la tierra: el latifundio y el minifundio. Para este efecto solía establecer límites máximos y mínimos de tenencia permisibles y causas de afectación de los predios deficientemente trabajados. Los tipos de reforma agraria que impusieron máximos permisibles en cuanto al tamaño de las fincas establecieron la facultad del Estado a dividir y adjudicar a los campesinos sin tierra toda la parte excedente.
Los movimientos agraristas de principios de siglo en México, por ejemplo, levantaron como bandera de su lucha reivindicativa la reforma agraria, bajo la consigna de que “la tierra es de quien la trabaja”. Un campesino analfabeto y pobre de Morelos, llamado Emiliano Zapata, que se convirtió en una de las figuras principales de la revolución y se alzó en armas en marzo de 1911 a la cabeza de un movimiento agrarista reivindicador. Miles de campesinos indigentes se organizaron en el zapatismo y lucharon por nueve años en el sur de México para defender los derechos de los trabajadores de la tierra.
El agrarismo fue la médula de la ideología y acción revolucionarias de México. Los campesinos empuñaron las armas acicateados por el propósito de obtener tierras para trabajarlas. Sus demandas se concretaron, primero, en la proclama revolucionaria de San Luis Potosí formulada por Francisco Madero —un joven hacendado de Coahuila— el 5 de octubre de 1910, en la que convocó al pueblo a las armas para derrocar al dictador Porfirio Díaz. Allí planteó la necesidad de reparar el despojo de las tierras de los campesinos pobres hecha en beneficio de los terratenientes por la llamada ley de desamortización del 25 de junio de 1856 y de aplicar el denominado Plan de Ayala, firmado por Zapata y otros caudillos populares el 28 de noviembre de 1911, que se considera el documento fundamental del agrarismo mexicano.
Con estos antecedentes, el presidente Venustiano Carranza expidió el 6 de enero de 1915 la ley de reforma agraria, que dispuso la caducidad de todas las propiedades de tierra adquiridas contra los intereses de los pueblos y comunidades campesinas en virtud de la mencionada ley de desamortización de 1856.
Sin duda, el momento culminante del movimiento agrarista llegó con el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, en el período de 1934 a 1940, en que a través del programa de reforma agraria se distribuyeron más de 18 millones de hectáreas a favor de un millón de campesinos.
Pero el poder de los terratenientes en el mundo contemporáneo fue declinando conforme aparecieron actividades económicas mucho más dinámicas y de mayor productividad y la reforma agraria perdió buena parte de su fuerza original.
De otro lado, algunos economistas consideran que la moderna tecnología aplicada a las tareas del campo ha cambiado un tanto las actuales perspectivas de la reforma agraria. Sostienen que la llamada “economía de escala” ha llegado también al campo y que la mecanización agrícola requiere extensiones más o menos grandes de tierra a fin de que puedan bajarse los costes unitarios de producción y que los precios de los productos del campos sean más bajos para los consumidores.