Los recursos naturales son el punto de partida del proceso productivo de la sociedad. Comprenden las tierras, las aguas, el aire, la energía solar, las minas y los bosques. Ellos constituyen el entorno físico de la sociedad, del que se extrae la alimentación de los seres humanos y la energía y materia prima para las actividades industriales. Ese entorno sirve además de sumidero donde la población deposita los residuos finales de sus actividades de producción y consumo.
Algún día el hombre será capaz de aprovechar plenamente los recursos naturales. Los satélites artificiales servirán como estaciones para recoger, procesar y transmitir energía solar en forma de electricidad. La energía nuclear será otra opción alternativa, por medio de la fusión del átomo. Y la energía eólica, el aprovechamiento térmico de los residuos urbanos, la geotermia, la energía de los mares, son otros tantos recursos naturales a disposición del hombre.
Los recursos naturales son de dos clases: renovables y no renovables. Los primeros no se agotan porque poseen la capacidad de reproducirse. Todos los recursos de la agricultura tienen esta característica, lo mismo que los ictiológicos. Son recursos vivos, móviles, que obedecen a un ciclo vital. El hombre los arranca del suelo o del agua pero se reproducen y le vuelven a ofrecer sus frutos. Los recursos no renovables, en cambio, son inertes. No renacen. Se agotan a medida que el hombre los explota. La riqueza minera es de esta clase de recursos.
Entre ellos, el petróleo ha sido durante los últimos cien años de la vida de la humanidad el más importante, ya como combustible o ya como materia prima para la industria. Durante esta etapa, toda la actividad económica de la sociedad se ha sustentado, directa o indirectamente, en el petróleo.
El día en que un empleado jubilado del ferrocarril de Estados Unidos, llamado Edwin Drake, decidió hacer un agujero en la tierra, en una aldea de Pennsylvania, para extraer un extraño y oscuro líquido viscoso, cambió el rumbo de la historia humana: se había descubierto el petróleo. Fue en 1858.
Veinte años después John D. Rockefeller fundó la Standard Oil Trust para dedicarse a la explotación de hidrocarburos y Henry Ford montó quince años más tarde el primer motor de explosión sobre un automóvil. Había empezado la era del petróleo. Y con él, las guerras, los golpes de Estado, los conflictos y la corrupción de una historia que se ha escrito con ese pegajoso y maloliente líquido surgido de las entrañas de la tierra.
Con el tiempo, el petróleo se convirtió en el combustible fundamental de la sociedad industrial y el poder de los países exportadores de petróleo se tornó muy grande. Las fortunas que a su amparo se amasaron fueron inconmensurables a pesar del precio vil que tuvieron en el pasado los hidrocarburos.
En 1960 se concretó la fundación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), que ha rendido tres grandes servicios al mundo: primero, contribuyó mediante el alza de sus precios a frenar el derroche del petróleo, que se vendía a dos dólares el barril; con ello protegió luego las reservas de un recurso no renovable del cual depende la sociedad industrial contemporánea; y finalmente, impulsó la búsqueda de fuentes alternativas de energía.
En 1973 el mundo industrializado se vio abocado a una grave crisis causada por el embargo de las ventas de petróleo por parte de los Estados árabes. La seguridad energética de los países desarrollados se puso en peligro. Su proceso industrial se vio detenido. La crisis puso de relieve el grado de dependencia de las economías centrales respecto del petróleo. Hubo escasez energética en ellos, los precios de los hidrocarburos se dispararon y el mundo soportó un proceso recesivo y una cadena de distorsiones económicas.
La crisis energética de 1973, en que el mundo pasó rápidamente de la disponibilidad de energía abundante y barata a la escasez y a la carestía, abrió un haz de posibilidades de investigación de fuentes energéticas alternativas. Una de ellas fue la opción nuclear, si bien muy discutida no sólo por los ecologistas, en razón de los riesgos de contaminación que entraña y por la necesidad de crear cementerios destinados a guardar residuos radiactivos durante milenios, sino también por los economistas que desconfiaban de las grandes e inciertas inversiones que demandaban las macrocentrales.
La idea era convertir, mediante la fusión del átomo, el hidrógeno —que es el elemento más abundante de la naturaleza— en energía. Otra opción energética era volver al carbón. Pero el retorno al combustible de la primera >revolución industrial tampoco estaba exento de problemas ambientales. Aumentaría las emisiones de bióxido de carbono (CO2) hacia la atmósfera, causa principal del llamado <efecto invernadero sobre el planeta. Se habló entonces de las llamadas energías alternativas: la energía solar, la energía eólica, el aprovechamiento térmico de los residuos urbanos, la geotermia, la energía de los mares.
Es vieja la discusión en torno al agotamiento de los recursos naturales. Dos grandes corrientes de pensamiento se han enfrentado a lo largo del tiempo: la de los “catastrofistas” o “neomaltusianos”, que sostiene que los recursos del planeta son finitos y que, por tanto, el crecimiento económico tiene sus límites; y la de los “optimistas” —los cornucopians, como se los llama en inglés— que cree que nunca se agotarán los recursos naturales porque la ciencia y la tecnología encontrarán progresivamente los medios de acceso a recursos que antes eran inaccesibles e, incluso, acudirán al reciclaje de los recursos usados para cubrir las ampliadas necesidades sociales.
A pesar de la alta jerarquía intelectual de algunos de los sustentadores de esta posición —con el estratego nuclear norteamericano Herman Kahn (1922-1983), a la cabeza— creo que ella es filosófica, científica y económicamente insostenible.
En el informe "Global Trends 2015" preparado por un equipo multidisciplinario de científicos y técnicos contratados por el National Intelligence Council del gobierno de Estados Unidos, publicado en internet a finales del año 2000, se echó una mirada al desarrollo del mundo en los siguientes quince años desde la perspectiva de la seguridad norteamericana y, en el campo energético, se sostuvo que China y, en menor medida, la India tendrán incrementos especialmente dramáticos de su consumo de energía. Allí se sostuvo que hacia el futuro solamente una décima parte del petróleo del Golfo Pérsico irá hacia los mercados occidentales, mientras que tres cuartas partes se volcarán a Asia —que representa más de la mitad del incremento de la demanda mundial— como el mayor demandante de energía.
En todo caso, la producción de alimentos y de recursos naturales para sustentar una población mundial en rápido crecimiento constituye hoy una cuestión de importancia fundamental. Pero la degradación del suelo conspira contra este propósito. Enormes capas de tierras fértiles son arrastradas por las lluvias hacia los ríos y hacia el mar. La erosión sigue su camino. La desertización amplía sus fronteras. Y hay una justificada preocupación mundial por el agotamiento de los recursos naturales del planeta, que ha suscitado un empeño general para racionalizar su explotación y para conciliarla con las demandas del <desarrollo sustentable.
En este orden de ideas, la escasez de agua dulce se presenta como uno de los mayores problemas del futuro, hasta el punto de que no parece aventurado afirmar que las guerras de este siglo serán por los recursos hídricos. La penuria de ellos afecta ya a grandes zonas del planeta y hacia el futuro el sequío seguirá ampliando sus confines. Las cuencas hidrológicas se agotan. Se impone establecer una “economía del agua” como medio de regular su consumo y de controlar la demanda. El ahorro de agua dulce será en el futuro parte sustancial de cualquier plan de gobierno para asegurar el racional uso urbano, agrícola e industrial de ella. Deberán penalizarse los consumos excesivos. En el campo se impondrán las técnicas de riego por goteo sobre las de aspersión e inundación y en las ciudades se tendrá que acudir al reciclaje de las aguas.
A pesar de que las tres cuartas partes de la superficie de la Tierra están cubiertas de agua, solamente el 2,5% es agua dulce y, de este porcentaje, apenas el 0,26% es disponible para el uso y consumo humanos, puesto que la porción restante está ubicada en los casquetes polares, en los glaciares y en capas subterráneas profundas.
Durante el siglo XX la demanda total de agua dulce para fines domésticos, agrícolas e industriales pasó de 579 km3 por año a 4.130 km3, lo cual significa que ella se multiplicó por siete entre el año 1900 y el 2000. El 67% del consumo total correspondió a riego agrícola (del cual el 60% se perdió o desperdició por la utilización de inadecuados sistemas), el 22% a la industria y el 8% a la alimentación e higiene humanas. La tierra agrícola bajo riego pasó en el mismo período de 47 millones de hectáreas a 272 millones. Al finalizar el siglo XX, 1.400 millones de personas no tenían servicio de agua potable y 2.300 millones carecían de saneamiento. El 55% de la población rural del tercer mundo y el 40% de su población urbana carecían del servicio de agua potable. Alrededor de 3,4 millones de personas fallecían anualmente por enfermedades transmitidas por agua contaminada.
El costo humano de la escasez de agua potable —en términos de pobreza, insalubridad, enfermedad y desnutrición— es terrible.
Según informaciones de las Naciones Unidas, la creciente escasez de recursos hídricos afectará a uno de cada tres habitantes del planeta en el año 2025 y podría ser la causa de futuros conflictos armados entre los Estados. En ese año se necesitará aumentar la producción de agua en un 20% para abastecer a los 3.000 millones de habitantes adicionales que tendrá el planeta. En los próximos años varios países de África al sur del Sahara y de Asia —el Oriente Medio, India, Pakistán, China— afrontarán severos problemas de falta de agua para uso doméstico, industrial y agrícola. Esa carencia podría constituir una nueva fuente de conflictos internacionales —como en el pasado el petróleo— en un futuro más o menos cercano.
El 22 de marzo de 1997 se reunió en Marrakech el Primer Foro Mundial del Agua, bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, y el Segundo Foro Mundial se celebró en La Haya del 17 al 22 de marzo del 2000 con la asistencia de 3.500 delegados —entre ministros de medio ambiente, representantes de 150 Estados, políticos, expertos, personeros de organizaciones no gubernamentales y periodistas especializados— para tratar los temas de la creciente escasez de agua dulce, la seguridad hídrica en un planeta que tendrá 9.000 millones de habitantes —3.000 millones más que en 1997— en el año 2025, el proyecto de disminuir a la mitad del número de personas que carecen de agua potable, el desperdicio de las aguas y su contaminación por el uso indiscriminado de fertilizantes y pesticidas, el ahorro, la reutilización y el uso más racional de este recurso limitado e insustituible, el combate a la deforestación y a la degradación de los suelos, la protección de los ríos, lagos, lagunas, pantanos, humedales y marismas en condición crítica, el cobro del servicio de agua potable a su coste real y el problema de la privatización de las aguas en razón de las grandes inversiones que en el futuro serán necesarias para su provisión.
Vinieron después el tercer foro reunido en Kioto, Shiga y Osaka del 16 al 23 de marzo del 2003 y el cuarto celebrado en la ciudad de México del 16 al 22 de marzo del 2006, que congregaron a ministros del medio ambiente, políticos, científicos, expertos en el tema del agua, personeros de organizaciones no gubernamentales, empresarios privados, periodistas especializados y varios miles de delegados de numerosos países para tratar la creciente escasez de agua dulce, la seguridad hídrica, el desperdicio de las aguas y su contaminación por el uso indiscriminado de fertilizantes y pesticidas, los métodos de ahorro de agua, la reutilización y el uso más racional de este recurso, el combate a la tala de los bosques y a la deforestación, la protección de los ríos, lagos, lagunas, pantanos y demás fuentes de agua, la sobreexplotación y contaminación de los recursos hídricos, el abastecimiento de agua y el saneamiento para todos y otros temas ligados con la cuestión hídrica.
Uno de los grandes retos de los próximos años será producir más alimentos con menos agua, para lo cual se deberán racionalizar los métodos de riego agrícola. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) considera que es indispensable ampliar la superficie de cultivos pero, al mismo tiempo, ahorrar recursos hídricos mediante la racionalización de los sistemas de irrigación. Estos sistemas son principalmente cuatro: por inundación, por surcos, por aspersión y por goteo. El más eficiente de ellos, en cuanto al ahorro de agua, es el de goteo, que mediante delgados tubos de plástico deja caer pequeñas cantidades de agua en torno al tallo de cada planta, para irrigar sus raíces. Este método es el que asegura el mayor ahorro y la menor pérdida de agua por evaporación o filtración.
A lo largo de la historia el agua estuvo indisolublemente ligada a las civilizaciones. Casi todas ellas se asentaron en los valles de los grandes ríos: el Éufrates, el Nilo, el Indo, el Yangtze y otros. Gracias al agua el hombre cazador y recolector se hizo sedentario y descubrió la agricultura en el noveno milenio antes de nuestra era —la agricultura de subsistencia, primero, y después la de excedentes agrícolas— como principal fuente de su riqueza.
El mundo va hacia una economía del agua, en la cual los recursos hídricos se convertirán en el punto focal de la planificación económica y el agua dulce será mercancía de intercambio internacional: se exportará agua como hoy se exporta petróleo. Ningún desarrollo económico ni humano será posible sin seguridad hídrica. Se instrumentarán políticas de ahorro de agua como se hace hoy con la energía. Se pondrán en práctica usos más racionales en la gestión del agua. He visto ya que algunos hoteles sugieren a sus huéspedes usar más de un día las mismas toallas y las mismas sábanas para economizar agua potable.
Una alta proporción de los recursos hídricos superficiales está infectada porque los ríos y lagos se han convertido en depósitos de los desechos tóxicos de la agricultura, de la industria y de los desagües urbanos. Doscientos cincuenta de los quinientos ríos más importantes del mundo están seriamente afectados. Sólo cinco de los cincuenta y cinco grandes ríos europeos se consideran limpios. Cada día dos millones de toneladas de basura van a parar a los cauces de agua. En la India el fanatismo religioso se encarga de contaminar el Ganges —el "río sagrado"—, donde sumergen a los difuntos y transmiten a los vivos que se bañan en sus aguas el cólera, el tifus y numerosas enfermedades gastrointestinales. Sólo dos ríos importantes en el planeta, que son el Amazonas (6.788 kilómetros de largo) y el Congo (4.670 kilómetros), se pueden considerar sanos gracias a que no tienen en sus orillas centros industriales ni grandes ciudades. En Europa el 80% de los humedales ha sido drenado por la agricultura, el urbanismo o el desarrollo industrial. Cerca de la mitad de los lagos se ha degradado por los desechos industriales y las actividades económicas. Por eso los científicos han recomendado iniciar la "revolución azul" para administrar y conservar las reservas de agua dulce y contrarrestar la contaminación de los fertilizantes y pesticidas iniciada por la "revolución verde" de los años 60 del siglo anterior.
A comienzos del siglo XXI el 65% de los recursos energéticos mundiales estaba compuesto por derivados del petróleo. Pero estos recursos no renovables empiezan a declinar. Tuvo razón la Association for the Study of Peak Oil and Gas (ASPO) cuando en el 2005 presagió que el proceso de disminución petrolera —con una demanda diaria de 84,9 millones de barriles de petróleo crudo en esa época, que significaban cerca de 31 billones de barriles al año, según cálculos de la International Energy Agency— se iniciaba a partir del año 2010 y la del gas natural entre el 2010 y el 2020, aunque el United States Geological Survey manejaba otras cifras en un estudio efectuado el 2000 y estimaba que habría suficientes reservas petrolíferas por cincuenta a cien años.
De todas maneras, la humanidad está abocada a buscar nuevas fuentes de energía para suplir a las petrolíferas cuando estas se agoten. De otro lado, el precio del petróleo en el mercado internacional aumentó 5,5 veces desde la crisis asiática 1998/99 hasta finales del 2004 a causa, entre otras razones, del dramático aumento del consumo de China e India y de la baja de la producción de la OPEP, que rompió el equilibrio entre la oferta y la demanda.
El agotamiento de las fuentes tradicionales del petróleo condujo a buscar dos hidrocarburos no convencionales: el shale oil y el shale gas, que se encuentran en zonas terráqueas más profundas, donde están las capas de esquisto bituminoso de las que se extrae este tipo de hidrocarburos.
El denominado shale oil es petróleo de esquisto, es decir, petróleo que proviene de las capas rocosas que yacen bajo las minas hidrocarburíferas tradicionales.
Estados Unidos tienen gigantescas reservas de esquisto, han comenzado a explotarlas y pueden convertirse en los mayores productores de petróleo y gas no convencionales del mundo y en los mayores exportadores netos de energía, con muy importantes consecuencias geoeconómicas y geopolíticas globales en el marco de la shale revolution, que llaman los norteamericanos. El economista francés Guy Sorman, en un artículo titulado "El fin de la ideología verde" (2011), sostiene que "gracias a las nuevas técnicas de fracturación hidráulica y perforación horizontal, el shale gas puede convertirse en el recurso energético dominante del futuro. El shale gas podría así reducir la dependencia del petróleo y del gas de la OPEP y disminuir la emisión de carbono. El gas genera diez veces menos carbono que la biomasa o el etanol, algo que los ecologistas promueven tan fervientemente".
También Argentina tiene posibilidades de explotar estos hidrocarburos no convencionales en la zona de Vaca Muerta, provincia de Neuquén, donde posee grandes reservas de rocas de esquisto. Según estimaciones hechas en el 2013 por la Agencia Internacional de Energía —International Energy Agency (IEA)—, Argentina tiene reservas de shale gas por 774 Tcf (trillones de pies cúbicos), que le colocarían solamente detrás de Estados Unidos y China en materia de reservas de gas no convencional en el mundo.
La búsqueda de energía barata, inagotable y no contaminante es el reto actual para reemplazar al petróleo. Resulta imperativo el encuentro de fuentes alternativas de energía que, en lo posible, sean seguras, renovables y no contaminantes. Estoy pensando en las energías hídrica, eólica, solar, geotérmica, biodegradable y, en cierta medida, núclear.
La energía hidráulica se obtiene del aprovechamiento de la fuerza cinética de los ríos, los saltos de agua y las mareas para mover centrales hidroeléctricas que convierten el impulso del agua en electricidad. Esta es una forma limpia y renovable de energía. Con frecuencia el agua de los ríos se embalsa mediante presa y se forja una cascada que activa las turbinas de la sala de máquinas de una central hidroeléctrica instalada en desnivel.
La potencia de la electricidad que de ella resulta se mide en kilovatios-hora o megavatios-hora.
La energía eólica es otra posibilidad muy importante. La primera utilización de la fuerza del viento se dio tres mil años antes de nuestra era con la navegación a vela inventada por los egipcios. Después vinieron los molinos de viento para moler granos o bombear agua. En la actualidad se han montado “parques eólicos” con decenas de turbinas para generar electricidad en zonas ventosas de tierra o de mar. La fuerza y velocidad del viento se convierten en electricidad por medio de aerogeneradores movidos por las aspas de los rotores. Los precursores de esta tecnología fueron el meteorólogo danés Poul la Cour (1846-1908) y el científico norteamericano Charles F. Brush (1849-1929).
Este recurso energético no tiene impacto ambiental —aunque sí modifica el paisaje por las gigantescas aspas que mueven las turbinas— y es una de las fuentes más baratas de energía.
De la radiación solar se puede también obtener electricidad por medio de módulos fotovoltaicos instalados en paneles solares. Es la energía solar fotovoltaica. Su ciclo termo-dinámico empieza con la captación y concentración de los rayos del Sol mediante un sistema de espejos de orientación automática —heliostato— que apuntan a una torre central donde se calienta un fluido volátil —con temperaturas que van desde los 300º C hasta los 1.000º C— que mueve un alternador que genera electricidad en la misma forma que una central térmica convencional.
La energía solar fotovoltaica es una fuente energética de electricidad de origen renovable, tomada directamente de la radiación solar mediante el uso de células fotovoltaicas —compuestas de silicio— montadas sobre paneles o módulos solares.
Es una energía limpia, respetuosa del medio ambiente —puesto que no causa combustión, no produce dióxido de carbono (CO2) ni otros gases de efecto invernadero, no genera contaminantes atmosféricos ni produce ruidos— y es inagotable.
Las instalaciones fotovoltaicas requieren un mínimo mantenimiento y su vida útil es inmensamente mayor que las de la energía eléctrica convencional. Los paneles solares tienen una larga vida —aproximadamente treinta años— y su coste de producción energética, gracias a los avances tecnológicos y a los efectos de la economía de escala, se ha reducido constantemente. Los paneles fotovoltaicos, además, no requieren mayores espacios de terreno y resisten condiciones climáticas extremas.
La energía fotovoltaica se ha convertido, en términos de capacidad instalada, en la tercera fuente de energía renovable más importante a escala global, después de las energías hidroeléctrica y eólica.
Las instalaciones solares se conectan fácilmente con las redes eléctricas comerciales. Las plantas de esta energía pueden convertir la corriente eléctrica continua, producida por los paneles fotovoltaicos, en corriente alterna para alimentar directamente, con la misma tensión y frecuencia, las necesidades de los usuarios.
Las investigaciones hechas en el siglo XIX sobre los efectos fotoeléctricos por los científicos Michael Faraday, James Clerk Maxwell, Heinrich Hertz, Nikola Tesla y, al comienzo del siglo XX, por Albert Einstein, sentaron las bases sobre las cuales se desarrollaron después los principios de conversión de la energía solar en electricidad, que es lo que se propone el sistema fotovoltaico.
El uso de las células fotovoltaicas se originó en la carrera espacial con los primeros satélites colocados en órbita alrededor de la Tierra. La primera nave espacial que usó paneles solares fue el satélite norteamericano Vanguard 1, lanzado al espacio en marzo de 1958. Y en el año siguiente Estados Unidos envió al espacio el Explorer 6 con módulos solares. Ambos fueron hitos muy importantes en el desarrollo de la nueva tecnología, que después se extendió a los satélites geoestacionarios para el desarrollo de las comunicaciones.
A principios del siglo XXI la tecnología fotovoltaica predomina en los satélites y sondas de la National Aeronautics and Space Administration (NASA) —Mars Pathfinder, Mars Global Surveyor, Mars Observer, Mars Climate Orbiter, Mars Reconnaissance, Curiosity— y en otros vehículos espaciales de órbita terrestre.
En el año 2014 Alemania, Italia, China, Japón, Estados Unidos, España y Francia eran los mayores productores de energía fotovoltaica.
La energía geotérmica dimana de las aguas calientes que brotan de las profundidades de la Tierra. Su fuente está en el calor del magma terráqueo. Esta energía puede ser de alta temperatura —entre 150 y 400º C—, de mediana temperatura —de 70 a 150º C— o de baja temperatura —entre 20 y 70º C—. La primera y la segunda pueden transformarse en electricidad, aunque con diferentes grados de eficiencia, ya que el vapor de las aguas puede servir para mover las turbinas generadoras de electricidad, mientras que la última puede utilizarse como energía para calefacción y como agua caliente doméstica o industrial. Esta fuente energética tiene enormes potencialidades dado que los sistemás hidrotérmicos conocidos en Estados Unidos y en muchos otros países pueden producir decenas de miles de megavatios.
Fue en Italia (Toscana) donde por primera vez la energía geotérmica se convirtió en electricidad en 1904.
En la búsqueda de fuentes alternativas de energía para sustituir a los hidrocarburos, el biogás es una opción y el biodiésel es otra. El biogás es un elemento combustible producido artificialmente por la putrefacción de materia orgánica —basura, estiércol, vegetales, desechos, aguas servidas y otros materiales biodegradables— en tanques o recipientes cerrados de ladrillo, cemento o metal —denominados biodigestores—, en condiciones anaerobias, es decir, sin oxígeno. Este proceso de digestión libera la energía química de la materia orgánica, que se convierte en gas. Este gas se utiliza en vehículos automotores y en máquinas generadoras de energía eléctrica o de otros fines industriales, en sustitución de la gasolina y el diésel. Por este medio la basura y los desechos orgánicos pueden convertirse en electricidad.
El biodiésel es un combustible biodegradable que se obtiene de grasas vegetales procedentes de semillas, plantas, algas oleaginosas y también de grasas animales. Puede ser utilizado para operar motores a diésel sin necesidad de modificaciones, porque sus propiedades son similares a las de los combustibles de petróleo, aunque su energía es un cinco por ciento menor que la del gasóleo pero se compensa con su alta lubricidad, por lo cual el rendimiento energético es prácticamente igual. Tiene bajos efectos contaminantes y no expide dióxido de carbono (CO2) hacia la atmósfera. Se lo puede usar mezclado con gasóleo de bajo contenido de azufre, en cualquier proporción. A comienzos del siglo XXI se lo utilizaba en veinticinco países. Sin embargo, el biodiésel no está destinado a sustituir totalmente al diésel de petróleo porque se requerirían enormes tierras de cultivo para producirlo en gran escala.
Otro combustible que puede obtenerse por el proceso químico de fermentación es el etanol, que es un alcohol de alto octanaje, libre de agua, producido por la fermentación anaerobia del azúcar.
El etanol se obtiene no sólo de la caña de azúcar sino también del sorgo dulce, la yuca, el maíz y la remolacha.
La mezcla de gasolina con etanol produce una combustión más limpia en los motores. El etanol sustituye al plomo en la gasolina para incrementar su octanaje. Con la agregación de un 10% de etanol a la gasolina se reduce un 30% de las emisiones de monóxido de carbono y entre un 6% y un 10% de las emisiones de dióxido de carbono.
Brasil, que era el mayor exportador mundial de azúcar, destinaba a comienzos del 2006 el 52% de su cosecha de caña de azúcar para producir etanol.
El uso pacífico de la energía nuclear es otra posibilidad, aunque ella no es una energía limpia: deja residuos radiactivos de larga duración, que deben almacenarse en contenedores de acero y concreto o enterrarse en cavernas.
Esta forma de energía se obtiene de la fisión o de la fusión de los átomos. Ella obedece al principio de la transformación de la materia en energía, de acuerdo con la conocida ecuación formulada por Albert Einstein: E = mc2. En la física nuclear, la fisión consiste en la ruptura del núcleo de un átomo —en su desintegración— para producir átomos de menor peso, operación que origina grandes volúmenes de energía. La ruptura de los átomos de uranio o de plutonio libera una gigantesca cantidad de energía que puede ser aprovechada, por medio de reactores nucleares, para la generación de electricidad y otros fines productivos. Paradógicamente las armas atómicas obedecen a este mismo principio. Se unen dos o más masas “subcríticas” de uranio 235 o de plutonio y, en conjunto, constituyen la llamada “masa crítica” capaz de iniciar una reacción en cadena autosostenible que, al romper los átomos de uranio o de plutonio, liberan una gigantesca cantidad de energía, que es aprovechada con fines destructivos. La fusión, en cambio, es la reacción nuclear producida por la unión de dos núcleos ligeros: los isótopos del deuterio y el tritio, que se combinan y dan origen al helio ordinario, compuesto por neutrones, protones y electrones y por una gran cantidad de energía. La bomba de hidrógeno responde a este proceso de física nuclear.
Hoy se produce energía eléctrica en términos comerciales por el método de fisión en las plantas nucleares generadoras de electricidad. Pero, hacia el futuro, el propósito es hacerlo por medio de la fusión del átomo, que es un método más seguro y menos costoso. Los científicos trabajan en la investigación de este método con reactores nucleares experimentales, que puedan desencadenar reacciones nucleares controladas, a fin de tornar rentable en el futuro el proceso de generación de fuerza eléctrica.
La producción de electricidad por la fisión de neutrones lentos del uranio y del plutonio deberá ser sustituida por la de neutrones rápidos de otros elementos radiactivos a fin de que la operación sea menos contaminante, puesto que la duración de estos residuos radiactivos es mucho menor. La desactivación de los residuos radiactivos de los neutrones lentos —que son los que se utilizan para la fabricación de armas nucleares— toma centenares de miles de años.
Dentro de los proyectos energéticos fundados en la fusión nuclear está el denominado ITER, que se propone construir un reactor experimental para la generación de 500 MW de electricidad, cuyo período de prueba comenzará en el año 2014 y su operación en el 2037. Se espera que al final de este siglo la obtención de energía nuclear por fusión, que tendrá la ventaja de contar con un combustible inagotable —el deuterio del agua del mar— y de ser mucho más limpia que la energía del petróleo o de la fisión nuclear, sea un recurso abundante y ampliamente aprovechable, que entre otras cosas permita la desalación de las aguas oceánicas y la provisión de grandes volúmenes de agua dulce.
El ITER es un proyecto internacional en el que están comprometidos Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, la Federación Rusa, la República Popular de China, Suiza y Corea del Sur.
Los expertos sostienen que la energía nuclear podría ser una energía limpia, con costes de construcción y operación de reactores y de tratamiento de residuos muy inferiores a los de las plantas convencionales de generación de energía con combustibles fósiles. Estos reactores nucleares emiten muy pocas sustancias contaminantes aunque purgan periódicamente pequeñas cantidades de gases radiactivos, que deben ser tratados con mucho cuidado por su efecto letal y su prolongada vida. Esta es una de sus ventajas sobre el uso de los combustibles fósiles —carbón, petróleo o gas—, que emiten gases de <efecto invernadero y que producen lluvia ácida y otros desórdenes. Pero el punto débil del sistema es el manejo y almacenamiento seguros de los residuos radiactivos. Los partidarios del sistema sostienen que los desechos más peligrosos podrían ser destruídos o transmutados mediante el bombardeo de partículas por un acelerador de protones. Otro de los riesgos, si bien remoto porque el diseño de los reactores nucleares ha avanzado mucho, es un accidente similar al ocurrido en la central nuclear soviética de Chernobyl el 26 de abril de 1986 —que causó decenas de muertos y lanzó al aire una nube radiactiva que afectó a 600 mil personas en Ucrania, Bielorrusia, Finlandia, Suecia, Noruega, Polonia, Alemania y Francia— o bien un ataque terrorista que dejara escapar radiación al medio ambiente.
En todo caso, la búsqueda de energía barata, inagotable y no contaminante, destinada a remplazar al petróleo, es uno de los grandes retos de nuestro tiempo.
Con el futuro desarrollo de la nanociencia y de la <nanotecnología, que constituyen una nueva rama cientifico-tecnológica, se abrirá la posibilidad de producir nuevos y mejorados insumos y materias primas para abastecer las necesidades de la industria y atender los requerimientos de la física, la química, la agricultura, la medicina, la biología, la biotecnología, la electrónica, la informática, la robótica y todas las demás disciplinas productivas.
Las investigaciones nanocientíficas y nanotecnológicas han descubierto que las materias experimentan cambios fundamentales en sus características, propiedades y comportamientos según su escala. La resistencia, la durabilidad, la consistencia, la conductividad eléctrica, la reactividad, la elasticidad, entre otras propiedades, cambian en los elementos dependiendo de su escala. Un mismo elemento tiene cualidades y disposiciones completamente diferentes a escala tradicional que a nanoescala, es decir, a escala millones de veces menor a un milímetro. Llámase “efecto cuántico” a la modificación de las propiedades físicas y químicas de la materia en función de su escala nanométrica. De modo que la nanotecnología estará en posibilidad de crear, a través de la producción molecular, nuevas y mejores materias primas, con características hasta hoy desconocidas en los materiales tradicionales, para la producción manufacturera.
El objeto de estudio y de trabajo de la nanotecnología es la dimensión nanométrica de las cosas. Se sumerge en las escalas ínfimas de ellas, donde se originan los cambios fundamentales en las propiedades, características y comportamientos de la materia y, en la medida en que actúa sobre las estructuras moleculares y los átomos, descubre y aprovecha las cualidades totalmente nuevas de ellos. Utiliza como medida de longitud el nanómetro, que equivale a la millonésima parte de un milímetro.
Estamos bajo los dinteles de una nueva revolución industrial: la revolución nanotecnológica, basada en el manejo y manipulación de cuerpos de escala ínfima, que se propone crear nuevos materiales, más eficientes, resistentes, versátiles y durables que los tradicionales. La nueva revolución industrial tendrá repercusiones en todos los ámbitos productivos, desde la química hasta la física cuántica, desde la medicina a la industria, desde la biología a la informática, desde la agricultura a los transportes, desde las comunicaciones a la robótica.
Algunas de las materias primas tradicionales se verán amenazadas por la creación de los nuevos materiales fruto de la reorganización nanotecnológica de sus átomos. Tal es el caso, por ejemplo, del cobre. Los denominados nanotubos, que son moléculas largas y delgadas de carbono cristalino puro de uno a tres nanómetros de diámetro —es decir, de una a tres milmillonésimas partes de un metro— por varios milímetros de longitud, de forma tubular, reemplazarán a los cables de cobre puesto que ofrecen una conductividad eléctrica superior, sin pérdidas de energía. Cada nanotubo puede conducir hasta veinte microamperios de electricidad, de modo que un cable de media pulgada de grosor integrado por un haz de nanotubos tendría la capacidad de conducir más de cien millones de amperios de corriente eléctrica, o sea una capacidad muy superior a la del cobre y de la plata.
Pero los nanotubos, además, son capaces de transmitir señales electrónicas a mucho mayor rapidez que los cables tradicionales de cobre o de aluminio. El profesor Peter Burke de la Universidad de California explicó en el 2005 que, según sus investigaciones, los nanotubos pueden transmitir señales electrónicas de un transistor a otro mucho más rápidamente que los materiales tradicionales, por lo que se abren grandes perspectivas de aplicación de las moléculas cilíndricas de carbono puro a la electrónica. Y es presumible, por tanto, que pronto el carbono reemplazará al cobre en el cableado de interconexión de los transistores.