Hay una abundante elaboración teórica y experiencia práctica sobre este tema en las relaciones internacionales. El reconocimiento de gobiernos surgidos al amparo de la ley, a través de un proceso electoral, no ofrece problemas. Su legitimidad interna, fruto de un proceso electoral inobjetable, se vierte hacia fuera y el reconocimiento internacional de los gobiernos de este modo nacidos no tiene tropiezos de clase alguna. Normalmente ese reconocimiento no necesita una declaración formal sino que se expresa tácitamente en la continuidad de las relaciones diplomáticas, políticas y económicas.
El caso es más complicado cuando se trata de gobiernos de facto, nacidos al margen de la <constitucionalidad, o de gobiernos que se disputan el poder en una <guerra civil y que no han alcanzado, por tanto, el control de todo el territorio del Estado. Su autoridad fáctica es local. El régimen precedente conserva aún el control sobre una parte del Estado. El reconocimiento de este tipo de gobiernos, en la práctica, opera por consideraciones de orden político. Son la afinidad ideológica con el gobierno insurrecto o la aceptación de la legitimidad de su causa las que determinan el reconocimiento aunque su autoridad no se extienda a todo el territorio estatal, pero siempre, por supuesto, que pueda preverse razonablemente el triunfo de la insurrección.
No existen, en el Derecho Internacional, normas específicas que señalen los requisitos que un gobierno de facto debe llenar para ser reconocido. Existen diversas doctrinas al respecto, pero ellas no son más que opiniones y criterios de los tratadistas, y aun de los Estados, a la hora de reconocer a los gobiernos surgidos en violación de las normas constitucionales.
Ellas son la <doctrina Tobar, la <doctrina Estrada, la <doctrina Betancourt, la <doctrina Lauterpacht y, en cierta forma, la <doctrina Stimson.
Es necesario señalar que el reconocimiento internacional se refiere a los gobiernos y no a los Estados. Los Estados existen por sí mismos, independientemente de que les reconozcan los demás entes políticos o la comunidad internacional. Existen cuando reúnen todos sus elementos constitutivos. Y su presencia ontológica no puede depender de una voluntad extraña. Por algo son entidades soberanas. Consecuentemente, la cuestión del reconocimiento está referida a los gobiernos. Es la aceptación internacional de que ellos representan a los Estados en los que rigen y que, por tanto, pueden los otros Estados mantener relaciones diplomáticas con ellos. Esta aceptación, respecto de gobiernos irregularmente constituidos, ha sido materia de muy variadas lucubraciones doctrinales, que han dado lugar a las diferentes teorías sobre el reconocimiento internacional de los <gobiernos de facto.
El reconocimiento de “gobiernos en el exilio” es otra de las posibilidades que pueden darse. Se llaman así aquellos gobiernos que reclaman, desde el exterior, la legítima autoridad sobre un Estado de cuyo control han sido despojados por la fuerza. Sin embargo, el reconocimiento de ellos es un acto político poco común. Se lo hace por consideraciones ideológicas, en unos casos, o humanitarias en otros. De todas maneras es una figura romántica de orden internacional cada vez menos frecuente, que se ha ido desvaneciendo en el tiempo. Fue muy hermosa, por ejemplo, la actitud de México de repudiar la dictadura franquista que asaltó el poder en 1939 y de reconocer al gobierno republicano en el exilio como el legítimo representante del Estado español. Creo que ese fue un acto que honró a la política exterior mexicana.
El reconocimiento de un gobierno en el exilio es una acción simbólica de rechazo a una dictadura y de homenaje a los principios democráticos. Después de la rendición de Francia y durante la ocupación alemana, en la Segunda Guerra Mundial, el general Charles De Gaulle formó en Inglaterra el Comité Francés de Liberación Nacional, que fue reconocido internacionalmente como el legítimo gobierno francés. Desde allí ostentó la legitimidad de su representación ante el mundo democrático aunque careció de los medios eficaces de control sobre su país. Por lo que, después del desembarco de Normandía y de la reconquista de Europa continental, De Gaulle regresó a Francia como jefe de Estado.
En la década de los años 60 del siglo pasado, los exiliados cubanos intentaron, sin éxito, establecer en Miami un gobierno en el exilio, en confrontación con el que acababa de inaugurar Fidel Castro en la isla en 1959. Pero su proyecto se desvaneció pronto por falta de acogida internacional, es decir, por la poca disposición de los Estados a otorgarle su reconocimiento.
El caso de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) se aproxima a la figura de un gobierno en el exilio aunque no coincide exactamente con ella. Algunos regímenes, por afinidad ideológica y política, mantuvieron con la organización relaciones diplomáticas o cuasidiplomáticas, que de alguna manera significaron su reconocimiento expreso o tácito como el gobierno legítimo de Palestina.
El caso del presidente Jean Bertrand Aristide de Haití, quien fue derrocado en 1992 por un golpe militar encabezado por el general Raoul Cedras, se acercó también a esta figura. Aunque Aristide nunca estableció realmente un gobierno en el exilio, muchos países siguieron considerándolo como el gobernante legítimo de Haití y se negaron a reconocer al usurpador. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas dispuso el retorno al poder del depuesto Presidente y, en cumplimiento de esta decisión, fuerzas militares norteamericanas combinadas con las de varios países caribeños, desplazaron a la dictadura militar haitiana y repusieron en la presidencia a Aristide, el 15 de octubre de 1994, por el tiempo que le faltaba para completar su período constitucional.