Es la fase depresiva de la economía de un país caracterizada por la subutilización de los factores de la producción, que son trabajo, capital y tecnología.
La recesión es una tendencia a la baja de la economía. Algunos teóricos de la materia sostienen que la economía de un país obedece a un <ciclo compuesto por una serie de fenómenos que se repiten en un orden determinado. El ciclo típico tiene cuatro fases: ascendente —que es la fase de expansión y prosperidad—, descendente —que es la de contracción—, recesión —que es el momento más bajo de la contracción—, y retorno a la prosperidad, que es la fase de recuperación.
Los países pasan, de este modo, de la prosperidad a la depresión para más tarde volver a la prosperidad, aunque a ritmos variables.
En la fase de prosperidad, el nivel de empleo, la producción, los precios, el dinero, los salarios, los tipos de interés y las utilidades suben.
En cambio, en la recesión, que es la fase más baja del ciclo económico —aunque algunos economistas prefieren llamarla depresión—, se producen bajas tasas de ahorro e inversión, decrece el volumen de la producción, disminuye la productividad, baja el ingreso per cápita, aumenta el desempleo, adviene la <deflación y queda subutilizada la capacidad instalada de las empresas.
La recesión obedece fundamentalmente a la drástica y persistente disminución del gasto global y, si no se la controla a tiempo, tiende a desarrollar efectos acumulativos sobre la economía general de un país y va acompañada de expectativas pesimistas de los agentes económicos privados, que contribuyen a agravar la situación.
A partir de la gran depresión de los años 30 del siglo anterior, los economistas norteamericanos empezaron a diferenciar conceptualmente la recesión de la depresión. Dieron a la segunda una mayor profundidad y duración. Llamaron recesión a la crisis económica de menor magnitud y depresión, a la más profunda y duradera, cuyos efectos sobre la producción y distribución alcanzan dimensiones catastróficas. Señalaron que la recesión se convierte en depresión cuando la baja del producto interno bruto de un país llega al 10% o más. De modo que, en este orden de ideas, la depresión es una recesión agravada. Suelen señalar como depresivas a la crisis que afectó a Estados Unidos entre agosto de 1929 y marzo de 1933 —con el descalabro de su Gross Domestic Product (GDP) en casi el 33%— y a la crisis que se extendió de mayo del 1936 a junio de 1938, en que el GDP norteamericano declinó en el 18,2%.
La fe ciega en las virtudes del mercado como regulador automático del proceso económico y la irrestricta adhesión a las políticas del laissez faire han conducido a dramáticas crisis económicas y políticas, con gravísimos efectos recesivos sobre los procesos productivos de los países.
Esas crisis han involucrado pánico de la población, desconfianza financiera, colapso productivo, desaceleración del crecimiento, desempleo, quiebra de empresas, corrida de depósitos en las instituciones bancarias y otros desórdenes en la vida económica y política de los países.
Hasta la primera década del siglo XXI os historiadores señalan un total de diecisiete crisis generales de la economía ocurridas desde 1780 hasta nuestros días: en 1787, 1826, 1836, 1847, 1857, 1864, 1873 a 1877, 1882 a 1884, 1890-1893, 1900-1904, 1907, 1913, 1920-1922, 1929, 1970, 1989 y 2008.
Cuatro de esas crisis han sido de amplio alcance: la de 1929, la de 1970, la de 1989 y, por supuesto, la del 2008. En el siglo XX y en los anteriores las crisis se limitaban a dos o tres países importantes pero hoy ellas alcanzan dimensiones internacionales por obra de la intensificación de los intercambios y la creciente <interdependencia de las economías en el marco de la <globalización.
La que se inició en 1929 fue una severa crisis depresiva del sistema capitalista, que produjo el colapso de los mercados de valores, quiebra de empresas, recesión en la industria, descenso de precios, baja de la producción y crecimiento del desempleo. La secuela de la crisis, como siempre, fue miseria y malestar social.
Una nueva crisis estalló en los años 70 del siglo XX con rasgos peculiares porque fue una mezcla de recesión e inflación, que desconcertó a los economistas, cuyas opiniones sobre sus causas, naturaleza y soluciones fueron discrepantes. Sólo con el tiempo pudo verse que se trataba de una crisis cuantitativa y cualitativamente diferente de las anteriores. Cuantitativamente, porque tuvo una universalidad hasta entonces desconocida puesto que afectó a los países desarrollados y a los subdesarrollados, a los del norte y a los del sur, a los capitalistas y a los socialistas, a los exportadores e importadores de petróleo, a los deudores y a los acreedores. Todos ellos, de una u otra manera, sufrieron las consecuencias de la crisis. Y era también cualitativamente distinta, porque fue una crisis a la vez aguda y prolongada, recesiva e inflacionaria. Cosa que desconcertó a los economistas, quienes incluso tuvieron que inventar una nueva palabra para describirla: stagflation en inglés y <estanflación en castellano.
Décadas más tarde, la fe ciega de los gobernantes y empresarios norteamericanos en las bondades del mercado, al que le atribuían efectos estabilizadores y equilibrantes sobre el proceso de la producción, circulación y distribución de bienes y servicios, produjo la crisis financiera de Wall Street, que estalló el lunes 15 de septiembre del 2008 con la declaración de quiebra del Lehman Brothers Holdings Inc. —el cuarto más importante banco de inversión estadounidense—, la absorción de Merrill Lynch & Co. por el Bank of America, la insolvencia de muchas otras instituciones financieras norteamericanas y las drásticas caídas de las bolsas de valores en el mundo entero.
En ese momento se pusieron en evidencia las deficiencias de la supervisión y regulación gubernativas sobre la banca y las fallas de los sistemas de calificación de riesgo.
Recuerdo que por aquellos días, en plena campaña electoral, el entonces candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama, culpó de la crisis a la “filosofía económica del mercado libre” e hizo deprimentes referencias a la teoría del “goteo” o trickle-down de los neoliberales ingleses y norteamericanos.
En aquel lunes negro de Wall Street se produjo la peor quiebra bancaria en Estados Unidos desde 1929, que desató gravísimas turbulencias financieras a escala global. Y además estuvieron al borde de la bancarrota varios bancos e instituciones de crédito y de seguros, con repercusiones inmediatas de pánico en la Bolsa de Valores de Nueva York y en las bolsas de valores europeas, asiáticas y latinoamericanas, que experimentaron fuertes caídas. El índice bursátil Dow Jones —el más representativo del valor de las acciones en Wall Street, nacido hace más de cien años— bajó 777,68 puntos. Se estremecieron las estructuras del Morgan Stanley, Washington Mutual, Merrill Lynch & Co., Deutsche Bank, Barclay’s, Union des Banques Suisses, Goldman Sachs, Royal Bank of Scotland, Wells Fargo, Wachovia, American International Group Inc., Fannie Mae, Freddie Mac, Bear Stearns y otras instituciones bancarias y financieras norteamericanas y europeas.
La crisis empezó a gestarse en agosto del 2007, a partir del proceso de hundimiento del sistema de hipotecas subprime en Estados Unidos, e hizo explosión catorce meses después, con terribles efectos planetarios de recesión, desempleo y caída del producto interno bruto (PIB).
Cuando estalló la “burbuja” inmobiliaria los bancos promovieron en el 2006 más de 1,2 millones de ejecuciones judiciales contra sus clientes morosos para tratar de cobrar su dinero respaldado con cauciones hipotecarias de muy mala calidad. Muchos deudores, al no poder pagar las cuotas de su hipoteca, optaron por vender sus casas. Se devaluó el mercado inmobiliario. En muchos casos el valor de la deuda hipotecaria era mayor que el precio de la casa que con ella se había comprado o construído. La mora acumulada en el sector bancario norteamericano, a agosto del 2007, fue de alrededor de 500.000 millones de dólares. Los bancos prestamistas afrontaron dificultades y sus activos —especialmente los vinculados a las hipotecas devaluadas o incobrables— empezaron a “evaporarse”. La crisis de las hipotecas contaminó a las otras actividades financieras y a las bursátiles. Se produjeron corridas de fondos en los bancos. Los inversores —llenos de desconfianza y hasta pánico— retiraron su dinero de las instituciones afectadas y las debilitaron. En tales circunstancias, los tenedores de bonos o de acciones de esas corporaciones intentaron venderlos antes de que su depreciación fuera mayor. Advino un proceso recesivo. Se vinieron abajo los dos sustentos del capitalismo moderno: la confianza y el crédito. Y así fue profundizándose y extendiéndose la crisis de Wall Street, dado que en ese momento la economía norteamericana representaba alrededor del 29% de la economía mundial.
La crisis afectó en diversa proporción al mundo entero. Ningún país pudo abstraerse de sus consecuencias. La disminución del consumo en la sociedad estadounidense, que era la principal compradora de productos fabricados en China y Japón —pagados con dólares depreciados—, no dejó de afectar a estos países. Y la desaceleración de la economía china perjudicó a las exportaciones de América Latina y de otras regiones del mundo subdesarrollado. Bajaron, además, las inversiones norteamericanas en las llamadas economías emergentes de Asia y Latinoamérica.
La pérdida masiva de empleos, la restricción del crédito, la inestabilidad de los mercados, la desconfianza de los inversionistas, la baja de los niveles de consumo y las tendencias recesivas de la economía norteamericana y mundial obligaron al presidente norteamericano George W. Bush, en las postrimerías de su período gubernativo, a instrumentar una gigantesca operación de salvamento financiero por 700.000 millones de dólares —la mayor operación de rescate bancario en la historia de Estados Unidos— para auxiliar a las entidades crediticias privadas con problemas en sus carteras de crédito hipotecario; y al presidente Barack Obama a poner en marcha el 16 de febrero del 2009 —dentro de los primeros cien días de su gobierno— el Plan de Recuperación y Reinversión por 787.000 millones de dólares destinado a crear empleos, ayudar a las familias afectadas por la crisis, financiar planes de vivienda barata, emprender una serie de grandes obras de infraestructura eléctrica, vial y energética —de energías renovables—, impulsar la investigación científica, disminuir impuestos a las empresas de producción, financiar la renovación de los centros de enseñanza y combatir así la crisis económica que soportada su país.
Cuando los efectos recesivos de la crisis llegaron a Europa, los gobiernos europeos asignaron también enormes cantidades de dinero para el rescate de sus sectores financieros en problemas. Y esas sumas, en conjunto, superaron largamente a las cifras norteamericanas.