Es un movimiento insurgente de espectro limitado, que no persigue —como la >revolución— la transformación de la organización social desde sus cimientos sino solamente la sustitución de los gobernantes.
En lo que es algo más que un simple juego de palabras, José Ortega y Gasset (1883-1955) dijo, al hablar de estas cosas, que la revolución es la insurgencia de los hombres contra los usos mientras que la rebelión es su alzamiento contra los abusos. Quiso decir el filósofo español que el cambio revolucionario pretende reemplazar el ordenamiento jurídico, las instituciones vigentes, los regímenes imperantes, las bases estructurales de la organización estatal. Por eso habló de los usos, es decir, de los sistemas. En tanto que la rebelión sólo persigue suprimir los abusos, vale decir, los actos personales de los gobernantes —sus aberraciones, sus arbitrariedades, sus deshonestidades— pero sin tocar la realidad institucional del Estado.
La revolución surge de una discrepancia profunda entre el Derecho vigente y las convicciones jurídicas de un amplio espectro del pueblo, mientras que la rebelión nace de un conflicto entre los gobernantes y la opinión pública.
La revolución se produce generalmente para salvar la obstrucción que las fuerzas conservadoras oponen al avance del Estado. Ellas tienen un efecto de dique de contención del proceso evolutivo de la sociedad. Ponen en pugna cada vez más violenta la actual forma de vida social con las nuevas concepciones dictadas por el progreso. Esta pugna, cuando ha llegado a su momento culminante de contradicción, puede resolverse bruscamente en un salto hacia adelante que recupera para la sociedad el tiempo perdido. Esta es la acción revolucionaria. La rebelión tiene, en cambio, propósitos más modestos. Deja intocada la organización social y solamente sustituye a los titulares del gobierno. Es, por tanto, una transformación de carácter personal y no institucional, aunque por supuesto que en el camino interrumpe parcialmente la vigencia del orden constitucional y, al reemplazar por otros a los titulares del poder, engendra necesariamente un <gobierno de facto.
La revolución y la rebelión, si bien con diferentes alcances y motivaciones, nacen abajo, se generan entre los gobernados y se dirigen a arrebatar el poder —y, en el caso de la revolución, también el aparato estatal— a sus actuales detentadores.
El golpe de Estado, en cambio, se genera en las alturas del gobierno —en las cúpulas militares o políticas del Estado— y se dirige hacia abajo, para imponer un orden e implantar una disciplina, generalmente como anticipación a un amago revolucionario que remueve el piso del gobierno.
Estas acciones de fuerza buscan, como primer objetivo, la captura del poder. En las rebeliones y golpes de Estado este es el objetivo principal. Para las revoluciones el poder es solamente el instrumento de la transformación social que se proponen, puesto que no hay transformación posible sin el control de los mecanismos de mando social.
En todo caso, estas acciones fracturan el ordenamiento constitucional y de ellas sólo puede surgir un <gobierno de facto, o sea un gobierno constituido al margen de la legalidad establecida. Será motivo de otra discusión establecer si aquel gobierno es legítimo o ilegítimo, atentos los propósitos que le inspiran, pero en ningún caso dejará de ser gobierno de facto.
El 15 de mayo del 2011 ocurrió en España un inédito episodio popular: miles de jóvenes de diferente procedencia política y económica se concentraron en la plaza Puerta del Sol de Madrid para expresar su desencanto con la crisis económica, el desempleo, la falta de oportunidades —España tenía en ese momento el índice más alto de desocupación juvenil: 43%—, la corrupción de los políticos, la voracidad de los empresarios, los abusos de los bancos y el malestar social que imperaba en España. Fue un movimiento no violento, con desbordes de alegría. Exhibieron pancartas y emitieron consignas de condena a la situación política y socioeconómica española. Demandaron “¡democracia real, ya!”. Se autodefinieron como “un grupo de ciudadanos de diferentes edades y extractos sociales” cabreados por “las traiciones que se llevan a cabo con el nombre de democracia”.
Denominaron a su movimiento la rebelión de los indignados, bajo la inspiración, sin duda, del opúsculo “Indignez-Vous!” que había publicado poco tiempo antes el diplomático y escritor judío francés Stéphane Hessel —excombatiente de la resistencia francesa, torturado por la GESTAPO, cautivo en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial y uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos—, en el que, a sus 93 años de edad, exhortaba a los jóvenes a abandonar la indiferencia e "indignarse" porque “el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que acaparan todo”.
Del pequeño opúsculo de Hessel —32 páginas— se vendieron alrededor de cuatro millones de ejemplares en el mundo. Su autor murió en París dos años después, el 26 de febrero del 2013.
La rebelión de los indignados fue en sus orígenes un acto de descontento generacional, pero en los siguientes días se ampliaron su composición y el contenido de la protesta cuando la Puerta del Sol se copó de gente que compartía esas y otras preocupaciones. Y entonces se agregaron a las reivindicaciones originales: la condena a la corrupción, la separación de la religión y el Estado, la educación pública laica, el cierre de las centrales nucleares, la sostenibilidad ecológica, la reducción del gasto militar y el repudio a los políticos, a los partidos políticos y a los sistemas electorales que les “perpetúan en el poder”.
Los indignados permanecieron acampados un mes en la plaza madrileña, desde donde invocaron el derecho a la resistencia y la desobediencia civil, como cursos de acción a tomarse, y lanzaron al mundo una serie de consignas contestatarias.
El movimiento de los indignados —que se denominó Movimiento 15 de Mayo (15-M), por la fecha de su nacimiento— despertó simpatía dentro y fuera de España y tuvo ecos inmediatos en otros países europeos, asiáticos y latinoamericanos.
Un mes después —el 19 de junio— los indignados volvieron a las calles. Centenares de miles de ellos se manifestaron en sesenta y seis ciudades de España. En la Plaza de Neptuno en Madrid se reunieron 50 mil personas y alrededor de 100 mil en la Plaza de Cataluña en Barcelona. Cosa parecida ocurrió en Valencia, Bilbao, Granada, Málaga y otras ciudades españolas, con contagios menores en Francia, Portugal, Grecia, Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Eslovaquia, Holanda, Inglaterra, Italia, Irlanda, Islandia, Luxemburgo, Mónaco, Noruega, Polonia, República Checa, Rumania, Serbia, Suecia, Suiza, Turquía, Israel y otros países.
Pero el movimiento de los indignados no fue una rebelión, en el sentido propio de esta palabra, sino una movilización de masas que demandaba a los gobiernos determinados cambios imprecisamente señalados.
El movimiento tuvo después réplicas en muchas ciudades del mundo —Nueva York, Washington, Atlanta, Los Ángeles, Buenos Aires, Ciudad de México, Guatemala, Montevideo, Roma, Lisboa, Bruselas, Hong Kong, Taiwán, Atenas, Tokio, Berlín y otras más— donde se clamó por “cambio global” y “democracia real” y se gritó contra los políticos, los banqueros, los grupos de poder económico, las corporaciones trasnacionales y los empresarios de >Wall Street.