Del latín ratus, que significa “confirmado”, y facere, “hacer”, la ratificación es un término muy usual en el Derecho Internacional para designar una de las etapas de formación de un tratado, esto es, de un acuerdo escrito entre Estados, o entre éstos y organizaciones internacionales, o de éstas entre sí, capaz de crear derechos y obligaciones entre las partes.
Son cuatro los pasos que debe dar dar un tratado para su perfeccionamiento: negociación, suscripción, ratificación e intercambio de ratificaciones o depósito.
La ratificación es un acto de competencia de la función ejecutiva del Estado si bien los parlamentos son los que conocen y discuten el instrumento y, a través de los procedimientos usuales en el Derecho interno para los actos legislativos, autorizan o desautorizan su ratificación por los jefes de Estado. Si se niega la ratificación el tratado no rige para el Estado remiso ni lo obliga, sin perjuicio de que entre en vigor para los demás Estados que lo hayan ratificado o se hayan adherido a él, puesto que en su propio texto suele estipularse que entrará en vigencia cuando reúna un número determinado de ratificaciones.
Consecuentemente, la ratificación es la aprobación final y definitiva de un tratado. Es el acto por el cual un Estado hace constar en el ámbito internacional su consentimiento y su voluntad de someterse a sus disposiciones. Ella representa una segunda instancia interna que sirve para prevenir eventuales extralimitaciones del mandato por los plenipotenciarios o para preservar la soberanía de los Estados frente a la eventualidad de que en el curso de la negociación se haya modificado el texto original del proyecto. El Estado tiene siempre la opción de rehusar un tratado no obstante haberlo firmado. Recordemos, por ejemplo, que los Estados Unidos de América suscribieron pero no ratificaron el Tratado de Versalles de 1919, suscrito al término de la Primera Guerra Mundial, por el cual se creó la Sociedad de las Naciones.
El mecanismo de la ratificación impide que el voto de la mayoría imponga a un Estado, contra su voluntad, un tratado. Esto es especialmente cierto con relación a los tratados multilaterales —a los que algunos tratadistas denominan “legislativos” porque contienen una serie de normas de conducta para los entes políticos— cuyo texto se suele aprobar en las conferencias internacionales “por mayoría de dos tercios de los Estados presentes y votantes, a menos que los Estados decidan por igual mayoría aplicar una regla diferente”, según dispone el artículo 9 de la Convención de Viena de 1969.
La ratificación sirve también, en el orden interno, como mecanismo de control parlamentario sobre la constitucionalidad de los tratados, que es una precaución indispensable puesto que ellos están destinados a incorporarse al ordenamiento jurídico estatal. Y a pesar de que “el hecho de que el consentimiento de un Estado en obligarse por un tratado haya sido manifestado en violación de una disposición de su Derecho interno concerniente a la competencia para celebrar tratados no podrá ser alegado por dicho Estado como vicio de su consentimiento, a menos que esa violación sea manifiesta y afecte a una norma de importancia fundamental en su Derecho interno”, según manda el artículo 46 de la Convención de Viena, es muy importante que su ordenamiento jurídico guarde la debida coherencia.
La ratificación, en el caso de un tratado bilateral, debe ser enviada al otro Estado para que conozca la aceptación formal de la contraparte, o a la respectiva organización internacional, para su depósito, registro y publicación, si es un tratado multilateral.