La palabra proviene del latín radix, que significa “raíz”. Este vocablo fue empleado por algunos filósofos griegos como equivalente a “principio”, “fundamento”, “causa” o “razón primera” de las cosas. Con lo cual quisieron referirse a los orígenes o fundamentos reales o conceptuales de algo. Lo radical, por consiguiente, era lo que estaba enraizado, lo profundo, lo que tenía sólida sustentación.
Esta palabra se refiere hoy, en política, a la persona que tiene arraigadas convicciones o que sostiene principios hondos y germinales. Una persona así suele mantener una actitud intransigente e inflexible en sus principios o en su política y va hasta las ultimas consecuencias sin hacer concesiones. Generalmente está enfrentada al sistema, mantiene una actitud crítica frente a las instituciones existentes y propugna la abolición o reforma de ellas.
En todo caso, el radicalismo no es propiamente una doctrina política sino una postura o una actitud dentro de ella, de acuerdo con las circunstancias de lugar y de tiempo.
Esto hace que el concepto de radicalismo sea muy relativo. Fueron radicales, para su tiempo, Jeremías Bentham, James Mill, John Stuart Mill, David Ricardo y el propio Adam Smith, cuyo principal objetivo era convertir el antiguo régimen aristocrático en una sociedad de mercado modernizada, dentro del credo liberal de su tiempo.
El radicalismo, en su sentido amplio, no está necesariamente ligado a las ideas de <izquierda, como a veces se cree. Puede haber, y de hecho hay, un radicalismo de <derecha. Lo radical no se refiere realmente a la orientación de las ideas sino a las raíces de ellas y a la forma de sustentarlas. El <fascismo fue, por ejemplo, un radicalismo de ultraderecha.
A partir de 1790 floreció en Inglaterra un importante grupo de intelectuales y políticos radicales —que formaron filas en el llamado radicalismo inglés— cuya idea central fue extender a Inglaterra los principios de las revoluciones norteamericana y francesa de fines del siglo XVIII. Se abrió por entonces un amplio y encendido debate en torno a estas ideas, que produjo una abundante literatura política. Se invocaron también las ideas de la gloriosa revolución de 1688. Fue el filósofo y sacerdote arriano galés Richard Price (1723-1791) quien inició la controversia al aplaudir los acontecimientos de Francia en el sermón anual organizado por la London Revolutionay Society, en conmemoración de la revolución inglesa de 1688. Price planteó en esa ocasión la libertad de conciencia, el derecho de resistencia a un poder abusivo, la facultad popular de elegir a los gobernantes y de destituirlos por su mala conducta y todas las demás ideas de la Revolución Francesa. Respondió inmediatamente el politólogo irlandés Edmund Burke, quien en su obra “Reflections on the Revolution in France” (1790) se refirió despectivamente al “experimento francés” y atacó a sus simpatizantes británicos. Se abrió así un intenso debate que produjo centenares de libros y folletos sobre tres temas fundamentales: el reexamen de los principios de la gloriosa revolución de 1688, el análisis de las transformaciones revolucionarias de Francia y los fundamentos sobre los cuales debía reestructurarse el sistema político inglés. Tomaron parte en él, además de Price, Thomas Paine, David William, Joseph Priestley, James Mackintosh, Mary Wollstonecraft y otros pensadores, políticos y escritores, todos los cuales comulgaban con la ideología republicana radical.
En medio de sus ardorosas batallas políticas libradas contra el autoritarismo de la monarquía y contra el conservadurismo de los partidos tradicionales —los tories y los whigs—, el radicalismo impulsó en Inglaterra un proceso de renovación y cambio de sus instituciones políticas y económicas. Al calor de sus planteamientos se reordenó el sistema judicial, se universalizó la instrucción primaria, se eliminaron las restricciones de corte liberal al comercio y a la industria, se legalizaron las actividades del <movimiento obrero y se crearon los primeros servicios de salud pública. Pero los grupos radicales ingleses, bajo el peso de sus consecutivas derrotas electorales, pronto entraron en crisis y terminaron por incorporarse al Partido Laborista.
Los principios radicales pasaron —o retornaron— de Inglaterra a la Europa continental. En Francia fueron asumidos por el jacobinismo nostálgico de los postulados de 1789 —traicionados por la restauración monárquica—, que planteó la república como forma de gobierno, la separación de la Iglesia y el Estado, el laicismo en la educación, el sufragio universal, enmiendas fiscales, reformas sociales de cierta profundidad, cesación de la política colonialista. Los grupos radicales, que nunca fueron muy grandes y que operaban separada y desordenadamente bajo el liderazgo inconexo de algunas figuras públicas, como León Gambetta (1838-1882), Georges Clemenceau (1841-1929), Camille Pelletan (1846-1915), Charles Floquet (1828-1896) y varias otras, convergieron en los partidos Republicano Radical y Radical Socialista a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX.
De Francia el radicalismo se extendió a Italia, donde formó pequeños grupos, clubes y círculos contestatarios más o menos autónomos, que ofrecieron resistencia al fascismo. En la segunda postguerra se constituyó el efímero Partito Radicale que no logró penetrar en las masas ni alcanzar influencia parlamentaria y que finalmente se redujo a un grupo elitista de opinión a través de sus semanarios "Il Mondo" y "L’Espresso".
Movimientos de este tipo brotaron en toda Europa y tuvieron ecos también en América Latina. Su importancia histórica radica, en lo que a Europa se refiere, en que desarrollaron la teoría de los derechos naturales y de la soberanía popular que sirvió de base a las formulaciones socialistas de las próximas décadas.
Las palabras radical y radicalismo se usaron con alguna frecuencia en Europa desde fines del siglo XVIII y en América Latina durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX para dar nombre a varios partidos políticos. Se incorporó la palabra “radical” a las denominaciones de muchos de ellos —de corte laico, agnóstico, democrático e individualista— que casi siempre fueron la avanzada de los viejos partidos liberales o resultaron de escisiones de ellos.
El radicalismo tuvo una cierta importancia e influencia en la primera mitad del siglo XX en Argentina, con la Unión Cívica Radical; en Chile, con el Partido Radical; y en Uruguay con el Partido Colorado, denominado también <batllismo, en honor a su fundador José Batlle y Ordóñez, quien fue Presidente de la República de 1903 a 1907 y de 1911 a 1915. En todos estos países el radicalismo sentó las bases del Estado de bienestar y pudo instrumentar muy importantes reformas de orden social, como la jornada de trabajo de ocho horas, las pensiones de vejez, la jubilación laboral, las indemnizaciones por accidentes del trabajo, el salario mínimo, la libertad sindical, el <laicismo estatal y la autonomía municipal.