Se afirma que la palabra psicología fue usada por primera vez como título de la obra del filósofo escolástico alemán Rudolph Goclenius en 1597: “Psychologiae: hoc est, de hominis perfectione, animo, et imprimis ortu humus”. Quiso designar con ella la “ciencia del alma” y nació como parte de la metafísica, junto con la cosmología y la teología. No obstante, también se atribuye el origen de la palabra al croata Marci Maruli en un libro que no se ha encontrado pero cuya existencia fue afirmada por sus discípulos, titulado “Psychologiae de ratione animae humanae”, escrito en 1520, y al humanista y teólogo luterano alemán Felipe Melanchthon en su obra “Comentarius de anima” (1540).
En todo caso, la significación de la palabra ha cambiado a lo largo del tiempo. La psicología se desprendió de la metafísica en el siglo XIX y tomó una dirección científica, como conocimiento sistemático de los fenómenos psíquicos, considerados como una realidad específica.
Una de las aplicaciones que ha recibido la psicología es al estudio de los comportamientos colectivos, vale decir, a los fenómenos psíquicos del grupo. Nació así la psicología social a principios de siglo y posteriormente, dentro de ella, la psicología de multitudes. Si bien algunos pensadores creen que los antecedentes remotos de estas disciplinas sociales se encuentran en el pensamiento de Aristóteles y otros filósofos griegos, los antecesores más o menos cercanos son Lewis H. Morgan (1818-1881), con su división de la historia en tres estadios: salvajismo, barbarie y civilización, en función de las destrezas productivas del hombre; Augusto Comte (1798-1857) y su planteamiento de que la sociedad puede ser estudiada científicamente al igual que los objetos de las otras ciencias; Emile Durkheim (1858-1917) y su tesis de que los procesos sociales no pueden ser explicados por los conocimientos de la psicología individual; Gabriel Tarde (1843-1904) y sus leyes de la imitación como factor de la sociabilidad del hombre; Sigmund Freud (1856-1939) y sus afirmaciones de que el inconsciente, como instancia psíquica primaria, genera los procesos subconscientes y conscientes del comportamiento individual y colectivo; Gustavo Le Bon (1841-1931) y sus leyes de la psicología de multitudes; y José Ortega y Gasset (1883-1955) con su teoría del “hombre-masa”.
Sin duda hubo también otros pensadores que, en diversas épocas, afrontaron el tema desde la perspectiva de la psicología, de la criminología o de la sociología, como Enrique Ferri, Escipión Sighele, Pascual Rossi, Raúl de la Grasserie, Vespasiano V. Pella, Felipe Manci, Luis Jiménez de Asúa, Concepción Arenal, José Ingenieros y otros.
El jurista italiano Enrique Ferri (1856-1929), autor de profundos estudios en el campo de la criminología, hizo importantes aportes a la psicología de masas, a la que consideró una disciplina científica intermedia entre la psicología individual y la sociología. Al investigar el delito multitudinario, que surge sin previo acuerdo de los agentes delictivos, descubrió que “en los hechos psicológicos la reunión de los individuos jamás da un resultado igual a la suma de cada uno de ellos”. Principio que después fue recogido y desarrollado por varios pensadores.
El profesor español Luis Jiménez de Asúa hizo énfasis en que el problema de la responsabilidad penal se complica enormemente cuando un delito es cometido, no por una persona ni por una conspiración de personas, sino por una multitud. La escuela clásica en el Derecho Penal sostenía que todos los miembros de la multitud deben ser castigados en la misma forma y con el mismo rigor en que lo sería el autor de un delito individual. Pero después la escuela positiva sostuvo que el delito cometido por una muchedumbre —el delito de las muchedumbres— debe merecer un trato distinto en atención a las diferencias psicológicas y sociales que gravitan en la comisión de los delitos colectivos. Por eso el abogado Pugliese defendió ante el tribunal de Bari, en las postrimerías del siglo XIX, la “semirresponsabilidad” penal de los miembros de una multitud delictiva, cuya pasión debe merecer consideraciones especiales. Jiménez de Asúa, en su magistral obra “La ley y el delito” (1954), citando a Emilio Zola en su novela "Germinal", relata el crimen de una multitud: “un desconocido lanza un grito, y una especie de frenesí se apodera de todos, que machacan, destrozan a un hombre, y cada uno de ellos, si hubiera estado solo, se hubiese precipitado a salvarlo”.
Cabe preguntare entonces: ¿por qué el grito de un desconocido puede conducir a la masa a los más execrables delitos? La única explicación es que la multitud es un ente distinto de los individuos que contribuyen a formarla y que ella, en su primitivismo intelectual, se ve arrastrada por la acción de líderes improvisados que lanzan al aire una idea o sugieren una iniciativa. En tales circunstancias, la suerte de la multitud está librada a la buena o mala fortuna de que sus conductores ocasionales —los meneurs de que habló Gabriel Tarde o los activos que dijeron los criminólogos italianos—, surgidos de la propia dinámica multitudinaria de conductores y conducidos, sean personas nobles o delincuentes natos.
Las sensibilidades, el razonamiento, las reacciones de la multitud son del todo diferentes de los que tendrían, ante iguales estímulos, las personas aisladas. La personalidad, la formación, los principios éticos y la cultura de los integrantes de una multitud se disuelven en ella. La individualidad desaparece en la vorágine colectiva. Y se produce la regresión hacia una condición anímica primitiva capaz de llegar a los más grandes excesos en forma súbita y traumática: al pánico, al heroísmo, a la alegría, a la tristeza, a la iracundia, al odio, al amor.
Los penalistas, en sus investigaciones sobre los delitos de las muchedumbres para tratar de establecer hasta qué punto quienes las integran actúan con conciencia y voluntad, han dado un valioso aporte al análisis de la psicología de las multitudes. Quienes se alinean en el positivismo penal se han inclinado a considerar que los que cometen un delito como parte de una “muchedumbre en tumulto” están amparados por circunstancias atenuantes. El criminólogo alemán Edmundo Mezger (1883-1962), por ejemplo, sostuvo la inimputabilidad del individuo que delinque en masa porque actúa en una situación de inhibición de conciencia y de trastorno psíquico transitorio.
Las relaciones entre la psicología y la política fueron descubiertas hace mucho tiempo, si bien la psicología como tal no hacía todavía su ingreso al campo de los conocimientos. Desde entonces se supo que las opiniones, las acciones y las reacciones de los hombres y de los grupos en la vida pública tenían mucho que ver con factores subjetivos. Los rasgos y caracteres de la personalidad de sus protagonistas siempre dejaron su impronta en los acontecimientos de la historia. Los instintos e impulsos humanos, originados en las zonas conscientes e inconscientes de la personalidad, fueron factores determinantes de las acciones sociales: liderazgos, gobiernos, partidos, propaganda, movilización de masas, revoluciones, guerras, violencia.
Por eso es tan importante analizar la personalidad de los protagonistas de la historia. Muchas cosas se explican en función de su psiquis. Buena parte de los hechos históricos ha girado alrededor de ese ímpetu o impulso humano que Federico Nietzsche (1844-1900) llamaba la “voluntad de poder”. Para algunos hombres esa “voluntad de poder” ha tenido rasgos patológicos: ha sido una expresión compensatoria de sus propias debilidades o la revancha ante la vida por pasadas humillaciones o carencias. La lujuria de poder, en muchos casos, tiene esta explicación. Por eso es que hay una gran diferencia entre el uso que da al poder el hombre equilibrado y el que da el inseguro, el apocado o el neurótico. La historia muestra muchos ejemplos de ello.
La psicología política y la psicología social se encargan de hacer este análisis y, dentro de ellas, la psicología de multitudes trata de explicar y predecir el comportamiento de las <masas, entendidas como un fenómeno transitorio. Ambas son disciplinas de la conducta. Ambas tratan de identificar lo que de repetibles tienen los actos sociales. Su diferencia está en que la primera estudia la forma de proceder de los grupos permanentes mientras que la psicología de multitudes lo hace con los grupos ocasionales o transitorios —las muchedumbres— que se aglomeran bajo la acción de un estímulo.
Con los antecedentes de Antonio Gramsci en 1927, J. F. Brown en 1936, Theodore Adorno en 1950, Carl Jung en 1957, T. M. Newcomb en 1959 y Hans Eysentk en 1960, que estudiaron los fenómenos políticos desde la perspectiva de la psicología, los sociólogos norteamericanos crearon en los años 70 la political psychology, a la que hicieron importantes aportes Jeanne N. Knutson en 1973 y William F. Stone en 1974, así como la International Society of Political Psychology (ISPP), fundada en los Estados Unidos en 1978.
En todo caso, la preocupación por los comportamientos de las masas no es nueva. Recordemos que en la célebre sesión de la Convención francesa de 1793, en que se abrió un encendido debate sobre la pena de muerte de Luis XVI, el diputado Lanjuinais, después de escuchar la defensa del monarca, exhortó a los convencionales a que “no se dejen arrastrar por la opinión de la masa, que en un instante pasa del odio a la compasión y de ésta al amor”. Quiso decir con ello que la masa es muy variable en sus ideas y sentimientos y que muy fácilmente pasa del un extremo al otro: del odio al amor o del amor al odio, de la calma a la tempestad o de la tempestad a la calma.
Fue precisamente el comportamiento de las multitudes durante los episodios de la Revolución Francesa el que inspiró el estudio de la psicología de las masas por parte de Braskovic, Sighele, Le Bon, McDougall y otros pensadores.
Sobre la base de las investigaciones de Gustavo Le Bon, el psicoanalista austriaco Sigmund Freud formuló sus hipótesis al respecto en su conocido libro “Psicología de las Masas” y José Ortega y Gasset habló de la “rebelión de las masas” y de la presencia del “hombre-masa” como protagonista de la acción política contemporánea.
La afirmación central de estos pensadores es que la piscología individual y la psicología de masas tienen marcadas diferencias entre sí. La primera profundiza sus indagaciones en el oscuro mundo de los instintos, disposiciones anímicas, móviles, reacciones y conductas de los individuos aislados. La segunda, en los cambios del comportamiento de ellos cuando se incorporan a una multitud y forman una “masa psicológica”, que es un ente diferente de las unidades humanas que lo integran. Esto hace que la psicología formal sea insuficiente para hacer luz sobre la manera de pensar, de sentir y de obrar del grupo. Muchas de sus reacciones resultan inesperadas desde el punto de vista de la psicología individual.
Cuando una persona se “funde” con otras en el seno de una multitud y se somete a los efluvios que de ésta emanan, desciende varios peldaños en la escala de la cultura y experimenta la disolución de su personalidad en la vorágine masiva.
Se produce un fenómeno muy parecido al de la hipnosis. La masa hipnotiza al individuo y le pone bajo sus órdenes. Este difícilmente puede resistir esa mezcla de fascinación y de temor que en su ánimo suscita la presencia vibrante de la multitud. Simplemente se entrega a sus designios. Pierde su sentido crítico. Su voluntad y su discernimiento quedan abolidos temporalmente. Se deja invadir por la emoción de los demás y con la suya aumenta la de ellos. La exaltación emotiva se propaga. En ese momento la masa está lista para ser inducida por alguien, bien por el líder tradicional, bien por el líder improvisado al que las circunstancias del momento le entregan esta posibilidad. Los individuos sólo obedecen e imitan.
Freud afirma que todo “lo reprimido” en la vida cotidiana, por los usos y las convenciones sociales e incluso por las convicciones éticas de cada persona, salen a flote y el “inconsciente” se manifiesta con toda su fuerza dentro de la multitud. Cada persona, en esa circunstancia, puede permitirse concesiones a instintos que reprimiría normalmente en su vida ordinaria. Y estas ”fuerzas reprimidas” se expanden y se contagian entre los miembros de la multitud, que actúa con una sobrecarga emotiva. Por eso ella es capaz de los mayores heroísmos y también de las conductas más cobardes, de los actos más nobles y de los más villanos.
La multitud es irritable, impulsiva e inestable. Se deja guiar por el “inconsciente” en donde están almacenadas todas las represiones del “yo” consciente de las personas. Lo que ellas no hacen en su vida diaria por temor a las leyes o por mandato de sus normas morales lo pueden hacer en el seno de la multitud. El hombre culto y respetuoso puede volverse un bárbaro y asumir toda la violencia, espontaneidad y primitivismo de la masa. El pusilánime, rodeado de la fuerza de la multitud, se torna valiente e incluso temerario. El egoísta puede volverse altruista.
El hombre, bajo el influjo de la multitud, es un ser totalmente diferente del de la vida ordinaria. Pierde algunas de sus cualidades y adquiere otras que no tenía. Para decirlo de otra manera, la <masa no obstante que está formada por elementos heterogéneos, fusionados en un todo como las células de un cuerpo vivo, es un ser nuevo y distinto de los elementos que la componen. En ella se borran las virtudes y defectos personales y se arrasan las características de la personalidad individual. Lo “inconsciente social” surge con fuerza y se impone sobre la manera de ser de los individuos.
Las <masas se integran prevista o imprevistamente. A veces se las convoca con un determinado propósito —escuchar a un candidato, protestar contra una medida del gobierno, defender un principio que ha sido vulnerado o amenaza serlo o cualquier otro motivo— y otras veces se reúnen espontáneamente, sin convocación de nadie, por la fuerza de una circunstancia imprevista. En todo caso su existencia es pasajera. Los individuos se agrupan movidos por un interés común pero transitorio.
La masa actúa compulsivamente, por espasmos. Es variable e inestable. Los impulsos que la mueven pueden ser nobles o viles, heroicos o cobardes, magnánimos o mezquinos, pero son siempre imperiosos. Su nivel de inteligencia no es muy alto aunque haya gente muy inteligente en su seno. Algunos investigadores sostienen, como el psicólogo inglés William McDougall (1871-1938), que las inteligencias inferiores arrastran a su propio nivel a las superiores. Lo cierto es que la intensidad de la afectividad interfiere y bloquea su actividad intelectual. Eso explica que el individuo integrado en la masa, reducida su conciencia y su sentido de responsabilidad, apruebe cosas y realice actos que jamás los hubiera admitido en su vida ordinaria.
Nada en ella es premeditado. Todo está librado a la espontaneidad y a la improvisación. Es muy vulnerable al poder sugestivo de las palabras, que igual pueden enardecerla que apaciguarla. Recuerdo, como anéctoda de mi vida política, que hace muchos años, en el curso de una violentísima campaña electoral en la que yo participaba como dirigente de una coalición de fuerzas de centro-izquierda, al término de un mitin en Píllaro, un pequeño poblado de la Sierra ecuatoriana, al ir a tomar mi vehículo fui rodeado por una exaltada muchedumbre que apoyaba al candidato populista opositor. Ella estaba enardecida por los dicterios que se habían lanzado desde nuestra tribuna y por los choques e incidentes graves que poco tiempo antes se habían producido. Es probable que yo no hubiera podido salir vivo de ese trance. En el momento mismo en que iba a ser agredido, un joven de entre la multitud salió adelante y gritó: “¡Nadie toca a Rodrigo Borja, que fue mi profesor en la Universidad!”. Bastó eso para que la masa pasara, en un instante, de la furia a la amistad. Cosas de la psicología de multitudes.