Este concepto presenta problemas de definición. La propiedad es el dominio y el control que el hombre tiene sobre determinadas cosas. Pero se trata de un dominio y un control “reconocidos” por la sociedad, que se ejercen de una manera permanente y exclusiva. Por tanto, la palabra propiedad expresa necesariamente la idea de un poder jurídico sobre un objeto determinado respecto del cual el ser humano tiene facultades de libre disposición.
Desde el punto de vista etnológico, es decir, desde la perspectiva de la investigación de las leyes y principios que rigen el fenómeno étnico-cultural, se ha discutido mucho el tema de la propiedad. Hay la tesis de que en las sociedades primitivas de cazadores y recolectores no hubo la percepción de ella ni, por ende, la sensación de lo que era ser “rico” o ser “pobre”. El filósofo e historiador escocés Adam Ferguson (1723-1816), en su "Essay on the History of Civil Society" (1767), sostuvo que en la fase del salvajismo de la prehistoria humana no se conoció la propiedad, cuya concepción surgió en la etapa de la barbarie.
En este sentido, el concepto de propiedad fue fruto del progreso humano.
El etnólogo norteamericano Lewis H. Morgan (1818-1881), en su libro "Ancient Society" (1877) —en el que dividió la prehistoria en tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización—, afirmó que en la más remota de esas etapas el concepto de propiedad no tuvo significación alguna. La tierra carecía valor para las sociedades nómadas. Las armas simples, utensilios, herramientas rudimentarias, tejidos, vestimentas y objetos de adorno no despertaban todavía la codicia. La noción de la propiedad no se había formado en la mente de los salvajes, probablemente porque la incipiente tecnología no era aún capaz de formar excedentes. Fue el progreso social —el progreso de los instrumentos de producción— el que sugirió la noción de la propiedad al estimular la ambición de ganancias —el studium lucri, que dijo Morgan—, que con el devenir del tiempo se convirtió en un factor tan poderoso en la historia humana.
El etnógrafo alemán Wilhelm Koppers (1886-1961) contradijo la tesis de un “comunismo primitivo”. Sostuvo que en las tribus de cazadores y recolectores rigió un “comunismo familiar” en cuanto a la propiedad de la tierra y a la alimentación pero que los utensilios y las herramientas pertenecían a quien los había fabricado. Dice que el trueque demuestra que ya en ellas había la idea de la propiedad individual. Tesis que es compartida por el antropólogo alemán Wilhem Schmidt (1868-1954), para quien la generosidad que se observó en los pueblos primitivos para compartir los alimentos se debió a sentimientos de altruismo antes que al desconocimiento de la propiedad.
El pensador germano Walter Nippold (1892-1970), con base en sus investigaciones etnológicas, fundó en el trabajo el derecho de propiedad individual en los pueblos primitivos, ya que la comunidad aceptó que aquello que se debió al esfuerzo de cada persona fuera objeto de su propiedad lo mismo que las cosechas de la tierra obtenidas con la roturación y el cultivo individual y familiar.
Otros antropólogos, el alemán R. Schott entre ellos, sostuvieron que la ocupación de las cosas sin dueño —la occupatio primi occupantis— fue uno de los títulos de propiedad primarios en las sociedades rudimentarias. Decía Schott que “en los pueblos de cazadores y de recolectores más primitivos era corriente que aquél que encontrase un árbol frutal, un panal de abejas u otros objetos naturales utilizables y no los quisiese o no pudiese aprovecharlos inmediatamente, podía marcarlos con una señal de propiedad, con lo que aseguraba la posesión y la utilización exclusivas por ser el primer ocupante”.
En su célebre libro “El Origen de la Familia, de la Propiedad Privada y del Estado” (1884), Federico Engels sostuvo que en todas las etapas primitivas de la sociedad —en las comunidades comunistas de mayor o de menor tamaño— la producción fue, en lo esencial, una producción común y que fue común también el consumo. Afirmó que las cosas producidas permanecían bajo el control de los productores pero ellas “no podían crear ningún poder fantasmagórico y extraño sobre el productor, tal como ocurre regular e inevitablemente en la civilización”.
Engels afirmó que a medida en que se desarrollaba la propiedad privada sobre los rebaños se iniciaron las guerras entre tribus para apropiarse del ganado. También hubo guerras para adueñarse de las cosechas ajenas. La propiedad de los excedentes causó conflictos y pronto se convirtió en un instrumento de dominación social. Surgió entonces la primera división del trabajo y también la primera escisión de la sociedad en clases: señores y esclavos.
En todas las sociedades, a lo largo de los tiempos, existió alguna forma de propiedad: en unas fue individual y en otras común. En las sociedades primitivas la propiedad era común. No había el “mío” ni el “tuyo” de las sociedades posteriores. Las cosas pertenecieron a quienes las necesitaban. Eran de propiedad común los bosques de caza y de recolección de alimentos y las tierras de cultivo. Los frutos de esas rudimentarias actividades económicas pertenecían a todos, según sus necesidades. La economía de subsistencia no daba para acumular excedentes. Ellos vinieron después, cuando las innovaciones tecnológicas aumentaron la productividad del trabajo humano y se produjeron más bienes de los que la comunidad podía consumir. Entonces nació el concepto de “propiedad privada” cuando unos pocos se adueñaron de los excedentes y se convirtieron en los “ricos” de su tiempo. Esto pudo ocurrir al final de la época neolítica con los primeros intentos en la metalurgia del cobre, que al incorporar las primeras herramientas y armas metálicas al abundante arsenal surgido de las técnicas del pulimento y laminación de la piedra, dio origen a la edad de los metales y, con ella, a las actividades económicas no circunscritas a las meras necesidades de subsistencia del grupo sino destinadas a producir objetos para la comercialización por la vía del trueque con otros grupos. Aparecieron los primeros excedentes agrícolas y ganaderos junto a objetos que alcanzaron valor gracias al trueque, como los metalúrgicos, y entonces surgió la noción de la propiedad individual y comenzó el proceso de acumulación de riqueza y poder en pocas manos, que fue el germen de los grupos llamados a dominar la vida social por los próximos milenios. Esto puso fin al “colectivismo primitivo” y a las sociedades “igualitarias” anteriores. Las tumbas de ese tiempo evidencian la existencia de sociedades jerarquizadas, dominadas por elites políticas y económicas, en las que germinaba el deseo de enriquecimiento y de diferenciación de los individuos. Esto lo demuestran las sepulturas individuales de la gente rica, que encerraban opulentos ajuares cerámicos y metálicos.
La propiedad del suelo nació cuando las sociedades primitivas, después de haber recorrido un largo tramo histórico, abandonaron su nomadismo y se tornaron sedentarias. Fue entonces cuando surgió la idea del dominio sobre la tierra y, en torno a él, se generaron interminables disputas y guerras. Las sociedades primitivas consideraron que era su dios quien les había otorgado ese dominio. En el Viejo Testamento de la Biblia puede leerse que “Jehová dijo a Abraham, después de que Lot se apartó de él: alza tus ojos y mira desde el lugar donde estás hacia el Norte y el Mediodía, al Oriente y al Poniente. Toda esta tierra que ves, yo te la daré a ti y a tu posteridad para siempre” (Génesis, Cap. 13, versículos 14 y 15). La noción de la propiedad privada sobre el suelo emanó de las religiones y fue consagrada por los dioses en el momento en que las tribus, que fueron las primeras sociedades sedentarias, se afincaron sobre un territorio, lo delimitaron, establecieron allí sus moradas y cultivaron la tierra de manera permanente.
La acumulación de riqueza dio a unos pocos un poder de dominación sobre los demás. Utilizaron la fuerza para defender sus cosas y conservarlas. Después apareció la ley, hecha por quienes ejercían dominio sobre la sociedad, para consagrar el derecho de los propietarios. La ley creó un vínculo de naturaleza “moral” entre las cosas y las personas. Ese vínculo fue el “derecho de propiedad”. Esta dejó de ser un hecho para transformarse en un derecho. Con el mejoramiento de la productividad en la agricultura y la ganadería se ampliaron las posibilidades de acumulación. Nació entonces la propiedad privada de la tierra y del ganado, aunque combinada con formas de propiedad familiar y comunitaria. La propiedad del ganado desarrolló fuertemente el sentido de la propiedad individual. En la Europa feudad se desarrolló la concepción señorial de la propiedad de la tierra, considerada no solamente como un instrumento de producción sino también como un elemento de rango social y de nobleza. Surgieron los “señores de la tierra”, dueños de la vida y el trabajo de los siervos. Más tarde, con el desarrollo de la manufactura y el comercio se fortaleció aun más el “instinto” de propiedad individual, que alcanzó su apoteosis en el <capitalismo libreconcurrente del siglo XIX. Desde entonces el poder y la propiedad marcharon juntos. El poder daba propiedad y la propiedad confería poder. Las ideas socialistas, en su inconformidad con los sistemas de ordenación social imperantes, propusieron limitaciones de diversa índole al derecho omnímodo de propiedad. Esas limitaciones fueron desde la imposición de responsabilidades sociales al propietario hasta la expropiación total de los instrumentos de producción a favor del Estado. Todos esos arbitrios se inspiraron en la idea de que la injusta distribución de la riqueza implica también una injusta distribución de la libertad, porque la riqueza es un instrumento de libertad. No es libre sino el que tiene los medios económicos para serlo. Sin seguridad económica no existe para el hombre la posibilidad de realizarse a sí mismo ni es factible la formación de una sociedad igualitaria.
En la antigua Roma el derecho de propiedad confería a su titular la facultad de usar y de abusar de las cosas que le pertenecían. Eran los famosos jus utendi y jus abutendi de los juristas romanos. Para ellos la propiedad era un derecho irrestricto que comprendía las cosas y todo lo que ellas producían y lo que a ellas se agregaba por accesión, sea por obra de la naturaleza o por la industria del hombre. Los fundamentos del concepto absoluto de propiedad vienen de la Antigüedad romana. Allí nació también la distinción entre la posesión —que es un hecho— y la propiedad —que es un derecho— puesto que si bien lo normal era que ambas vayan juntas, a veces ocurría que una persona estaba en posesión de un bien de propiedad de otra. Los romanos nos legaron también los diversos modos de adquirir la propiedad: ocupación, accesión, prescripción, sucesión por causa de muerte y entrega o tradición en virtud de un contrato.
Estos conceptos imperaron por mucho tiempo en la historia. De la Antigüedad pasaron a la Edad Media. La concepción señorial de la tierra incluso fue más lejos: otorgaba al señor feudal la propiedad sobre los seres humanos que en ella vivían. Era dueño de vidas y haciendas.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Constituyente de Francia el 26 de agosto de 1789, considero a la propiedad como un derecho “natural” e “imprescriptible” del ser humano. En su artículo 17 dispuso que “siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella sino cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige evidentemente y bajo la condición de una justa y previa indemnización”.
Ese derecho era casi sagrado. Estaba considerado como uno de los <derechos naturales del hombre, esto es, de los derechos inherentes a su condición humana y, por tanto, anteriores y superiores al Estado, junto con el derecho a la libertad, a la seguridad y a la resistencia a la opresión.
El Código de Napoleón de 1804, siguiendo esta línea de pensamiento, definió la propiedad en su artículo 544 como “el derecho de disfrutar y disponer de las cosas de la manera más absoluta”.
El derecho de propiedad pasó a la posteridad y se extendió a los nuevos instrumentos de producción creados por la >revolución industrial.
El principio del <laissez faire y todo el sistema de inhibiciones estatales en el proceso económico de la sociedad, que rigieron por mucho tiempo a partir de la transformación francesa, estuvieron primordialmente dirigidos a proteger el derecho de propiedad privada ante cualquier intento de limitación o de control por la comunidad.
El político liberal británico Leonard T. Hobhouse (1864-1929), a principios del siglo XX, hizo una magistral síntesis de la historia de la propiedad. La dividió en tres etapas. En la primera se dio un estricto control de los recursos económicos por parte de la comunidad primitiva. La propiedad fue común y la desigualdad entre las personas fue pequeña. En la segunda etapa aumentó la riqueza, aparecieron grandes desigualdades y la propiedad individual escapó al control de la comunidad. Y en la última etapa se intentó deliberadamente reducir la desigualdad y restaurar el control comunitario sobre la riqueza de las personas.
El historiador ruso Paul Vinogradoff (1854-1925), en forma concordante con Hobhouse, distinguió cuatro estadios en la trayectoria histórica del concepto de propiedad: el de la propiedad común en el contexto tribal y comunal primitivos, el de la noción feudal de la propiedad de la tierra, el de la apropiación individual y finalmente el de la imposición de restricciones al derecho de propiedad bajo la influencia de las ideas colectivistas.
El esquema marxista divide a la historia de la propiedad y, por consiguiente, a la historia humana (puesto que para el <marxismo el modo de producción y de apropiación determina la organización social), en cuatro etapas: el colectivismo primitivo, el esclavismo, el feudalismo y el capitalismo, con arreglo a las relaciones de producción que en cada época se dieron y a la forma de apropiación de los frutos del trabajo colectivo.
Sin embargo, hubo también cuestionamientos contra el derecho de propiedad. Todos los llamados >socialistas utópicos lo impugnaron. El anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), en su libro “¿Qué es la propiedad?”, contestó: la propiedad es un robo. El <marxismo hizo del ataque al derecho de propiedad privada uno de los principios fundamentales de su doctrina. Propugnó su abolición como medio de eliminar la sociedad dividida en clases antagónicas, dado que el origen de las clases sociales es la apropiación privada de los instrumentos de producción y de sus frutos.
Desde el punto de vista marxista y, en general, de las concepciones estructuralistas de la sociedad, la propiedad es una de las estructuras básicas de todo sistema político. Su modificación entraña, por tanto, un cambio de profundidad. No olvidemos que el marxismo, fiel a su idea de que la organización social es el resultado de los modos de producción y de propiedad imperantes en una sociedad, propugna la eliminación de la propiedad privada de los instrumentos de producción como medio de abolir las clases. Con la socialización de ellos, esto es, su transferencia de las manos particulares a las de la sociedad, las clases sociales desaparecen puesto que ellas existen como consecuencia de la apropiación privada de los instrumentos de creación de riqueza. La desaparición de las clases sociales, a su vez, volverá innecesario el Estado, dado que, habiendo surgido en el momento en que la sociedad se escindió en clases antagónicas, sólo sirve para resguardar los intereses económicos de la clase dominante y para mantener sojuzgadas a las demás clases.
En los tiempos contemporáneos se ha “desacralizado” el derecho de propiedad. Ha sido sometido a un profundo proceso de revisión, al igual que varios otros conceptos jurídicos tradicionales. De este proceso ha surgido el concepto de la función social de la propiedad que implica un acondicionamiento de los derechos económicos individuales en el marco del interés social. Significa, concretamente, la limitación del derecho de propiedad por causa de utilidad común. Se considera que el propietario de un bien desempeña una función pública: está obligado a hacerlo producir no sólo para él sino para la colectividad toda. No es permitido al propietario, en consecuencia, mantener ociosos los bienes que posee. Está moral y jurídicamente obligado a hacerlos producir. Debe cumplir la responsabilidad social de aumentar la riqueza común. Si tiene tierras, debe cultivarlas; si tiene fábricas, hacerlas rendir. Si no cumple esta tarea, la sociedad debe intervenir en esos bienes para darles un destino socialmente útil. En una palabra, el interés del propietario ha de subordinarse al interés de la colectividad —y no al revés— a fin de que sea factible la utilización plena, racional e intensiva de los recursos humanos, naturales, financieros y tecnológicos disponibles en una sociedad.
En el capitalismo moderno, sin embargo, la situación es muy compleja. Han ocurrido algunas modificaciones importantes. En primer lugar, la formación de compañías anónimas ha servido para difundir la propiedad de sus activos entre una multitud de accionistas. En este sentido ha habido una relativa distribución de la riqueza y del ingreso. No es que haya terminado, ni mucho menos, la concentración del capital pero sí ha habido un mayor acceso a él por parte de círculos más amplios de la población. Las empresas ya no son los grupos cerrados que eran antes. En segundo lugar, esto ha llevado a diferenciar la propiedad de las empresas del control de ellas. Una cosa es la propiedad, que está en poder de miles de accionistas, y otra el manejo administrativo, confiado a un equipo de managers profesionales. Existen numerosos estudios a este respecto en los países avanzados, que echan mucha luz sobre la estructura de las sociedades industriales contemporáneas. La propiedad de las empresas, que generalmente corresponde a una multitud de accionistas, no coincide con la gestión administrativa de ellas. Quiero decir que los miles de pequeños, medianos y grandes propietarios del capital de las empresas no son los que las manejan. A ellos sólo les interesan los dividendos que reparten. Los administradores son otras personas. Lo cual no quiere decir que no haya concentración de acciones en pocas manos. Nada impide que 50 accionistas entre los 20.000 de una empresa controlen la mayoría de su capital social. La concentración del capital no ha terminado pero se ha abierto una opción que no existía en el capitalismo clásico, que es la de que el capital de las empresas se abra a la suscripción pública y que sus acciones puedan negociarse libremente en el mercado de valores.
La situación, si embargo, no es la misma en el capitalismo “periférico” de los países del >tercer mundo. Allí persiste una monstruosa concentración del capital. La mayor parte de las empresas son cerradas e impenetrables, aunque se denominen “compañías anónimas”. Pertenecen a pequeños círculos o a grupos familiares.
En la República Popular de China, después de la era de dogmatismo impuesta por Mao Tse-tung desde 1949 hasta 1976, se produjo un proceso que los chinos llaman de <apertura y reforma económica, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping. Las relaciones de propiedad fueron objeto de cambios sustanciales. Antes existió la propiedad excluyente y exclusiva del Estado sobre todos los instrumentos de producción. El <estatismo fue total. No se permitió la propiedad privada sobre el más pequeño instrumento de producción. Pero a partir de la reforma se estableció que las relaciones de producción socialistas “deben efectuarse en consonancia con el estado de las de las fuerzas productivas y en favor del desarrollo de la producción”. De esto se desprendió que la propiedad estatal y la colectiva constituyen las formas básicas de la economía china, complementadas con la propiedad individual de los trabajadores, dentro de ciertos límites. De este modo se implantaron tres franjas de propiedad: la estatal, la colectiva y la individual, con predominio de las dos primeras.
Finalmente, el proceso de globalización de las economías y de privatización de los bienes públicos, que ha cobrado fuerza especialmente en los países de Occidente en nuestros días, ha resucitado el concepto egoísta de la propiedad que alcanzó su auge en el capitalismo libreconcurrente del siglo XIX. Esto ha agudizado el proceso de concentración de la riqueza y del ingreso. Se han disipado totalmente las preocupaciones distributivas. Impera un sordo egoísmo económico en medio de un “darwinismo” implacable que favorece a los más fuertes. La franja de marginación social es cada vez más ancha. Se han esfumado las preocupaciones por la igualdad y en su lugar se ha levantado un culto a la desigualdad. Es un mundo que, en cuanto a la cuestión social, camina hacia atrás en nombre del “aperturismo” económico, la libertad de comercio, la “modernización”, la reducción del tamaño del Estado y una serie de nociones que han alcanzado prestigios mitológicos en medio de la más espantosa confusión conceptual.