Confieso que he tenido problemas de conciencia al denominar enciclopedia a esta obra. Me acosaron los recuerdos de los libros que, en diferentes épocas, merecieron este nombre: los nueve libros de Varrón, la Historia Natural de Plinio, las obras de Fortius Ringelbergius, el tratado filológico de Mariano Minneo, la Biblotheca Mundi de Vicente Beauvais, la Enciclopedia Histórica de En-Noweiri, el Novum Organum de Bacon, el Tesoro de la Lengua Española de Sebastián de Covarruvias y Horozco. Y tantos otros.
La memoria de ellos suscitó en mi ánimo ciertos escrúpulos. Sobre todo la de la enciclopedia por antonomasia: la que dirigieron Denis Diderot y Jean Le Rond d’Alembert y en la que escribieron los más lúcidos talentos de su tiempo, cuyo nombre original fue Encyclopédie, ou Dictionnaire Raissoné des Sciences, des Arts et des Métiers, par una société de gens de lettres y cuyo primer volumen apareció en 1751. Aquella que se volvió acción en la Revolución de Francia y que civilizó al mundo.
Quise llamar a esta obra diccionario pero la denominación resultaba estrecha e imprecisa puesto que contiene algo más que la escueta definición de los vocablos. A falta de una palabra de alcances menos ambiciosos en nuestra lengua no me quedó otra opción alternativa que utilizar la de enciclopedia, con todos los riesgos que ello entraña.
El propósito de la obra es brindar al lector algunas certezas que pueden serle útiles para el estudio científico de la política o para la incursión en sus minados terrenos.
El paso del tiempo se ha encargado de erosionar semánticamente buena parte de los vocablos políticos. Muchos de ellos no tienen significados unívocos. No hay certidumbres. Impera la ambigüedad. Y así es difícil comunicarse en una ciencia y en un arte a los que les es esencial la comunicación.
Muchos términos presentan problemas de definición, ora porque su significación ha cambiado en el tiempo, ora porque están sometidos al condicionamiento ideológico, ora porque tienen varias acepciones según la ciencia o el campo en que se aplican. Aquí se recogen solamente las acepciones políticas de las palabras, esto es, la significación o significaciones que ellas tienen en el ámbito de lo político. Las demás acepciones no son de incumbencia de esta obra aunque en algunos casos me ha resultado inexcusable referirme a ellas.
He tratado de sintetizar las ideas de una manera razonable para no extender inconvenientemente el volumen de la obra.
La investigación y la escritura de ella las hice solo, en largas jornadas de trabajo. Digo mal: la hicimos dos personas: mi computadora y yo.
Agradezco, eso sí, a tantos y tantos amigos que tuvieron la solidaridad de prestarme libros muy valiosos para completar mis estudios.
Escribir sobre temas e instituciones políticas es, inevitablemente, una tarea política y no es posible hacerlo fuera de las convicciones ideológicas del autor. No obstante, he tratado de ser lo más objetivo posible en mis juicios —he citado opiniones diferentes y hasta contrarias— pero no sé si lo he logrado plenamente.
En la investigación me han interesado más los procesos que los hechos aislados. He procurado evitar las respuestas monocausales. He buscado la precisión aun a sabiendas de que las ciencias sociales no tienen la exactitud de las matemáticas y de que en ellas sólo hay criterios, opiniones, aproximaciones pero no verdades finales e indiscutibles.
Aquí vierto mucho de mi experiencia personal en el poder.
Anduve largamente por los asechados caminos de la política. Fundé un partido de masas. Utilicé la tribuna para dirigirme a las multitudes. Fui Presidente Constitucional del Ecuador en los años 1988-1992 y entonces me preocupé de las soluciones para los problemas. Hoy mi tarea es menos complicada. Debo hacer definiciones y formular juicios sobre ellos: no resolverlos.
Mi preocupación principal de hoy, por tanto, no es que las acciones de gobierno concuerden con los pensamientos sino que los pensamientos tengan lógica, es decir, concuerden consigo mismos.
Esta obra fue escrita en el curso de los profundos cambios que se operaron en el mundo a raíz de la implosión de los regímenes marxistas y de la terminación de la guerra fría. Se fue el siglo XX y advino el XXI. Hemos entrado en una nueva etapa histórica. Muchos conceptos están en proceso de revisión. La caída de la Unión Soviética —que es la caída de uno de los grandes imperios de la historia— marcó el fin de una era y el comienzo de otra. En términos de estrategia global el orden bipolar ha sido suplantado por el unipolar. No sabemos por cuánto tiempo. Y si bien ha terminado la etapa de la confrontación nuclear, que dilatadamente mantuvo a la humanidad sometida al equilibrio del terror, el mundo unipolar tiene también sus inconveniencias como lo echamos de ver con la derechización de las cúpulas políticas, la presencia del Estado desertor de los neoliberales, la globalización abusiva de las economías, la privatización indiscriminada, la concentración piramidal del ingreso, el darwinismo económico, el imperio de la ley del más fuerte en las relaciones internas e internacionales de la economía y el terrorismo global, tecnológicamente avanzado.
La revolución digital, con sus prodigiosos logros y sus acechanzas, ha modelado una nueva forma de sociedad, que es la sociedad del conocimiento, en la que la información —en forma de textos, gráficos, imágenes, símbolos, ideogramas o sonidos, ya solos, ya combinados— es la “materia prima” con la que trabajan los modernos instrumentos de la producción.
Y la revolución biogenética ha colocado a la humanidad frente a la realidad nueva de que es científica y tecnológicamente posible clonar seres humanos.
La globalización —montada sobre la triple alianza de la informática, las comunicaciones satelitales y los transportes— ha “desterritorializado” la política y la economía. Las ha liberado de sus anclajes territoriales. El ámbito geográfico estatal, para los efectos del intercambio mundial, resulta menos importante que el tiempo como elemento de la economía. Lo que tradicionalmente se ha considerado como “nacional” ha sido suplantado por “lo global” y, en consecuencia, los Estados cuentan cada vez menos como factores de la actividad política y económica. El gobierno y la regimentación de las sociedades nacionales, encomendados al Estado a partir del Renacimiento, han hecho crisis. Han surgido problemas que desbordan la capacidad de respuesta del Estado nacional y que demandan alguna forma de “gobernación global”. Los desórdenes climáticos y la escasez de agua dulce amenazan catastróficamente a la humanidad.
Es un mundo lleno de esperanzadoras expectativas y de hondas preocupaciones el que nos ha tocado vivir.
Quito, agosto 2018
RODRIGO BORJA