Con la antinómica expresión “paz armada” se designaba el período que se inició en Europa en 1871, con la guerra franco-prusiana, y que concluyó en 1914 con el estallido de la primera confrontación mundial. Fue una época de esplendor, hedonismo y lujo en las grandes ciudades europeas, dentro de países desarrollados al compás de la Revolución Industrial y dedicados a conquistar colonias en África y Asia para proveerse de materias primas y conseguir nuevos mercados para sus manufacturas. Este período fue, para los encumbrados estamentos sociales, la belle époque —según expresión de los franceses—, en la que los rezagos de la aristocracia y la alta burguesía europeos, aprovechando su bonanza económica, frecuentaban los elegantes cafés, los escenarios de teatro, las galerías de arte, las salas de conciertos —para disfrutar a Richard Wagner, Giuseppe Verdi, Piotr Illich Tchaikovski, Richard Strauss, Petrovich Rimski-Korsakov, Richard Straus— y los lujosos cabarets. Fue una época de esplendor y frivolidad para las altas clases sociales.
Pero, detrás de la alegre despreocupación de ellas, avanzaban las fricciones internacionales, acordáronse alianzas y contraalianzas militares y la guerra era una posibilidad cierta. La enemistad entre Francia y Alemania —a causa de la cuestión de la Alsacia y Lorena— era irreductible, Rusia e Inglaterra se vieron envueltas en tensiones a finales de los años 80 a causa del Asia central y de las fronteras de la India y nacía una nueva potencia: el Japón.
En las dos primeras décadas del siglo XX el ambiente de crispación y hostilidad entre los Estados europeos era terrible. Las grandes potencias de la época formaron alianzas militares hostiles: de un lado, la triple alianza compuesta por Alemania, Austria-Hungría e Italia; y, de otro, la triple entente de Gran Bretaña, Francia y Rusia.
Y no había un foro donde pudieran los Estados discutir sus diferencias ni una comunidad internacional capaz de conjurar las contingencias.
La denominada “paz armada”, lejos de ser una verdadera paz, fue la continuada y encubierta preparación para la guerra. Alemania, temerosa de la revancha francesa por la confrontación franco-prusiana de 1870, consagraba parte de sus energías al armamentismo. Los arsenales europeos —con sus fusiles, cañones, ametralladoras, acorazados, torpederos, aeroplanos, dirigibles— se habían sofisticado enormemente. Los pronunciamientos pacifistas fueron desechados. Fracasaron la conferencia de paz de La Haya en 1899 —promovida por el zar Nicolás II para buscar un acuerdo de limitación de armamentos— lo mismo que la de 1907.
En tales circunstancias se produjo el asesinato en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, del archiduque de Austria, Francisco Fernando de Habsburgo, heredero de la corona imperial, que encendió la hoguera de la primera gran guerra de los tiempos modernos. El acto fue cometido por la organización clandestina La Mano Negra, dirigida por un oficial del Estado Mayor serbio. El gobierno de Austria-Hungría culpó inmediatamente a Belgrado del crimen. Envió a Serbia un ultimátum, que fue rechazado. Entonces declaró la guerra a los serbios. Los Estados europeos se alinearon. Alemania apoyó a los austro-húngaros y Rusia a los serbios. Junto a la causa de Serbia se colocaron también Inglaterra y Francia. Turquía se puso al lado de Alemania. El 1 de agosto de 1914 Austria-Hungría formalizó su declaración de guerra contra Rusia. Al día siguiente el embajador alemán en San Petersburgo entregó, en nombre del káiser Guillermo II, la declaración bélica al ministro ruso de asuntos exteriores. Veinticuatro horas más tarde hizo lo mismo el embajador alemán en el ministerio francés de asuntos exteriores en París.
Y estalló la Primera Guerra Mundial, que enfrentó a las denominadas potencias aliadas —Gran Bretaña, Francia, Rusia, Serbia, Bélgica, Japón, Italia y, tres años después, Estados Unidos y Canadá— contra las potencias centrales —Austria-Hungría, Alemania y Bulgaria—.
La Primera Guerra Mundial rompió el movimiento obrero por la alineación bélica de los trabajadores en los dos campos enemigos. Los bolcheviques usaron los términos “social-patriotas” y “oportunistas” para referirse con desprecio a los trabajadores que optaron por la defensa de sus patrias en la conflagración mundial, porque consideraron que habían superpuesto el prejuicio burgués de la “defensa nacional” a la lucha de clases y que su alineación significaba servir al “militarismo prusiano” o a la “democracia capitalista”. Dos años antes, el congreso de la Segunda Internacional en Basilea (1912) había aprobado una resolución que calificaba a la futura guerra europea como una acción “imperialista”. En 1914 Lenin, en su opúsculo “La guerra y la socialdemocracia rusa”, afirmó que “la guerra es imperialista y la Segunda Internacional ha muerto”. El líder bolchevique habló de la “aristocracia obrera” y del “puñado de líderes pasto del oportunismo” para referirse a quienes, desoyendo los llamados del internacionalismo proletario, se enrolaron en los ejércitos de sus Estados durante la primera gran guerra.
En ese momento el ejército alemán era el mejor organizado de Europa. Prusia era el cuartel del Viejo Continente. Tenía un régimen militarista, belicoso, eficiente, centralista y expansivo que imponía un gobierno autoritario, sometía a la sociedad a una rígida disciplina militar y manifiestaba inclinaciones belicosas hacia el exterior.
Las tropas alemanas invadieron Bélgica, rumbo a Francia, con el objetivo de aniquilar al ejército francés mediante un rápido ataque envolvente. El rey de los belgas pidió la protección británica y el gobierno inglés presentó un ultimátum a Alemania, con amenaza de guerra si no respetaba la neutralidad de Bélgica. El 2 de septiembre las divisiones comandadas por el general Alexander von Kluck llegaron hasta la ciudad de Senlis, a veinticinco kilómetros de París. El gobierno francés se trasladó a Burdeos. Las tropas alemanas formaron un cerco sobre Francia desde Dixmude e Ypres, en Bélgica, hasta Pont-a-Mousson en Francia, que pasaba por Arrás, Noyon, Soissons, Reims, Verdun y Saint Michel.
En abril de 1915 los alemanes estrenaron un arma desconocida: los gases asfixiantes. Seis mil cilindros con gas venenoso de cloro fueron lanzados contra las posiciones francesas. Una nube verdosa, de tres kilómetros de longitud y treinta metros de altura, invadió las trincheras enemigas. Los soldados franceses caían aquejados de edemas pulmonares, en medio de terribles dolores y angustias.
En el frente oriental la Rusia zarista, desorganizada por la revolución bolchevique, resistió poco, tuvo estruendosos fracasos en las batallas de los Cárpatos y Masuria, depuso las armas y terminó por pedir la paz. El ejército zarista, compuesto por doce millones de efectivos mal armados y con graves problemas logísticos, se defendía bravamente del ataque de las tropas alemanas —menores en número pero tácticamente superiores— que habían penetrado profundamente en el territorio ruso. Las encarnizadas batallas dejaron un saldo de nueve millones de soldados rusos muertos, heridos o capturados. Lo cual produjo un profundo malestar en la población de Rusia, agravado por la creciente escasez de alimentos. En tales circunstancias, un problema pequeño —el aumento del precio de pan— fue el detonante de la explosión social. Las masas empobrecidas se lanzaron a las calles el 23 de febrero de 1917 para protestar contra el gobierno zarista y pedir la terminación de la guerra. La caballería cosaca, fuerza de choque del zar, no quiso reprimir con su acostumbrada dureza a la gente. Al día siguiente alrededor de doscientos mil trabajadores se movilizaron, los soldados se amotinaron en los cuarteles, fueron muertos oficiales leales al zar y se produjo la gran unidad revolucionaria de trabajadores, soldados y marinos que puso fin a la monarquía zarista.
La situación bélica cambió totalmente. Lenin firmó con Alemania el tratado de paz de Brest-Litovsk con el propósito de dirigir sus esfuerzos hacia la solución de los problemas domésticos. Lo cual permitió a los alemanes desentenderse de los rusos y concentrar sus fuerzas en el frente occidental.
Entonces cuarenta divisiones alemanas, extraídas del territorio ruso y de los Balcanes, reforzaron el frente occidental. La superioridad numérica alemana era evidente. En la primavera de 1918 sus tropas abatieron el quinto ejército inglés y aprisionaron a noventa mil de sus soldados. En abril se produjo la segunda gran ofensiva y la tercera fue en junio, en que las fuerzas alemanas avanzaron hasta las orillas del Marne. Poco tiempo antes el ejército italiano había sido aniquilado en Caporetto —en la frontera austro-italiana (hoy Kobarid, Eslovenia)— y los aliados tuvieron que enviar refuerzos a las orillas del río Piave para contener la acción ofensiva de las tropas austro-húngaras, reforzadas con efectivos alemanes.
Las dos batallas más sangrientas de la Primera Guerra Mundial fueron la de Somme y la de Verdun. La batalla de Somme arrojó más de un millón de bajas de los dos bandos. Las fuerzas anglofrancesas, al romper las líneas alemanas a lo largo de 40 kilómetros en ambas orillas del río Somme, batallaron con las tropas alemanas. Sólo en el primer día de combate —1 de julio de 1916— los británicos sufrieron 57.740 bajas: 19.240 muertos y 38.500 heridos. Las cifras de las derrotadas tropas alemanas no fueron menores.
La batalla de Verdun fue la más larga de la guerra y la segunda más sangrienta. Se inició en la primavera de 1916 y concluyó el 18 de diciembre de ese año con la victoria de las tropas francesas —comandadas primero por el general Henri Philippe Pétain y, después, por el general Robert Nivelle— sobre las alemanas. Más de trescientos mil cadáveres quedaron en los campos de combate.
En esa batalla se escuchó el grito del general Robert Nivelle: “¡ils ne passeront pas!” —¡no pasarán!—, que se convirtió en la consigna antiprusiana.
El coronel británico Thomas Edward Lawrence —mejor conocido como Lawrence de Arabia— libró su lucha contra las fuerzas regulares turcas en el desierto. Organizó a las tribus árabes y, con tácticas guerrilleras, emprendió el combate. Lawrence fue un aventurero romántico, soldado y escritor. Cuando estalló la conflagración mundial se incorporó al servicio de inteligencia militar británico en El Cairo y se unió a la sublevación de los árabes contra el Imperio Otomano. En 1914 fue enviado a Hejaz con una columna de apoyo para luchar junto al príncipe árabe Faysal —que posteriormente se convirtió en el rey Faysal I de Irak— en la insurrección árabe contra el dominio turco. Unificó sus ejércitos y después de victoriosas batallas entró triunfalmente en Damasco en 1918, antes de la llegada de las tropas británicas. Entre las obras que escribió están “Los siete pilares de la sabiduría” (1926) y “Revuelta en el desierto” (1927), que contienen la narración de sus aventuras en los arenales, en las cuales destacó la importancia de los principios de movilidad, rapidez y sorpresa en la guerra de guerrillas.
En su propósito de rendir a Inglaterra por el hambre, las fuerzas alemanas trataron de cercarla por el mar para impedir su comercio y abastecimiento. Los submarinos alemanes, rompiendo el principio wilsoniano de la libertad de los mares, hundieron todo buque mercante que cruzaba por esas aguas. En 1915 fue echado a pique el trasatlántico inglés Lusitania y murieron más de mil cien pasajeros, de los cuales ciento veintiocho eran norteamericanos. Una ola de horror y de indignación recorrió Estados Unidos. Los pacifistas se convencieron que debían prepararse para la guerra. A comienzos de 1917 se agravaron las cosas: ochos barcos mercantes norteamericanos fueron hundidos por los submarinos alemanes en aguas internacionales. La opinión pública, tradicionalmente inclinada hacia a la neutralidad y el aislamiento, dio un vuelco. Entonces el presidente Woodrow Wilson pidió al Congreso el 2 de abril que declarase el estado de guerra. Y el viernes 6 de abril los Estados Unidos entraron en la contienda.
El tema de la libertad de los mares se planteó con mucha fuerza por el gobierno norteamericano. El presidente Wilson afirmó en un documento dirigido al Senado en 1917 que “la libertad de los mares es el sine qua non de la paz, igualdad y cooperación”.
Fueron dos factores principales los que movieron al gobierno de Wilson a abandonar su neutralidad y su aislacionismo y a entrar en la guerra: la simpatía por los aliados y el temor a las consecuencias de una victoria alemana,
A partir de ese momento la guerra cobró dimensiones mundiales.
Los actos preparativos bélicos empezaron inmediatamente en la Unión norteamericana. El historiador estadounidense Henry Steele Commager y el periodista Allan Nevins, en su “Breve Historia de los Estados Unidos” (1963), sostienen que “el gobierno tuvo que tomar medidas mucho más radicales que en cualquier guerra anterior. Se convirtió en dictador de la industria, del trabajo y de la agricultura. Intervino las líneas ferroviarias y telegráficas. Se necesitaban alimentos, y la producción agrícola aumentó en una cuarta parte; se necesitaba combustible y la producción de carbón aumentó en dos quintas partes”. La industria se dedicó a producir para la guerra y a proveer a las tropas anglofrancesas de enormes cantidades de cañones, fusiles, proyectiles, explosivos y otros pertrechos. El gobierno norteamericano destinó alrededor de diez mil millones de dólares al financiamiento de las operaciones bélicas de Inglaterra y Francia en el escenario europeo.
Alistó millones de jóvenes, que empezaron a zarpar de los puertos estadounidenses en grandes convoyes. El primer contingente llegó a Francia en junio de 1917 para asistir a la defensa de París y el 4 de julio desfiló por la avenida de los Campos Elíseos ante el aplauso de los franceses. En marzo de 1918 partieron 80.000 nuevos efectivos, en abril 118.000, en mayo cerca de 250.000 y, hasta octubre de ese año, las fuerzas norteamericanas acantonadas en Francia sumaban 1’750.000 soldados, que entraron en acción primero en Mondidier y Cantigny, luego en el Bosque de Belleau y después en muchos otros puntos neurálgicos de la guerra. En la medianoche del 14 de julio el ejército alemán desplegó la esperada ofensiva sobre el Marne para romper la última línea aliada en su rumbo hacia París, a sólo ochenta kilómetros de distancia. Los soldados alemanes alcanzaron todos sus objetivos tácticos menos el de vencer a las recién llegadas divisiones norteamericanas. Esto lo reconoció el jefe del Estado Mayor alemán Walther Reinhardt, quien afirmó que allí su séptimo ejército “encontró serias dificultades” y “tropezó con la resistencia inesperadamente tenaz y activa de las tropas norteamericanas frescas”. Cuatro días después los estadounidenses contraatacaron victoriosamente. Fue decisoria su ofensiva en septiembre contra Saint-Mihiel, donde aniquilaron a las tropas de la resistencia alemana e hicieron 16 mil prisioneros. Comentó el general yanqui John Pershing: “la rapidez con que avanzaron nuestras divisiones anonadó al enemigo”. Sin embargo, los norteamericanos perdieron siete mil hombres en esa batalla.
Con la intervención de Estados Unidos cambió el rumbo de la guerra. En ese momento la situación de los aliados era muy comprometida. En septiembre, más de un millón de soldados yanquis juntamente con tropas aliadas impulsaron la gran ofensiva para romper la Línea Hindenburg —sistema de trincheras fortificadas con búnkeres, nidos de ametralladora y alambradas, erigido por los alemanes en el curso de la guerra a lo largo de 160 kilómetros en el noroeste del territorio francés— y recuperar toda la “tierra quemada” que ellos dejaron en su masiva retirada.
El 10 de noviembre de 1918, en medio del desastre externo y de las convulsiones políticas internas, el káiser Guillermo II abdicó y huyó. Los países que apoyaban a Alemania se desmoronaron. Bulgaria se rindió. Turquía pidió la paz. El imperio Austrohúngaro se sometió a las condiciones impuestas por los vencedores. Terminó la guerra. Y, con ella, se extinguió el Segundo Reich, establecido en 1871.
Pero el saldo fue diez millones de muertos y veinticuatro millones de heridos.
Entre mayo de 1919 y agosto de 1920 se firmaron los más importantes tratados entre los vencedores y los vencidos. El de Versalles, suscrito el 28 de junio de 1919, fue el principal de ellos; pero también fueron importantes los tratados de Saint Germain y de Trianón —celebrados el 10 de septiembre de 1919 y el 4 de junio de 1920, respectivamente—, que determinaron la disolución política del imperio austrohúngaro; y el tratado de Sevres de agosto de 1920 que, junto al de Neully de 1919, consagraron la desmembración del imperio Turco.
El Tratado de Versalles, celebrado entre las potencias vencedoras y Alemania, introdujo numerosas modificaciones al Derecho Internacional, creó la Sociedad de las Naciones —en lo que fue el primer intento de establecer una comunidad mundial de Estados para asegurar la paz y la seguridad internacionales—, implantó la institución del mandato internacional que colocó los territorios y colonias dominados por Alemania y Turquía bajo la tutela de la comunidad internacional e impuso a Alemania durísimas reparaciones de guerra.
Ciertamente que la Sociedad de las Naciones no fue una organización universal porque Rusia y Alemania fueron excluidas y Estados Unidos, por decisión del Congreso, se abstuvo de participar. O sea que tres de las mayores potencias mundiales quedaron al margen de la organización.
La Sociedad de las Naciones encubrió el colonialismo tradicional mediante la institución del mandato, en virtud de la cual entregó a los gobiernos de las metrópolis triunfadoras de la guerra la administración de varios territorios “como una misión sagrada de civilización” destinada a alcanzar el bienestar y desarrollo de sus pueblos y a prepararlos para que pudieran en un futuro cercano asumir su independencia política y la plenitud de gobierno propio.
La institución del mandato internacional se estableció en el Art. 22 del Pacto de la Sociedad de las Naciones, suscrito el 28 de junio de 1919 en Versalles, al amparo del cual los territorios y colonias dominados a la sazón por Alemania y Turquía —perdedoras de la Primera Guerra Mundial— fueron colocados bajo la tutela de la comunidad internacional.
Para cumplir con este cometido, la organización internacional entregó a Francia el mandato sobre Siria, Líbano y Camerún; a Inglaterra, la administración de Irak (Mesopotamia), Palestina, Transjordania, Togo, Nauru y otros territorios menores que antes estuvieron bajo el dominio alemán; a Bélgica, el mandato sobre África oriental; y a Nueva Zelandia, la administración de las islas de Samoa en Oceanía.
Al final de la contienda, en el mensaje que dirigió al Congreso el 8 de enero de 1918, el presidente Woodrow Wilson enunció los nuevos principios del Derecho Internacional sobre los cuales debía fundarse la paz del mundo. Fueron los célebres Catorce Puntos para una paz justa y duradera, que recogían los principios liberales consagrados en la Constitución norteamericana y los extrapolaban hacia el ámbito internacional.
Tales puntos eran:
1) Convenios internacionales abiertos, celebrados libremente, y no diplomacia secreta.
2) Libertad de navegación en los mares en tiempos de paz como de guerra.
3) Eliminación de las barreras económicas entre los Estados.
4) Reducción de armamentos.
5) Solución imparcial de las reclamaciones coloniales.
6) Evacuación de todo el territorio de Rusia y autodeterminación rusa de su destino nacional.
7) Restauración de Bélgica.
8) Liberación y reconstrucción del territorio francés y devolución a Francia de la Alsacia y la Lorena.
9) Reajuste de las fronteras de Italia sobre líneas de nacionalidad.
10) Reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos de Austria y Hungría.
11) Reconocimiento de los territorios de Rumania, Serbia y Montenegro y concesión a Serbia de un acceso al mar.
12) Recuperación de la soberanía por las regiones turcas del Imperio Otomano y libre navegación por el Estrecho de los Dardanelos para el comercio de todos los países.
13) Independencia de Polonia y su libre acceso al mar.
14) Constitución de una sociedad de naciones con el propósito de conceder iguales garantías de independencia política e integridad territorial a todos los Estados, grandes o pequeños.
Pero el nuevo orden jurídico no funcionó en la práctica. La solución judicial de las controversias ni la prohibición de la guerra tuvieron eficacia real. No se consiguieron resultados satisfactorios en el campo del <desarme, ni se establecieron mecanismos eficientes de control de armamentos. Por eso, la Sociedad de las Naciones asistió impotente a la agresión de Manchuria por el Japón en 1931, a la invasión de Italia sobre Abisinia de 1934 a 1935, a la ocupación de Austria por las fuerzas militares nazis en la primavera de 1938 y su anexión al Tercer Reich, a la usurpación de la región checoeslovaca de los sudetes por Alemania en 1939, a la invasión soviética contra Finlandia en el mismo año y, finalmente, al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial.
Afirma Jaime Vicens Vives, en su “Historia General Moderna” (1952), que “Versalles fomentó la inseguridad internacional, la competencia económica, el desasosiego público y la incapacidad de Europa para rehacerse de sus quebrantos. Versalles, con todos sus idealismos retóricos, sus buenos propósitos y sus grandes esperanzas, hizo inevitable una nueva contienda”.
Los Estados Unidos volvieron al aislacionismo, es decir, al abandono de toda responsabilidad internacional. Se abstuvieron de ingresar a la Sociedad de las Naciones, muy a pesar de los designios del presidente Wilson. En marzo de 1920 el Senado, con el voto de los republicanos, rechazó la pertenencia a la organización internacional y optó por el aislamiento. Mientras tanto, el nazismo condujo a Alemania hacia una paranoica carrera armamentista —en medio de la megalomanía colectiva que insufló Hitler con su encendida retórica— y cosa parecida hicieron la Italia fascista y el militarismo japonés.
Todo quedó listo para la nueva guerra mundial.
Cuando Italia, abandonando la triple alianza con Alemania y Austria-Hungría, entró a la contienda del lado de las potencias aliadas en mayo de 1915, un joven de Dovia di Predappio llamado Benito Mussolini, hijo de un herrero socialista, se alistó como voluntario en el ejército de su país y combatió en la Primera Guerra Mundial hasta febrero de 1917, en que fue herido. Para ingresar al ejército tuvo que hacer complicadas acrobacias mentales porque al principio denunció que se trataba de una confrontación “imperialista”, para terminar por defender la intervención de Italia en la guerra junto a los aliados.
Mussolini organizó un movimiento de carácter populista, nacionalista, antiliberal y antisocialista y consiguió el apoyo de amplias capas empresariales de la ciudad y del campo, asustadas por la agitación laboral de las izquierdas, pero también de ciertos sectores obreros desorientados.
Formó grupos paramilitares —conocidos como los camisas negras— para aterrorizar a sus adversarios políticos. Y a finales de octubre de 1922 promovió la llamada marcha sobre Roma, que fue un levantamiento armado de sus camisas negras contra el régimen monárquico del rey Víctor Manuel III, quien como respuesta llamó al líder fascista a formar un nuevo gobierno en los términos de la monarquía parlamentaria que regía Italia. Mussolini, como primer ministro, constituyó un régimen de coalición en el que participaron los fascistas, los nacionalistas, los liberales y los popolari. En las siguientes elecciones de 1924 el Partito Nazionale Fascista obtuvo el 64% de los votos. Y Mussolini empezó entonces un proceso de concentración de todo el poder en sus manos, que culminó con su férrea y larga dictadura hasta 1945.
Al comenzar la primera gran guerra, también otro joven se alistó como voluntario en el ejército bávaro. Se llamaba Adolfo Hitler. Fue un soldado valiente pero no alcanzó más que el grado de cabo de infantería. Terminada la conflagración mundial en 1918 y tras la derrota de Alemania, regresó a Munich y permaneció en el ejército hasta 1920. Cuando abandonó las filas militares, culpó a los judíos de todos los males de la sociedad germánica y propagó la idea de que el ejército imperial no había sido vencido en el campo de batalla sino apuñalado por la espalda por los propios republicanos y socialistas alemanes. Y, al amparo de estas ideas —en una Alemania que sufría los trastornos emocionales y económicos de la guerra, la humillación moral de la derrota y las sanciones políticas, económicas y militares impuestas por el Tratado de Versalles—, formó los primeros cuadros del denominado Partido Obrero Nacional Socialista Alemán, del que fue su jefe —führer—, con poderes omnímodos. El clima de insatisfacción popular favoreció el desarrollo de este grupo nacionalista y reaccionario y la formación de los mitos totalitarios. Los acaudalados empresarios alemanes, asustados por la agitación comunista, se encargaron de auspiciarlo económicamente.
El Tratado de Versalles —inspirado por los jefes de Estado y de gobierno de las potencias aliadas: Woodrow Wilson, Lloyd George, Georges Clemenceau y Vittorio Emanuele Orlando— cometió el error de endosar las culpas del imperialismo prusiano a la naciente democracia parlamentaria alemana —la denominada República de Weimar— y de exacerbar el sentimiento nacional del pueblo alemán, que se tornó muy sensible a las prédicas nacionalistas del führer nazi, quien ofrecía denunciar el Tratado de Versalles, reintegrar a Alemania los territorios y colonias que perdió en la guerra, conquistar el lebensraum —espacio vital— para su pueblo, suprimir el pago de las deudas internacionales, restaurar la plena soberanía nacional y luchar contra la agitación comunista que arreciaba en el país.
Otro personaje de proyección histórica que combatió en la guerra mundial, en las filas de las potencias centrales, fue el joven general del ejército turco Mustafá Kemal Bajá, que demostró extraordinario valor e inteligencia en las batallas por la defensa de la península de Gallípoli y en las operaciones bélicas de los Dardanelos. El líder nacionalista turco —quien después adoptó el título de Atatürk— desconoció la legitimidad y validez del Tratado de Sèvres, aceptado por el último sultán otomano Mehmet VI, que estableció la paz entre el Imperio Otomano y las potencias vencedoras de la guerra, pero que impuso muy duras condiciones a Turquía: le despojó de todas sus posesiones europeas —con excepción de la zona que rodeaba a la ciudad de Constantinopla—, entregó a Grecia la Tracia oriental, Imbros, Tenedos e Izmir —hoy Esmirna—, reconoció la independencia de Armenia, postuló el derecho a la autonomía de la región kurda, estableció la libertad de navegación por los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos —que quedaron bajo el control de una comisión internacional— y desprendió Arabia, Palestina, Siria, Mesopotamia y Egipto de la soberanía otomana.
Kemal se puso a la cabeza de quienes se oponían a la desmembración de su país y a las onerosas capitulaciones que le fueron impuestas. Lideró la oposición al Tratado de Sèvres. Recuperó por las armas parte del territorio que los aliados habían entregado a Grecia, incluida Esmirna.
Sus victorias militares frente a los ejércitos franceses, italianos y griegos, que habían ocupado la península de Anatolia a finales de la guerra, condujeron a la firma de nuevos acuerdos. El Tratado de Lausana —resultante de la Conferencia de Lausana (1922-1923)— permitió a los turcos recuperar las zonas de influencia francesa e italiana y la mayor parte de Armenia y Tracia oriental y configurar el territorio aproximado de la actual Turquía.
A diferencia de Mussolini y Hitler, Kemal dirigió la fortísima reacción nacionalista de su pueblo hacia la implantación de un gobierno revolucionario en Angora, protegido por el poderoso ejército que él contribuyó a formar, y proclamó la República de Turquía en 1923.
La profunda revolución modernizadora de Mustafá Kemal Atatürk —denominada <kemalismo— abolió el sultanato e implantó la república, deslindó el orden político del religioso, suprimió el islamismo como religión de Estado, introdujo el <laicismo en la educación y eliminó del gabinete el ministerio de la religión.
Kemal Atatürk fue elegido presidente de la República el 29 de octubre de 1923 —el primer presidente de la era republicana— y gobernó con plenos poderes hasta su muerte en 1938.