La distinción entre el poder constituyente y los poderes constituidos, es decir, entre la voluntad política originaria, creadora del orden jurídico y, por lo mismo, no sujeta a él, y los poderes creados por ella y regulados por el orden jurídico que de ella procede, es uno de los elementos básicos de la teoría constitucional.
El poder constituyente es la suprema facultad del pueblo sobre sí mismo para darse un ordenamiento jurídico y una organización política. Puede ejercer esta facultad a través de una <asamblea constituyente o de un >referéndum para aprobar sus normas fundamentales o para revisarlas total o parcialmente cuando estime necesario. En todo caso, es mediante la expedición de un código constitucional que se crean y regulan los poderes constituidos que ejercen la conducción y la administración ordinarias del Estado. Esos poderes son, en la <forma de gobierno republicana, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, que están obligados a moverse dentro de la órbita que les han fijado las normas constitucionales y las normas legales que en función de ellas se han expedido.
La teoría del pouvoir constituant se debe al abate Emmanuel Joseph Sieyés (1748-1836) en los días de la Revolución Francesa. Fue él quien la formuló en su célebre libro “¿Qué es el Tercer Estado?”, publicado en 1788, en donde afirmó que la "Constitución no es obra del poder constituido sino del poder constituyente". Y en la sesión del 12 termidor del año III de la Convención sostuvo que “una idea sana y útil se estableció en 1788: la división entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Figurará entre los descubrimientos que hacen adelantar la ciencia; se debe a los franceses”.
La teoría del poder constituyente y del pueblo como sujeto de ese poder fue reiteradamente expuesta por Sieyés durante el proceso de la revolución.
El abate francés afirmó en su célebre libro que ”es imposible crear un cuerpo para un fin sin darle una organización, formas y leyes propias para hacerle cumplir las funciones a que se lo ha querido destinar. Eso es lo que se llama la constitución de ese cuerpo. Es evidente que no puede existir sin ella. Lo es también que todo gobierno no comisionado debe tener su Constitución; y lo que es verdad del gobierno en general lo es también de todas las partes que lo componen. Así, el cuerpo de los representantes, al que le está confiado el poder legislativo o el ejercicio de la voluntad común no existe sino con la manera de ser que la nación ha querido darle. No es nada sin sus formas constitutivas; no obra, no se dirige, no se comanda sino por ellas”.
Agregó luego que, “a esta necesidad de organizar el cuerpo del gobierno, si se quiere que exista y que actúe, hay que añadir el interés que tiene la nación en que el poder público delegado no pueda jamás llegar a ser nocivo a sus comitentes. De ahí, una multitud de precauciones políticas que se han incorporado a la Constitución, que son otras tantas reglas esenciales al gobierno, sin las que el ejercicio del poder se haría ilegal. Se siente, pues, la doble necesidad de someter al gobierno a formas ciertas, sean interiores, sean exteriores, que garanticen su aptitud para el fin para el que ha sido establecido y su impotencia para separarse de ellas.
“La nación existe ante todo —continuó Sieyés—, es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal, es la ley misma. Antes que ella y por encima de ella sólo existe el derecho natural. Si queremos una idea justa de la serie de las leyes positivas que no pueden emanar sino de su voluntad, vemos en primer término las leyes constitucionales, que se dividen en dos partes: las unas regulan la organización y las funciones del cuerpo legislativo; las otras que determinan la organización y las funciones de los diferentes cuerpos activos. Estas leyes son llamadas fundamentales, no en el sentido de que puedan hacerse independientes de la voluntad nacional, sino porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden tocarlas. En cada parte, la Constitución no es obra del poder constituido sino del poder constituyente. Ninguna especie de poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación. Es en este sentido en el que las leyes constitucionales son fundamentales. Las primeras, aquellas que establecen la legislatura, están fundadas por la voluntad nacional antes de toda Constitución; forman su primer grado. Las segundas deben ser establecidas por una voluntad representativa especial. Así todas las partes del gobierno se remiten y dependen en último análisis de la nación”.
Deben distinguirse dos circunstancias en que puede estar el poder constituyente: 1) en el acto inicial de creación de un Estado y, por ende, de su orden jurídico constitucional; o 2) en el de cambio de organización de un Estado ya existente.
En el primer caso, el poder constituyente funciona en su llamada etapa de “primigeniedad” —palabra que hace falta en el diccionario castellano—; y, en el segundo, en la etapa de continuidad.
Algunos tratadistas han denominado “poder constituyente originario” al que opera en la primera etapa y “poder constituyente derivativo” al que lo hace en la de continuidad. Pero, en el fondo, la cuestión es la misma: se trata del ejercicio de la facultad soberana del pueblo para constituirse por vez primera en Estado o para reformar total o parcialmente su orden constitucional establecido anteriormente.
Una sociedad debe acudir a su poder constituyente originario cuando se organiza por vez primera en Estado —como en el caso de las colonias que asumen la plenitud de su gobierno propio o de la fusión de Estados para formar uno nuevo— o cuando, por haberse interrumpido su vida constitucional por la presencia de un régimen de facto, un Estado se ve precisado a restaurar su ordenamiento jurídico desde la cúspide.
En mayo de 1994, dos de los territorios desprendidos de la desaparecida Yugoeslavia, a raíz de la >secesión, decidieron formar un nuevo Estado, con el nombre de Federación croato-musulmana. Para ello delegaron a 150 diputados, que se reunieron en asamblea constituyente en la ciudad de Sarajevo a fin de elaborar y aprobar una nueva Constitución y elegir al presidente y al vicepresidente del futuro Estado, designación que favoreció a Kresimir Zubak, líder de los croatas bosnios, y a Ejup Ganic, miembro del gobierno colegiado bosnio, respectivamente.
Este fue el ejercicio del poder constituyente en su etapa llamada de “primigeniedad”.
Hay que aclarar que la mera reforma de la Constitución, efectuada por el órgano legislativo ordinario y según los procedimientos establecidos en su texto, no significa el ejercicio del poder constituyente sino sólo del poder constituido, esto es, del parlamento nacional. Únicamente la reforma instrumentada por medio de una asamblea constituyente o a través de un referéndum implica la presencia del poder constituyente. La facultad de reformar el texto constitucional, cuando ella está asignada a la función legislativa, no entraña el ejercicio del poder constituyente puesto que se hace efectiva por un poder constituido y con sujeción al Derecho establecido.
En esto están muy claros los tratadistas. Es completamente infundado, por decir lo menos, sostener que hay ejercicio del poder constituyente cuando la función legislativa ordinaria, que es un poder constituido, en uso de sus facultades regladas, modifica la Constitución. Allí hay solamente la acción de un órgano constituido y el ejercicio de una competencia, jurídicamente limitada, que emana de la propia Constitución.
Sólo excepcionalmente, si se tratase de una Constitución extremadamente rígida, o sea de una Constitución que no pudiese ser modificada sino por el órgano constituyente, la reforma constitucional implicaría el ejercicio de este poder. En todos los demás casos, la modificación constitucional no supone la presencia del poder constituyente.
Se ve claro, entonces, que hay ejercicio de este poder sólo cuando una sociedad se organiza por vez primera en Estado —como en el caso de las colonias que conquistan o asumen la plenitud de su gobierno propio— o cuando, por haberse interrumpido su vida constitucional por la presencia de un régimen de facto o por cualquier otra razón, un Estado se ve precisado a restaurar su ordenamiento jurídico desde la cúspide y convoca para ello a una asamblea constituyente o llama a un consulta popular.
De todas maneras, es esencial al poder constituyente el no derivar su autoridad de una norma de carácter positivo. La suya es, por tanto, una facultad incondicionada, en el sentido de que no está sujeta a norma jurídica alguna, e ilimitada, en cuanto la sociedad, al darse por primera vez un orden jurídico, al renovar totalmente el existente o al modificarlo por la vía del poder constituyente, no se encuentra circunscrita por restricción alguna de carácter positivo y posee una amplia y discrecional potestad para elegir el régimen político que le parezca más conveniente.
Resulta evidente que el poder constituyente, por ser anterior a la Constitución —ya que es precisamente el órgano que la crea—, no puede estar sujeto a ella ni al ordenamiento jurídico que de ella se desprende. Algún jurista decía que el poder constituyente, siendo el padre de la Constitución, no puede ser su hijo. Esto es bastante claro. Y ocurre igual si opera en la etapa de “primigeniedad” que en la de continuidad.
De esto se sigue que el poder constituyente —incondicionado e ilimitado en esencia— puede organizar el Estado como a bien tenga, libre de toda pretérita atadura legal. Es un poder supremo porque es la más calificada manifestación de la >soberanía popular. Lo cual no significa que quienes hagan uso de él, ya desde la asamblea constituyente, ya desde el cuerpo electoral de base, no estén obligados moralmente respetar los valores consagrados por la experiencia colectiva de un pueblo, como la libertad, la justicia social, la dignidad del hombre, la ética social, la solidaridad, la paz. Esos valores están por encima del legislador constituyente y su existencia no depende de que se escriban o se borren en la ley: emanan del hecho mismo de la asociación humana.
Por tanto, la <legitimidad del poder constituyente trasciende del orden jurídico escrito. Invoca una categoría de valores superiores a los de la ley. Se apoya en necesidades históricas trascendentales. Tiene su fuente en principios sociológicos y morales subyacentes a todo orden jurídico, principios que están más allá de las leyes y en virtud de los cuales éstas cobran validez ética.