Llámase así, en el <Derecho del Mar, a la prolongación sumergida del suelo continental o insular de un Estado hasta la distancia de 200 millas marinas de sus riberas o hasta una distancia mayor si el borde exterior de la plataformala se extiende más allá de esa distancia. La plataforma continental comprende el lecho del mar y el subsuelo, hasta el margen exterior de ella, si va más allá de las 200 millas marinas, o hasta el límite de éstas, en caso de que el borde de la plataforma no llegue a esa distancia.
Este fue el concepto de plataforma continental consagrado por la vigente Convención de las Naciones Unidas de 1982. Sin embargo, no siempre eso fue así. La noción de plataforma continental es relativamente reciente en el Derecho Internacional. Si bien algunos juristas —como Emer de Vattel, René Valín y otros— habían enunciado con anterioridad ideas vagas sobre la propiedad del lecho del mar e incluso hubo leyes estatales como la Cornwall Submarine Act inglesa de 1858, que establecía que los minerales en el altamar adyacente a las costas del condado de Cornwall pertenecían a la Corona, y se expidieron declaraciones oficiales como la del gobierno zarista ruso en 1916, en la que afirmaba que ciertas islas situadas cerca de las costas asiáticas de su imperio eran “la continuación septentrional de la plataforma continental de Siberia” por lo que habían sido incorporadas a su territorio, el concepto de plataforma continental se estructuró y se incorporó al Derecho Internacional mucho más tarde.
En 1942 hubo un tratado que delimitó las áreas submarinas entre Venezuela y Trinidad. Ese es el origen, a mi modo de ver, de la noción jurídica de la plataforma continental. Posteriormente vinieron las proclamas del presidente Harry S. Truman de Estados Unidos en 1945, una de las cuales le dio forma y categoría jurídica, al reivindicar unilateralmente para su país la jurisdicción y control de “los recursos naturales del subsuelo y del lecho submarino de la plataforma continental bajo la altamar” adyacente a sus costas, en razón de que la autodefensa obliga a la nación costera a mantener estrecha vigilancia sobre el aprovechamiento de esos recursos.
En ese tiempo se entendía, sin embargo, que el límite exterior de la plataforma continental era el punto donde las capas geológicas estaban cubiertas por un máximo de 600 pies de agua.
La proclama Truman alentó reclamaciones similares de otros países latinoamericanos: Argentina y México en 1946, Perú en 1947, Costa Rica en 1948, Guatemala en 1949, Honduras, El Salvador y Brasil en 1950.
Bajo esta presión, en la I Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, reunida en Ginebra en 1958, se aprobó la Convención sobre plataforma continental, que la definía como el “fondo marino y subsuelo de las áreas submarinas adyacentes a la costa, pero fuera del área del mar territorial, hasta una profundidad de 200 metros o, más allá de ese límite, hasta donde la profundidad de las aguas suprayacentes permita la exploración de los recursos naturales de dichas áreas”.
Los convencionales utilizaron el doble criterio de la profundidad de 200 metros y de la “explotabilidad” de los fondos marinos para definir y delimitar la plataforma continental. Lo hicieron con arreglo a los conocimientos científicos y tecnológicos de la época, que no les permitieron prever las enormes posibilidades futuras de la exploración y explotación de los recursos minerales existentes en los fondos abisales de los océanos.
Eso explica que se haya señalado una profundidad de apenas doscientos metros como referencia para delimitar la extensión de la plataforma continental.
Se desconocían, además, los recursos económicos que guardaban las entrañas del mar. Solamente después, con el avance tecnológico, pudieron saberse las riquezas de los sedimentos marinos y de los nódulos polimetálicos acumulados en los fondos del mar y la abundancia de recursos minerales del subsuelo. Los científicos estiman que las reservas submarinas de níquel son superiores a las que existen en tierra firme, que las de cobre equivalen a la mitad de aquellas, que las de cobalto son nueve veces superiores y las de manganeso mucho más abundantes.
Lo cual, como es lógico, despertó un gran interés de los países por establecer, en el ámbito del Derecho Internacional, los límites de la plataforma continental y regular su uso y explotación.
La III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, celebrada de 1973 a 1982, en su afán de eliminar las ambigüedades e incertidumbres que generó la Convención de Ginebra de 1958, adoptó una definición más precisa al señalar que la plataforma continental de los Estados costeros comprende el lecho del mar y el subsuelo que se extienden, como una prolongación de su territorio firme, hasta 200 millas náuticas mar adentro medidas desde las líneas de base de la costa o hasta una distancia mayor, si el borde exterior de la plataforma va más allá. En todo caso, esta no puede sobrepasar la distancia de 350 millas náuticas desde las líneas de base de la costa ni de 100 millas desde la isóbata de 2.500 metros, que configura una plataforma continental de mayor amplitud.
El Art. 76 de la vigente Convención de 1982 contiene un conjunto de reglas técnicas, laboriosamente elaboradas y negociadas, para establecer la extensión de la plataforma continental, o sea aquella que geológicamente rebasa la anchura de las 200 millas. Simplificando las cosas, allí se establecen dos fórmulas para hacerlo. La una consiste en garantizar a los Estados costeros el disfrute del lecho y subsuelo marinos hasta la distancia de 200 millas de sus costas, aun cuando no tengan una plataforma continental en estricto sentido geológico de la expresión. La otra reconoce a los Estados ribereños una plataforma máxima de 350 millas desde las líneas de base de la costa o bien de hasta 100 millas desde la isóbata de 2.500 metros, cuando los bordes exteriores de la plataforma llegan hasta esa distancia o la sobrepasan, como es el caso de alrededor de treinta Estados del planeta que tienen la llamada plataforma amplia. Para establecer dichos bordes ofrece dos métodos de medición: el primero se basa en el grosor de las tierras sedimentarias, con la aplicación de una fórmula geológica y matemática (x=0.01); y el segundo consiste en medir 60 millas marinas, mar afuera, a partir del pie del talud continental, es decir, del lugar donde la pendiente cambia bruscamente su perfil. Así puede determinarse la extensión de las plataformas continentales amplias, que sobrepasan el límite de las 200 millas. Estas fórmulas y regulaciones fueron el resultado de la conciliación de intereses entre los Estados que carecen de una plataforma continental, en el estricto sentido geológico de la expresión, y los que poseen una amplia plataforma que rebasa la línea de las 200 millas.
Sea cualquiera el sistema que se utilice para delimitar la plataforma continental, es lo cierto que al Estado costero se le reconoce una mal llamada “soberanía” sobre los recursos naturales que ella guarda, en virtud de la cual está autorizado para explorarlos y explotarlos en exclusividad. Pero ella no es realmente soberanía, en el sentido estricto de la palabra. Es sólo, como en la >zona económica exclusiva, el ejercicio de un conjunto de derechos económicos.
La >soberanía es otra cosa. Es la potestad indivisible e inalienable del Estado sobre su >territorio inviolable, para ordenar la vida social y aprovechar exclusiva y plenamente los recursos de sus tres dimensiones territoriales.