La <doctrina Truman”, propuesta por el Presidente norteamericano al Congreso de su país el 12 de febrero de 1947, si bien estuvo originariamente dirigida a precautelar a Grecia y a Turquía del peligro comunista interno y externo, no dejó de ser una clara expresión de la decisión del gobierno de Estados Unidos ante Moscú de frenar el expansionismo soviético por medios políticos, económicos y militares. Advertencia tanto más eficaz cuanto que en ese momento los norteamericanos aún tenían el monopolio del poder atómico.
En este marco se inscribe el plan de ayuda económica a los países europeos destruidos por la Segunda Guerra Mundial, propuesto por George Marshall, Secretario de Estado de los Estados Unidos, conocido como “plan Marshall”.
Si bien su objetivo central fue la reconstrucción de los países de Europa que habían sido destruidos por la guerra, no hay duda de que políticamente el plan Marshall fue una suerte de extensión de la <doctrina Truman a los países del occidente europeo, que en su pobreza y desesperación corrían el riesgo de alinearse en el bloque soviético.
La propuesta de Marshall fue formulada el 5 de junio de 1947 en la Universidad de Harvard, en su discurso al recibir el doctorado honoris causa. Allí expresó que era un deber ético ayudar a Europa, traumatizada por los efectos de la guerra, que había perdido hasta “la confianza entre su gente respecto al futuro”. Y si bien hizo hincapié en que su propuesta no estaba condicionada por intereses políticos concretos sino por la idea de contribuir a la recuperación económica de los países europeos, atacó duramente las intenciones hegemónicas de los soviéticos.
El proyecto de Marshall se concretó casi un año más tarde. El 3 de abril de 1948 el presidente Truman firmó la Foreign Assistance Act para ejecutar su programa de recuperación europea y simultáneamente creó una agencia federal para manejar los fondos de ayuda. El 16 de abril del mismo año se estableció en Europa la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) —que en 1960 se convirtió en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)— como la agencia del plan Marshall al otro lado del Océano Atlántico, de la que fueron excluidas solamente España y Finlandia.
El plan Marshall cumplió un papel de trascendental importancia no solamente en la reconstrucción de los países europeos afectados por la guerra sino también en la orientación de su proceso de <integración económica, al estimular la suscripción del primer convenio intraeuropeo de pagos e impulsar los esfuerzos de cooperación entre los países de Europa.
El primer ministro inglés Winston Churchill dijo de él que fue “el acto menos mezquino de la historia”.
Alvin y Heidi Toffler, en su libro “La revolución de la riqueza” (2006), sostienen que Estados Unidos, en vez de exigir reparaciones de guerra a Alemania o llevarse su maquinaria industrial y sus equipos ferroviarios, como hizo la Unión Soviética, a través del plan Marshall “inyectó en Europa trece mil millones de dólares —de los cuales, mil quinientos millones sólo en Alemania occidental— para reconstruir la capacidad productiva, estabilizar las monedas y poner de nuevo el comercio en funcionamiento. Merced a otros programas, Japón recibió otros mil novecientos millones de dólares en ayuda de Estados Unidos, el 59 por ciento para alimentos y el 27 por ciento en forma de suministros industriales y equipos de transporte”. Y agregan: “El Plan Marshall ayudó a reconstruir mercados para los productos de Estados Unidos, ayudó a evitar la vuelta de Alemania al nazismo y, sobre todo, la ayuda de Estados Unidos salvó a Europa occidental y Japón de caer en las heladas garras de la Unión Soviética permitiéndoles volver a caminar”.
La parte negativa, sin embargo, fue que el plan Marshall constituyó uno de los ingredientes más importantes de la >guerra fría porque representó un obstáculo para el cumplimiento de los deseos de Stalin de apropiarse de Alemania y convertirla en un instrumento de sus designios de dominación, dado que el gobernante soviético compartía el criterio de Lenin de que la incorporación de Alemania a la causa del marxismo impulsaría decisoriamente la revolución mundial.
Pero Alemania era una pieza clave también para Occidente. Lo era por muchos motivos. La razón que esgrimían los gobernantes de las potencias occidentales, y también los de la Unión Soviética, era la de “evitar que ella surgiera de nuevo como una amenaza contra la paz mundial”. Pero la razón verdadera era otra: las potencias de ambos lados querían alinear a Alemania en sus bloques de dominio universal. La partición del país fue la demostración elocuente de que ninguna de ellas quiso ceder en cuanto al dominio y control sobre Alemania.