Se llamó así al programa propuesto por el presidente colombiano Andrés Pastrana en diciembre de 1998 para combatir el narcotráfico y la guerrilla en su país, alcanzar la recuperación de la economía e impulsar el desarrollo social, con una inversión total de 7.500 millones de dólares a lo largo de varios años, de los cuales Colombia debía aportar 4.900 millones y Estados Unidos, los países europeos y el Japón la diferencia, en partes más o menos iguales. Desglosando las cifras, la aportación colombiana se descompuso en 3.150 millones previstos en los presupuestos del Estado por cuatro años, 850 millones financiados mediante los llamados bonos de paz y 900 millones en créditos conseguidos de los organismos financieros multilaterales.
El presidente conservador Pastrana reanudó el 7 de enero de 1999 las suspendidas negociaciones iniciadas en 1983 por el presidente Belisario Betancur con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Previamente había decretado, a petición de la guerrilla, el establecimiento de una “zona de distensión” desprovista de fuerzas militares y policiales de aproximadamente 42.000 kilómetros cuadrados, en la que impusieron su dominio y sus leyes los guerrilleros izquierdistas.
En la inicial mesa de diálogo, efectuada en el poblado de San Vicente del Caguán, se produjo el primer desaire al presidente puesto que, mientras él concurrió a la cabeza de la delegación del gobierno colombiano, el veterano líder de la guerrilla, Manuel Marulanda (1930-2008) —mejor conocido como “tiro fijo”—, dejó vacío su asiento invocando “motivos de seguridad”. Desde el comienzo los jefes guerrilleros adoptaron una actitud muy exigente: entre otros planteamientos, rechazaron la idea de la desmovilización o el desarme de sus tropas porque “el fusil es el garante de los acuerdos que se firmen”, según dijo uno de ellos.
La segunda mesa de diálogo se realizó después de diez meses de incertidumbre. Su agenda tuvo doce puntos planteados por las dos partes, entre ellos: la lucha contra el narcotráfico, la revisión del modelo económico de Colombia, el derecho de <autodeterminación de los pueblos, la deuda externa, la inversión extranjera, la >reforma agraria, la explotación de los recursos naturales, la modernización del ejército y los derechos humanos.
El acuerdo se veía cada vez más distante. Surgieron dudas acerca de la la voluntad de la guerrilla de concertar la paz. Se escucharon duras críticas contra el presidente por haber hecho demasiadas concesiones. Y se le exigió adoptar una posición más dura.
En tales circunstancias y en medio de la peor crisis económica de los últimos setenta años —con un crecimiento negativo del PIB, desempleo abierto del 20%, incremento de la deuda pública del 19,1% al 34% del PIB y otras cifras macroeconómcas muy negativas—, el presidente Pastrana, luego de largas y particularizadas consultas con el presidente norteamericano Bill Clinton, anunció la ejecución de un plan fundado en diez estrategias y seis objetivos:
Las estrategias fueron:
1) Generación de empleo y fortalecimiento de la capacidad del Estado para recaudar impuestos, atraer inversión extranjera y expandir las exportaciones.
2) Severas medidas de disciplina y austeridad fiscales para fomentar la actividad económica y recuperar el prestigio de Colombia en los mercados internacionales.
3) Conclusión de acuerdos de paz negociados con las guerrillas en el marco de la integridad territorial, la democracia y los derechos humanos.
4) Reestructuración y modernización de las fuerzas armadas y la policía para fortalecer su capacidad de lucha contra el delito organizado y los grupos alzados en armas.
5) Garantía de una justicia segura, imparcial e igual para todos a fin de reafirmar el Estado de Derecho.
6) Combate contra el narcotráfico en todos los eslabones de su cadena: producción, distribución, comercialización y consumo de drogas ilícitas, lavado de activos, comercio de precursores y de otros insumos y tráfico de armas.
7) Erradicación de los cultivos de coca, adormidera y mariguana especialmente en la cuenca amazónica, el Magdalena medio, el macizo colombiano, las zonas del suroccidente y otros parques naturales, con la meta de reducir en los seis primeros años el 50% del procesamiento y distribución de droga; y fomento de actividades económicas alternativas y sostenibles de carácter agropecuario para los campesinos.
8) Presión sobre la guerrilla y los demás grupos armados para eliminar los secuestros, la violencia y el desplazamiento interno de personas y comunidades.
9) Impulso al desarrollo humano y la prestación de los servicios de salud y educación a todos los grupos vulnerables de la sociedad colombiana; y
10) Corresponsabilidad internacional, financiamiento conjunto y acción integrada en la lucha contra el <narcotráfico.
Los objetivos fueron:
1) Desmantelar las organizaciones de traficantes, establecer control militar sobre el sur del país, extirpar los cultivos de plantas para la producción de drogas y destruir las instalaciones de su procesamiento.
2) Fortalecer el sistema judicial y las unidades de derechos humanos, apoyar a los grupos anticorrupción, reformar el sistema carcelario y aplicar la extradición.
3) Neutralizar el sistema financiero de los narcotraficantes, congelar y decomisar sus cuentas bancarias y confiscar sus recursos y activos.
4) Combatir a los agentes de la violencia aliados con los narcotraficantes, establecer mecanismos de seguridad contra el secuestro, la extorsión y el terrorismo e impedir la adquisición de armas por los grupos financiados por el narcotráfico.
5) Promover iniciativas nacionales, regionales e internacionales para el combate contra el narcotráfico y la guerrilla, y compartir información, integrar acciones de inteligencia y coordinar esfuerzos con este propósito.
6) Fortalecer los planes de desarrollo alternativo en las áreas afectadas por el narcotráfico, crear oportunidades de empleo y servicios sociales para los campesinos y promover campañas de información acerca de los peligros del consumo de las drogas ilícitas. El coste estimado del objetivo del desarrollo alternativo (producción y transferencia de tecnología, creación de infraestructura, conservación y restauración de áreas ambientalmente frágiles, desarrollo de las comunidades indias) fue de 570,8 millones de dólares desde 1999 hasta 2002.
En la aplicación de estas estrategias y el cumplimiento de los objetivos, las fuerzas armadas y la policía “deben asegurar la protección de la democracia y de los derechos humanos”.
El plan incluía la destrucción de decenas de miles de hectáreas de cultivos de coca mediante el uso masivo de glifosato aspersado desde aviones. Acción que levantó una ola de protestas de los grupos ambientalistas preocupados por los efectos del potente herbicida sobre la vegetación y sobre la salud humana. Pero la opción alternativa de no hacerlo era igualmente grave puesto que el uso de millones de galones de los llamados precursores químicos —éter, acetona, gasolina, carbonato de calcio, cemento, ácido sulfúrico y otros— en el procesamiento y refinación de la coca tenía efectos catastróficos sobre el hombre y la naturaleza.
En el plan se señalaba también la ejecución de diversas operaciones: lucha contra los movimientos insurgentes y los grupos paramilitares, represión de los grupos armados de protección de los traficantes, vigilancia sobre el espacio aéreo y el mar territorial, control de las importaciones de los llamados “precursores químicos” para el procesamiento de la droga, destrucción de los laboratorios y la infraestructura de producción, fumigación de plantaciones de coca, adormidera y mariguana.
En medio de la ampulosa retórica en que estaba envuelto el documento oficial del gobierno colombiano, quedaba bastante claro que los dos objetivos centrales del plan Colombia eran el combate contra la <guerrilla y el desmantelamiento del <narcotráfico. “Colombia ha venido trabajando hacia estos objetivos —afirma el documento— y ha logrado éxitos notables en la lucha contra los carteles de la droga y el narcoterrorismo”.
El documento puso énfasis en “el fortalecimiento de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas mediante un proceso de modernización, reestructuración y profesionalización” de sus cuadros y efectivos, a fin de que pudieran “restablecer el Estado de Derecho y restaurar la seguridad de los colombianos en todo el país”. Para lograr este propósito, una buena parte de la ayuda financiera se dirigió hacia el aumento de la capacidad operativa de las fuerzas armadas y de la policía, el adiestramiento de sus efectivos y la compra de armas, helicópteros y equipos militares. El presidente Pastrana anunció a mediados del 2000 que hasta diciembre de ese año el número de soldados dedicados a la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla aumentaría de 10.000 a 42.000, a los que se agregarían 10.000 en el año 2001; y que el ejército y la aviación incrementarían su poder aéreo con la incorporación de 87 nuevos helicópteros modelos Super Huey-II y Black Hawk-14 destinados a la lucha contrainsurgente.
El plan Colombia identificó cuatro factores causantes de la violencia física, psicológica, social y política: “las organizaciones del narcotráfico, los grupos subversivos, los grupos de autodefensa al margen de la ley y la delincuencia común”.
Afirmó que “la guerrilla y los grupos de autodefensa al margen de la ley amenazan al Estado con intentos de controlar el territorio soberano mediante la interrupción del orden público en asaltos, secuestros, retenes viales y ataques terroristas”.
El problema que planteó el plan Colombia fue, sin embargo, muy complejo. Estuvo rodeado de mucho misterio. Colombia proveía en ese momento el 80% de la cocaína que se consumía en Estados Unidos y por lo mismo se convirtió por esos años en uno de los ejes importantes de la política externa de este país y en la principal destinataria de su ayuda financiera después de Egipto e Israel. El general Barry McCaffrey —conocido en ese tiempo como el zar antidrogas—, que dimitió en diciembre del 2000, fue uno de los primeros en alertar a la comunidad internacional acerca del poder ascendente de la guerrilla colombiana, su relación con el tráfico de drogas y el peligro que ella representaba para la paz y estabilidad de la región. En respuesta, el gobierno norteamericano sugirió al colombiano la elaboración de un plan de acción que justificara un importante paquete de ayuda financiera. El plan se concretó en el Congreso Federal de Estados Unidos a través del proyecto de ley S-1758 presentado por los senadores republicanos el 20 de octubre del 2000, en el que se demandó una ayuda suplementaria para Colombia de 1.600 millones de dólares en tres años, de los cuales el 70% estaría destinado a la lucha contra el narcotráfico.
A pesar de que los gobiernos colombiano y norteamericano se afanaron en incorporar al plan Colombia una serie de ingredientes sugestivos —promoción del comercio y la inversión, desarrollo social, afianzamiento de la paz, defensa de los derechos humanos, fortalecimiento del aparato judicial, combate contra la corrupción, lucha contra las drogas, cultivos alternativos, desarrollo agropecuario de las zonas afectadas— estuvo claro que su objetivo central era extirpar el narcotráfico y la guerrilla. Y ella, por tanto, fue una operación esencialmente militar. La lucha antidroga y la lucha contrainsurgente estuvieron íntimamente ligadas. Por eso, tanto desde el lado norteamericano —el Pentágono, la DEA, la Guardia Costera y círculos políticos y periodísticos— como del colombiano se expresaron temores de que la ejecución del plan Colombia pudiera terminar por arrastrar a Estados Unidos hacia el cruento conflicto armado que se libraba en el territorio de Colombia.
Por esos días el director de la Central Intelligence Agency (CIA), George Tenet, en el curso de una audiencia en el comité de inteligencia del Senado, declaró que el principal obstáculo que se oponía a la lucha contra el narcotráfico en Colombia eran las FARC y que “por eso es tan difícil trazar la línea entre una operación contraguerrillera y una antinarcóticos, pues las FARC se han convertido en un cartel de la droga”.
En su último libro “Necesita Estados Unidos una política exterior?” (2001), el ex Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger expresó sus temores de que el plan Colombia condujera a la postre a su país a una abierta intervención armada para evitar el fracaso del ejército colombiano en su intento de desmontar la guerrilla y el narcotráfico y escribió que “la asistencia de Estados Unidos a Colombia para alternativas agrícolas ha sido lastimosamente pequeña, comparada con la ayuda militar”.
Richard Boucher, portavoz del Departamento de Estado del gobierno norteamericano, dijo el 9 de junio del 2001 en Washington que “el plan Colombia es un plan multifacético que tiene que ver no sólo con la lucha contra el narcotráfico sino también con la conexión de éste y la guerrilla y con una dimensión social y económica”.
Con frecuencia el plan utilizó las eufemísticas frases “preservar la democracia” o “garantizar la soberanía nacional sobre el territorio” para referirse a la lucha antisubversiva. Por su parte, el gobierno norteamericano habló de ayudar a Colombia a tomar el control del sur de su territorio, donde la guerrilla había establecido su dominio y donde estaban las principales plantaciones de coca. Para lo cual proveyó a los batallones antinarcóticos de las fuerzas armadas colombianas de helicópteros Blackhawk y 33 Huey, radares, aviones y otros equipos militares, además de información de inteligencia.
El Senado de Estados Unidos aprobó el 24 de julio del 2002 una ley que autorizaba al gobierno de Colombia para utilizar la ayuda financiera y logística estadounidense en el combate contra los grupos armados, a los que el Departamento de Estado había catalogado como “organizaciones terroristas”.
El expresidente Andrés Patrana, en su libro “La palabra bajo fuego” (2005), prologado por Bil Clinton, con relación al plan Colombia escribe que “la inversión de Estados Unidos en Colombia entre 1999 y 2003 alcanzó una cifra total cercana a los 3.200 millones de dólares, una ayuda sin antecedentes en nuestra historia, que nos convirtió en el tercer país receptor de ayuda norteamericana, después de Israel y Egipto”.
Se publicaron en la prensa innumerables artículos sobre el plan Colombia. La literatura en torno del tema fue abundante. Los organismos de derechos humanos lo impugnaron duramente dentro y fuera de Colombia. Las opiniones se polarizaron. Mientras que las fuerzas de la derecha lo defendieron a capa y espada, las de izquierda lo combatieron duramente. En los medios políticos se generalizó la creencia de que el plan no fue realmente elaborado por el gobierno colombiano sino por el estadounidense. Pastrana repitió que el plan es el fruto de una “alianza” de su gobierno con el de Estados Unidos. Hubo críticas en el sentido de que Pastrana había otorgado excesivas concesiones a las FARC —entre ellas la “zona de distensión”— y presiones para que el gobierno endureciera su posición. En el ámbito internacional, el Parlamento Europeo formuló a comienzos del 2001 una declaración de apoyo a las gestiones de paz pero se mostró reticente respecto del plan Colombia. La ministra británica de gabinete, Mo Mowlam, expresó su oposición a las fumigaciones de los narcocultivos y su preocupación por las violaciones de los derechos humanos a cargo de las fuerzas militares. En general, los países europeos decidieron no entregar los aportes ofrecidos a Colombia mientras no se dieran progresos en la situación de los derechos humanos. El 30 de agosto del 2000 el presidente Bill Clinton visitó Colombia y en la Casa de Huéspedes de Cartagena manifestó a la prensa su fuerte interés en la preservación de la democracia, de los derechos humanos y de la paz en Colombia y en toda la región. Agregó que su “ayuda es para luchar contra las drogas, no para avivar la guerra. El conflicto civil y el narcotráfico van mano a mano como causa de la gran miseria para el pueblo de Colombia. 2.500 secuestros el año pasado, en los últimos diez años 35.000 colombianos han perdido sus vidas, un millón han abandonado sus hogares. Nuestro programa es antinarcóticos y propaz”. En cambio, el científico social norteamericano Noam Chomsky comentó en una entrevista de prensa que el pretexto del plan Colombia “es la guerra contra las drogas pero es difícil encontrar un analista que tome este pretexto muy en serio. Los paramilitares, al igual que los militares, están metidos hasta las narices en el narcotráfico y la guerra no se dirige contra ellos”.
En vísperas de asumir el poder, el 18 de enero del 2001, George W. Bush y su Secretario de Estado, el general Colin Powell, se comprometieron a mantener el apoyo de Estados Unidos al plan Colombia para enfrentar al narcotráfico y a la guerrilla. Pocos meses después Powell habló de una “iniciativa andina” dotada de 731 millones de dólares para el año 2002, en una perspectiva de regionalizar el problema colombiano.
Estas acciones despertaron, como era lógico, la preocupación de los países limítrofes con Colombia —Ecuador, Panamá, Brasil, Venezuela y Perú— que veían amenazada su seguridad, ya porque las acciones guerrilleras podían ampliar el radio de sus operaciones hacia los territorios de estos países, ya porque los desplazados por la violencia colombiana irían hacia ellos en búsqueda de seguridad y oportunidades de trabajo, ya porque los cultivos de coca podían deplazarse hacia esas regiones de acuerdo con el conocido ballon-efect.
Como parte del plan Colombia —aunque las autoridades de los dos países lo negaron— Ecuador suscribió con Estados Unidos el 12 de noviembre de 1999 un Acuerdo de Cooperación entre el gobierno de la República del Ecuador y el gobierno de los Estados Unidos de América concerniente al acceso y uso de los Estados Unidos de América de las instalaciones de la Base de la Fuerza Aérea Ecuatoriana en Manta para actividades aéreas antinarcóticos, seguido de un Convenio Operativo suscrito el 2 de junio del 2000, en virtud de los cuales se convirtió a la base aérea de Manta en un “Puesto Avanzado de Operaciones” de las fuerzas militares norteamericanas por diez años con el declarado propósito de combatir el tráfico ilícito de estupefacientes. En consecuencia, los aviones norteamericanos —C-130, C-550, ARL, P-3, E-3 AWACS, KC-135, E-2, RL, C-141, C-17, C-5— ejercieron el derecho de acceso y uso de la pista e instalaciones de la mencionada base militar, así como el de sobrevolar el territorio ecuatoriano a fin de cumplir los objetivos del plan Colombia para la “detección, monitoreo, rastreo y control aéreo de la actividad ilegal del tráfico de narcóticos”. El plazo del convenio se cumplió en noviembre del 2009 y el gobierno ecuatoriano no quiso renovarlo, de modo que la base de Manta fue abandonada por las fuerzas militares norteamericanas.
El presidente Andrés Pastrana fue sustituido por el presidente Álvaro Uribe en el 2002. Aunque éste se adhirió al plan Colombia —ese “pequeño plan Marshall para Colombia”, como gustaba llamarlo Pastrana— en realidad lo suplantó por otro: el plan Patriota, de muy fuertes ingredientes militares, que señalaban a las claras que el nuevo Presidente había optado por la solución militar al problema de la guerrilla colombiana.
En realidad, el presidente Uribe —que ganó ampliamente las elecciones presidenciales en el 2002 con la promesa de derrotar militarmente a la guerrilla de izquierda y a los escuadrones paramilitares de ultraderecha— privilegió la solución militar aunque sin abandonar la solución política. Incrementó en alrededor de mil millones de dólares el presupuesto anual de defensa e inició la duplicación del número de soldados y policías mientras abría negociaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Concibió, implementó y puso en marcha a mediados del 2004 el denominado plan Patriota —con el apoyo técnico, logístico y financiero del gobierno de Estados Unidos— cuyo objetivo era, al decir del Presidente, sacar de sus madrigueras a los miembros de las FARC. Para eso contaba con 18.000 hombres bien entrenados y armados de las tres ramas militares, dotados de armas sofisticadas —aviones bombarderos, helicópteros artillados, satélites de espionaje, modernos equipos de comunicación—, dispuestos a penetrar en la retaguardia de la organización guerrillera en las selvas del sur del país. Según informaciones militares, cumplido el primer año de operaciones, se libraron 629 combates contra la guerrilla y los logros parecían importantes: 346 guerrilleros muertos y 273 capturados, 1.076 armas de largo y corto alcance incautadas, lo mismo que granadas y morteros de distinto tipo, cinco aeronaves, 350 vehículos, 112 lanchas, un millón de dólares en efectivo, y la recuperación de zonas que estaban bajo el dominio de las FARC en Miraflores, Peñas Coloradas, Calamar, La Tunia y otras. 74 militares murieron y 74 fueron heridos. Por supuesto que las cifras de las FARC, proyectadas por internet, eran diametralmente diferentes.
El 31 de enero del 2007 el presidente Uribe, como parte de su ofensiva diplomática con ocasión del advenimiento de la mayoría del Partido Demócrata en el Congreso de Estados Unidos, planteó el nuevo plan Colombia a desarrollarse durante los siguientes seis años. En él hubo un marcado énfasis en la política social. Su denominación oficial fue Estrategia para el fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social. Se propuso reordenar las prioridades del plan Colombia, privilegiar los programas de desarrollo alternativo para alejar a los campesinos del cultivo de la coca y generar fuentes de trabajo para los cerca de 30.000 paramilitares que se habían desmovilizado.
Sus cuatro puntos fundamentales eran: lucha contra las drogas ilícitas y el terrorismo; fortalecimiento del aparato judicial y de los derechos humanos; internacionalización de la economía colombiana; y programas sociales, atención integral a la población desplazada y desmovilización de los grupos alzados en armas.
El presupuesto para alcanzar estos objetivos ascendía a 43.856 millones de dólares en el sexenio, de los cuales la comunidad internacional debía aportar hasta el 30%.
En una suerte de balance de la situación, el presidente Uribe en su discurso del 24 de septiembre del 2008 informó a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en relación con los grupos paramilitares, el ELN y las FARC, que “de un número aproximado de 60.000 terroristas que afectaban al País al inicio del Gobierno, 48.000 han abandonado sus organizaciones criminales y han hecho parte del programa de reinserción que es un gran reto de Colombia. En 2008, hasta el 17 de septiembre, se habían desmovilizado 2.436 guerrilleros, de ellos 2.147 de las FARC”.
Como parte del plan Colombia, tras varias jornadas de negociaciones secretas, el presidente Uribe convino con el gobierno estadounidense el 30 de octubre del 2009 —mediante la suscripción del “Acuerdo complementario para la cooperación y asistencia técnica en defensa y seguridad entre los gobiernos de la República de Colombia y de los Estados Unidos de América”— el acceso de elementos castrenses y civiles norteamericanos a siete bases militares de Colombia, de las cuales tres pertenecen a la fuerza aérea: Malambo en el Atlántico, Palenquero en Cundinamarca y Apiay en el Meta; dos al ejército: Tolemaida en Cundinamarca y Larandia en el Caquetá; y dos a la fuerza naval: Cartagena y Bahía Málaga en el Pacífico.
El objetivo declarado de la presencia norteamericana en esas siete bases —denominadas oficialmente Ubicaciones de Cooperación en Seguridad (CSL, en sus siglas en inglés)— fue el apoyo logístico y militar para la detección del narcotráfico, la guerrilla, el terrorismo y el crimen transnacional, en el marco del Plan Colombia y del Plan Patriota, para lo cual operaron las fuerzas militares norteamericanas, bajo la supervisión colombiana, con aviones AWACS de espionaje y C-17 de transporte de personal.
El acuerdo provocó una tormenta política en varios gobiernos de la región, que protestaron por la presencia militar norteamericana en suelo sudamericano. El canciller brasileño Celso Amorín manifestó al Folha de Sao Paulo que “lo que preocupa a Brasil es una presencia militar fuerte, cuyo objetivo y capacidad pueden ir mucho más allá de lo que pueda ser la necesidad interna de Colombia”, y el asesor de asuntos internacionales del gobierno brasileño, Marco Aurelio García, declaró que el acuerdo militar entre Colombia y Estados Unidos le recordaba la guerra fría. El gobierno colombiano, por su parte, sostuvo que esta era una cuestión de exclusiva incumbencia de la soberanía de Colombia, en la que ningún otro gobierno debía ni podía intervenir, y que la operación de esas bases siempre estuvo bajo el control total de Colombia.