Se conoce con este nombre, en la historia monetaria, el respaldo de oro y de plata que garantizaba el valor y la convertibilidad de la <moneda hasta los años 30 del siglo pasado, en que el sistema fue abandonado por todos los países.
Cuando en la primera mitad del siglo la moneda de valor intrínseco, hecha principalmente de oro y de plata, devino en un factor limitante del crecimiento económico debido a que la escasez de metales preciosos no permitía proveer a la economía de todos los medios de pago que necesitaba para su desenvolvimiento, advino la moneda representativa, fabricada de metal barato, cuyo valor nominal —mucho mayor que el de su contenido metálico— ya no dependía de la calidad y cantidad del metal que la contenía sino de la voluntad de la autoridad que lo señalaba en concordancia con el volumen de metales preciosos acumulados en el banco emisor que respaldaban su expedición.
De acuerdo con el sistema del patrón monetario, la acuñación de la moneda tenía como contrapartida los depósitos de metales preciosos situados en las arcas del banco emisor, de modo que las unidades monetarias en circulación estaban plenamente garantizadas por ellos. La adopción del patrón monetario respondió a la necesidad de medir el valor de la moneda, así de la metálica como de la de papel —billetes de banco—, con referencia a un elemento de valor constante, como el oro y la plata. Este sistema dio lugar al llamado bimetalismo, que alcanzó su apogeo en la segunda mitad del siglo XIX. La cantidad de moneda en circulación dependía directamente del cúmulo de depósitos de oro y de plata en poder de la autoridad monetaria. Pero con el pasar del tiempo el bimetalismo causó una serie de problemas. De acuerdo con la llamada ley de Gresham —formulada por el consejero financiero de la reina Isabel I de Inglaterra, sir Thomas Gresham (1517-1579)— al cambiar el valor relativo de los metales, la moneda “buena” tendía a ser desplazada por la otra. Lo cual causaba graves distorsiones en la economía. Esto produjo el ocaso de bimetalismo y la consolidación del monometalismo del oro como respaldo y unidad de medida del signo monetario. La convertibilidad, sin embargo, se mantuvo. Tanto la moneda metálica como la de papel fueron libremente convertibles, por su valor nominal, a la cantidad de oro o de plata que las respaldaba. Sus tenedores podían presentarse ante la autoridad monetaria del Estado y reclamar la porción de metal precioso representada por la moneda.
En razón de su rigidez, el patrón monetario fue abandonado por los países en la tercera década del siglo pasado. Inglaterra lo hizo en 1931, Estados Unidos en 1933 y Francia a partir de 1936. Lo propio hicieron los demás países.
Los bancos descubrieron que no era indispensable mantener esta cobertura total. Que podía utilizarse el factor confianza de los tenedores de billetes para hacer más billetes y entonces nació la moneda fiduciaria (del latín fides, “confianza”) que representa un valor superior al cúmulo de los depósitos metálicos. Su valor está garantizado por un acto de la autoridad pública y no depende ya de los depósitos de metales preciosos. En lo sucesivo fue una ley u otro acto de voluntad del gobierno el que señaló el poder liberatorio de la moneda. Por supuesto que, al adoptar este nuevo sistema, el gobierno tuvo que decretar la inconvertibilidad de ella y su curso forzoso para que tuviera eficacia. A partir de ese momento la emisión de moneda respondió a otros parámetros, vinculados a la producción. La fuerza liberadora de una moneda depende hoy de la solidez de la economía de un país. Por eso se han impuesto los signos monetarios de los países prósperos. Entre las dos guerras mundiales el mundo vivió bajo la hegemonía de la libra esterlina y entre 1945 y 1970 bajo la del dólar estadounidense. En la actualidad hay varias otras monedas fuertes: el yen japonés, el marco alemán, el franco suizo, la libra esterlina y el <euro. Estas monedas imperan como medio de pago y unidad de cuenta en las transacciones internacionales.