Uno de los problemas más importantes del Derecho Internacional de los siglos XVIII y XIX fue la piratería en la guerra marítima. Pirata es el ladrón que roba en el mar. Quienes lo hacían en los siglos XVII y XVIII contra las posesiones españolas de ultramar se llamaban bucaneros y los que por esa misma época depredaban en el mar de las Antillas eran los filibusteros. Corsarios, en cambio, eran los piratas que actuaban por cuenta y al servicio de reyes y príncipes para atacar y robar los barcos comerciales y puertos de sus enemigos, para lo cual portaban una autorización legal: la patente de corso, expedida por los respectivos gobiernos monárquicos.
Sostiene Sebastián Donoso, en su libro “Piratas en Guayaquil” (2006), que la piratería es una actividad muy antigua. “En el mundo occidental —escribe— las noticias más antiguas sobre piratas están en el Mediterráneo, específicamente en Grecia y las islas del mar Egeo, donde se desarrollaron algunas de las civilizaciones más importantes de la historia. Ahí no sólo hubo piratas que actuaban por su cuenta, sino flotas enteras de ladrones del mar al servicio de reyes y príncipes, que atacaban el comercio y los puertos de sus enemigos”. De modo que por esos tiempos debe localizarse el origen de los corsarios, o sea de los piratas con patente de corso. Donoso precisa que más tarde, “con la formación de las armadas nacionales y la lucha entre los reinos europeos por el control de las rutas marítimas, surgieron ventajosos acuerdos entre reyes y piratas que dieron como resultado una nueva forma de piratería, llamada guerra de corso. Los que la practicaron fueron conocidos como corsarios, nombre de origen latino derivado de la palabra corsus, que quiere decir carrera. Los corsarios eran esencialmente piratas, pero su actividad estaba enmarcada en una ética. Esta ética era la ley del talión o derecho de represalia. En tiempos de guerra, los monarcas entregaban al corsario una patente que legalizaba su misión y le permitía asaltar los barcos y puertos de los Estados enemigos (…). Una de las primeras patentes de corso de las que se tiene noticia fue otorgada en el año 1243 por el rey Enrique VII de Inglaterra para legalizar las actividades de los piratas Adam Robernolt y William le Sauvage”.
Donoso narra que el primer corsario americano fue el navegante toscano Giovanni de Verrazano —mejor conocido como Juan Florín—, quien, respaldado por la patente de corso del rey de Francia Francisco I, asaltó en el año 1521 tres galeones españoles que transportaban cerca de las islas Azores parte del fabuloso tesoro que Hernán Cortez había arrebatado al emperador Moctezuma y que enviaba a su soberano Carlos V. Poco tiempo después Verrazano fue capturado en las costas del sur de España, acusado de corsario y ejecutado. Su vida, aventuras y muerte fueron narradas por Pietro Martire d’Anghiera y Bernal Díaz del Castillo, entre otros escritores.
En los años 80 del siglo XVI, dentro de la pugna entre las monarquías inglesa y española por el dominio de los mares y la conquista de nuevas tierras, la reina Isabel I de Inglaterra mandó a sus corsarios —Francis Drake, Walter Raleigh, Richard Hawkins, Thomas Cavendish y otros— saquear navíos y asaltar puertos españoles.
La práctica corsaria se extendió. Los países beligerantes solían armar barcos privados de sus propios súbditos o de súbditos neutrales con la misión de saquear y destruir los buques mercantes del enemigo para afectar su logística y abastecimiento. Con este fin les otorgaban la llamada “patente de corso”, que era un documento expedido por el gobierno que les autorizaba para realizar toda clase de pillajes contra las naves contrarias. Los corsarios tuvieron como recompensa la apropiación del botín. El sistema, como es lógico, se prestó a toda suerte de abusos. Hubo casos de comandantes que actuaron como corsarios para ambos bandos. Lo cual condujo a que, después de la guerra de Crimea, en que los aliados limitaron esta práctica, la Conferencia Internacional de París, en su declaración del 16 de abril de 1856, aboliera el otorgamiento de patentes de corso.
Por analogía, se dice en la vida política que alguien tiene “patente de corso” cuando se cree autorizado para cometer toda suerte de tropelías y desafueros. Generalmente en los gobiernos dictatoriales, en que desaparecen todos los mecanismos de control político, florecen personas y grupos vinculados al régimen que poseen autorización para cometer toda clase de abusos y que gozan de la impunidad oficial. De ellos se dice que tienen ”patente de corso”.