Tan pronto como concluyó la Segunda Guerra Mundial con la derrota militar de los países del eje Berlín-Roma-Tokio, las potencias vencedoras —Estados Unidos y Unión Soviética—, hasta ese momento aliadas, entraron en duras disputas por el control del nuevo orden internacional.
En la Conferencia de Yalta de 1945 pudieron adivinarse sus intenciones. A orillas del Mar Negro, Roosevelt, Churchill y Stalin tuvieron serias fricciones en el reparto de las esferas del poder anglosajón y soviético sobre el mundo. Y se reanudó la confrontación Este-Oeste después del paréntesis impuesto por la guerra.
Como consecuencia de la política internacional de contención formulada y practicada por el presidente Harry S. Truman de Estados Unidos para contrarrestar las presiones y afanes de dominación de la Unión Soviética sobre los países estratégicos durante la naciente <guerra fría, cobró forma la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuyo documento fundacional fue suscrito el 4 de abril de 1949 por las potencias occidentales.
En respuesta, la Unión Soviética y los países de Europa oriental sometidos a su influencia firmaron el Pacto de Varsovia en mayo de 1955 con propósitos tácticos y estratégicos de defensa recíproca, unificación de mandos militares y ayuda mutua.
Como bien dijo el primer ministro inglés Winston Churchill (1874-1965) en su célebre discurso de Fulton el 5 de marzo de 1946: “desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático ha caído sobre el continente europeo una cortina de hierro”. En realidad, esa cortina dividió al mundo, no solamente a Europa, en dos grandes zonas de influencia: la una bajo el dominio de Estados Unidos y la otra bajo la hegemonía de la Unión Soviética. La cortina de hierro fue, a lo largo de 44 años, la frontera ideológica, política, económica y militar entre los dos grandes bloques que contendieron en la guerra fría.
El mundo de la postguerra nació marcado por la polarización del poder entre las dos grandes potencias que triunfaron sobre el nazi-fascismo. Eso llevó a la Unión Soviética a consolidar bajo su dominio una esfera de influencia y a reservarse plenas atribuciones para intervenir en los asuntos internos de los países que la integraban. Estados Unidos, por su lado, se orientó hacia la organización de una sociedad internacional “abierta” —el “mundo libre”, que llamaba— dentro de la cual su colosal poder económico le permitía asumir el liderazgo político y militar con entera facilidad.
Las divergencias ideológicas y los intereses económicos que separaban a la Unión Soviética de las potencias de Occidente eran profundos y venían desde atrás.
Aunque no hubo un convenio “escrito”, las zonas de influencia estuvieron perfectamente demarcadas y no le fue permitido a la una potencia intervenir en la jurisdicción de la otra so pena de un grave conflicto armado. Eso ocurrió, por ejemplo, en Hungría y en Checoeslovaquia cuando se produjeron movimientos de liberación del yugo soviético o en la República Dominicana, a donde el gobierno de Estados Unidos envió 23 mil “marines” para impedir que fuerzas a las que calificó de “comunistas” tomaran el poder en la guerra civil de 1965 y restituyeran al derrocado presidente Juan Bosch.
En ese mundo bipolar las zonas de influencia fueron infranqueables. Cada una de las grandes potencias tuvo la suya y la defendió celosamente. Para eso crearon las dos alianzas militares: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1949, como mecanismo de defensa recíproca de los países occidentales, y el Pacto de Varsovia en 1955 para la protección común y la unificación de mandos militares entre los países del bloque soviético.
La historia, durante los 44 años de la confrontación Este-Oeste, fue la crónica del enfrentamiento de los dos bloques con sus movimientos tácticos y estratégicos para ampliarlos.
Recordemos que en 1939, durante el XVIII Congreso del Partido Comunista soviético, Joseph Stalin profirió duras amenazas contra las potencias occidentales. En diciembre de ese año la URSS fue expulsada de la Liga de las Naciones por su guerra contra Finlandia. Luego vino el vergonzoso pacto Molotov-Ribbentrop que le permitió a Hitler atacar impunemente Polonia y Europa occidental. A fines de los años 40 el portavoz soviético ante el Kominform, Andrei Zhadanov, describió la situación mundial como la división absoluta en dos campos hostiles e irreconciliables y denunció a los países independientes de Asia como “lacayos del imperialismo”. Por su parte, el Secretario de Estado norteamericano John Foster Dulles condenó en 1950 la neutralidad de algunos países como “obsoleta“, “inmoral“ y “miope“.
De este modo fue marcándose la división, cada vez más profunda, entre las dos grandes zonas de influencia. Y quedó así establecida la distribución bipolar del poder mundial.
Vinieron luego las alianzas militares. Los Estados Unidos de América concretaron entendimientos con 42 países: en Río de Janeiro, 1947, con América Latina; en 1949 con Europa occidental; en 1951 con las Filipinas, Nueva Zelandia y Australia; con Corea en 1953; y, a partir de 1960, con el Japón y otros Estados.
La Unión Soviética, como he dicho, creó por su lado el Pacto de Varsovia para erigir un mando unificado de las fuerzas armadas de Albania, Alemania oriental, Bulgaria, Checoeslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania y vincular a todos estos países en un tratado llamado "de amistad, cooperación y ayuda mutua", pero que en el fondo no era otra cosa que una alianza militar.
El planeta se dividió en dos grandes zonas de influencia y desde ese momento el mundo vivió bajo el equilibrio del terror.
Para justificar la división y el sometimiento se formularon dos célebres “doctrinas”: la <doctrina Truman enunciada en el mensaje que el presidente norteamericano Harry S. Truman leyó ante el Congreso de la Unión el 12 de marzo de 1947, en el que prometió ayuda militar a los pueblos del “mundo libre” amenazados de subyugación por fuerzas exteriores o por minorías armadas en el interior de sus fronteras; y la <doctrina Brezhnev formulada en 1968 por el primer ministro soviético Leonid Brezhnev y destinada a establecer un rígido control ideológico y político sobre los países de la órbita de influencia de la Unión Soviética, que le permitía intervenir en ellos militarmente en caso de que los principios del <marxismo-leninismo se vieran amenazados por acechanzas externas.
Pero con el desplome de la Unión Soviética en 1989, la desintegración del bloque marxista y el levantamiento de la cortina de hierro —que fue el emblema de la intransigente hostilidad entre los dos sistemas filosófico-políticos— terminó la guerra fría y nació un nuevo orden internacional en el que la bipolaridad dio paso a la unipolaridad, ya que, de las dos alianzas militares —el Pacto de Varsovia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)—, la primera fue desmantelada y la otra hizo una conversión fundamental: abrió sus puertas a los países de Europa oriental, que poco tiempo antes pertenecieron al Pacto de Varsovia.
La alianza militar soviética fue desmantelada y sus integrantes fueron absorbidos por la Organización del Atlántico Norte (OTAN) a través del programa denominado Asociación para la Paz —Partnership for Peace (PIP)— propuesto por el presidente norteamericano Bill Clinton y aprobado en la reunión de los jefes de Estado de las potencias occidentales celebrada en Bruselas el 10 de enero de 1994, que fue el primer paso para la ampliación de la alianza militar y la admisión de los Estados del Oriente europeo.
A la OTAN —que se autodefinía como una alianza para la paz— se adhirieron, en diversas fechas: Albania, Armenia, Austria, Azerbaiyán, Bielorrusia, Bosnia y Herzegovina, Bulgaria, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Finlandia, Georgia, Hungría, Irlanda, Kazajistán, Kirguizstán, Latvia, Lituania, Macedonia, Malta, Moldavia, Montenegro, Polonia, República Checa, Rumania, Serbia, Suecia, Suiza, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán. Rusia lo hizo también mediante un acuerdo especial suscrito en Bruselas el 22 de junio de 1994 por su ministro de relaciones exteriores Andrei Kozyrev.
Sin embargo, el ministro de defensa ruso, Igor Rodionov, afirmó en el seno de la conferencia sobre la integración militar de los Estados postsoviéticos, reunida en Moscú a fines de diciembre de 1996, que los planes de los aliados en la OTAN representaban una “fuente de peligro militar” para Rusia y la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Amplió su pensamiento en el sentido de que “la actividad de la OTAN, que ha tomado la decisión de principio sobre su ampliación hacia el Este, supone un desafío a la comunidad mundial y una fuente de peligro en potencia capaz de transformarse en una amenaza militar directa”. Y concluyó, entonces, que “Rusia debe conservar el potencial y la capacidad combativa de sus fuerzas estratégicas nucleares, como importantísimo medio de contención de los planes agresivos con respecto a la Federación Rusia y la CEI”.
Una de las condiciones que exigió Rusia a la OTAN fue que se abstuviera de desplegar armas nucleares en los territorios de los nuevos miembros de la Organización —Polonia, Hungría y la República Checa, que fueron los primeros en formalizar su ingreso— porque, de lo contrario, se vería obligada a “desempolvar” sus planes atómicos “preventivos”.
No obstante, el 27 de mayo de 1997 la OTAN y Rusia suscribieron en París un acuerdo histórico sobre las nuevas relaciones entre la alianza atlántica y el gobierno de Moscú, destinado a permitir la participación de éste en algunas de las decisiones de los aliados, aunque sin derecho de veto, y a mitigar los efectos de la ampliación de la OTAN hacia el este.
En esa reunión Boris Yeltsin anunció inesperadamente su voluntad de desmontar las armas nucleares rusas dirigidas contra los países de Occidente, noticia que fue recibida con júbilo por los miembros de la Organización. El presidente Bill Clinton, por su parte, afirmó que “hay una nueva OTAN, que trabajará con Rusia, no contra ella”.
La ampliación de la OTAN —con la incorporación de Hungría, Polonia y la República Checa, que durante la guerra fría formaron parte del Pacto de Varsovia— quedó sellada en la cumbre de la alianza atlántica que reunió durante el 9 y 10 de julio de 1997 a los jefes de Estado y de gobierno de sus Estados miembros.
Se considera que ese acto significó la sepultura definitiva del orden geopolítico que bajo la presión de Stalin surgió de la cumbre de Yalta en 1945.
El Secretario General de la organización occidental, Javier Solana, relevó la importancia histórica de ese acto al decir que se ha logrado “una OTAN con nuevas misiones, nuevos socios y nuevas estructuras”.
Siete Estados que fueron comunistas —entre los cuales había tres que formaron parte de la Unión Soviética: Estonia, Letonia y Lituania— formalizaron su integración a la OTAN en una solemne ceremonia realizada el 29 de marzo del 2004 en el Departamento de Estado en Washington, presidida por Colin Powell, jefe de la diplomacia norteamericana, a la que asistieron los siete jefes de Estado comprometidos.
No obstante, el gobierno de Moscú dejó constancia de su inconformidad con el ingreso de Rumania, Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia y los tres países bálticos, vecinos de Rusia, a la Alianza Atlántica, que a partir de ese momento contaba con veintiséis miembros y se extendía desde mar Báltico hasta el estrecho de Bering.
La OTAN dejó de velar exclusivamente por la seguridad de sus miembros de Occidente y asumió también la custodia de la estabilidad de Europa oriental y de otras regiones del planeta.
Este proceso ha sido calificado como el cambio más importante en la historia de la OTAN.
Aunque no se lo ha dicho públicamente, es evidente que la nueva estructura euro-atlántica de la OTAN, con la inclusión de los Estados de la antigua órbita soviética, tiene entre sus finalidades principales la de desalentar cualquier tentación expansionista de Rusia sobre los países que integraron el bloque marxista, como la que alentaba por esos años el líder neofascista ruso Vladimir Zhirinovsky como parte de su idea de restablecer las antiguas fronteras geopolíticas de la Unión Soviética.
El 4 de abril del 2009, con la presentación en Washington de las respectivas ratificaciones parlamentarias a los protocolos de adhesión, Croacia y Albania completaron su proceso de ingreso y fueron admitidas como miembros de pleno derecho de la OTAN, que a partir de ese momento quedó integrada por 28 Estados. Esto ocurrió no sin la preocupación de Rusia al ver que sus antiguos enemigos de la guerra fría acercaban a las suyas sus fronteras cada vez más.
Pero este proceso global de paz y entendimiento estuvo a punto de resquebrajarse a causa de la intervención armada de la OTAN en Yugoeslavia por la cuestión de Kosovo en marzo, abril y mayo de 1999, en que la aviación combinada de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania bombardeó Belgrado para detener la nueva “limpieza étnica” contra la población albano-kosovar emprendida por el gobierno racista y atrabiliario de Slobodan Milosevic, que desató un nuevo ataque armado de “limpieza étnica” contra Kosovo, la provincia Yugoeslavia situada al sur, que había pugnado por su independencia desde la muerte del mariscal Tito en 1981.
Las aldeas de Kosovo fueron atacadas por las fuerzas militares de Milosevic con armas de artillería y quemadas las casas de sus habitantes para obligarlos a abandonar la provincia. 180.000 efectivos de las fuerzas militares, paramilitares y policiales serbias cometieron las más repugnantes violaciones de los derechos humanos en Kosovo. Asesinaron a mansalva a la población civil, enterraron los cadáveres en fosas comunes, masacraron niños, violaron mujeres, quemaron sus casas y expulsaron a la población kosovar de sus hogares, produciendo el éxodo violento de más de un millón de personas que buscaron refugio en Albania y Macedonia, en las condiciones de vida más inhumanas, en lo que fue “el mayor éxodo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
En esas circunstancias, la OTAN resolvió intervenir militarmente contra el gobierno de Milosevic. La cumbre de sus entonces 19 Estados miembros realizada en Washington el 24 de abril de 1999, con ocasión de la celebración del 50º aniversario de su fundación, reiteró su decisión de seguir adelante en su acosamiento a Milosevic ya que “la crisis de Kosovo pone en cuestión los valores que la OTAN defiende desde su fundación: democracia, derechos humanos y primacía del Derecho”, valores que han sido vulnerados por “una política deliberada de opresión, limpieza étnica y violencia por el régimen de Belgrado bajo la dirección del presidente Milosevic”, que ha implantado los primeros campos de exterminio en suelo europeo desde los nazis de los años 40.
Y el 23 de marzo de 1999 empezaron los bombardeos aéreos de la OTAN contra objetivos estratégicos de Yugoeslavia, que se extendieron por 78 días consecutivos, hasta que finalmente el autócrata de Belgrado se vio forzado a capitular, retirar sus fuerzas de Kosovo y permitir el retorno a sus hogares de más de un millón de refugiados.
La intervención armada en Kosovo fue una decisión unilateral de los Estados miembros de la alianza atlántica y una iniciativa militar sin precedentes para defender la integridad de la población. Las fuerzas aliadas de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y otros países, comandadas por el general norteamericano Wesley Clark, desataron los bombardeos aéreos contra Yugoeslavia con el propósito de detener la “catástrofe humana”. Las acciones estuvieron a cargo de los bombarderos B-2, B-52, B-1B Lancer, F-117-A, F-15, F-16, Mirage 2000-D, Jaguar, Tornado, Harrier, EA-6B Prowler, aviones radar AWACS y helicópteros Apache AH-64 y A-10, con apoyo de portaaviones, buques y submarinos armados con misiles de crucero tomahawk.
El gobernante ruso Boris Yeltsin —histórico aliado de los serbios— impugnó el uso de la fuerza por la OTAN sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, acusó a Estados Unidos de “querer imponer al mundo su dictamen político, económico y militar” y, como muestra de su inconformidad, envió unidades de su flota naval del Mar Negro hacia la zona del Adriático e hizo la ominosa advertencia de que si proseguían las acciones bélicas de la alianza atlántica pudiera desencadenarse la tercera guerra mundial.
Ese lenguaje no se había escuchado desde los tiempos de la guerra fría.
También el gobierno chino formuló una indignada protesta contra la alianza atlántica, y especialmente contra Estados Unido, porque durante las operaciones contra el gobierno serbio, por un “trágico error”, misiles teleguiados norteamericanos alcanzaron el 7 de mayo de 1999 el edificio de la embajada china en Belgrado y dejaron un saldo de tres muertos y veinte heridos. Esa errónea operación bélica fue calificada como “acción bárbara” por la cancillería de Pekín y provocó masivas movilizaciones populares contra la embajada norteamericana en la capital china.
Sólo después de consumados todos estos hechos intervino el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y aprobó el 10 de junio de 1999, con la abstención de China, la resolución que desplegó una fuerza de paz (KFOR) compuesta por 48.000 efectivos militares para garantizar el respeto a todas las etnias y la convivencia pacífica en Kosovo y poner fin “a un capítulo oscuro y desolador de la historia de los Balcanes”, como dijo el secretario general de la Naciones Unidas, Kofi Annan.
Finalmente el gobierno de Milosevic cedió ante la presión de la alianza atlántica, aceptó las condiciones impuestas por ella, retiró sus fuerzas militares y paramilitares de Kosovo y permitió el retorno a sus hogares de los refugiados albano-kosovares. Pero a principios de octubre del 2000 Milosevic fue desalojado de poder por una rebelión popular cuando, en connivencia con el Tribunal Constitucional, pretendió desconocer el triunfo de Vojislav Kostunica, candidato de la oposición a la presidencia en las elecciones del 24 de septiembre. Una enfurecida masa de más de 300.000 personas se volcó a las calles de Belgrado, desbordó a las fuerzas policiales —muchos de cuyos miembros se unieron a la multitud—, incendió el parlamento federal, se tomó la estación televisiva estatal y produjo el derrocamiento de Milosevic, que puso fin a sus 13 años de gobierno.
Seis meses más tarde fue encarcelado bajo la acusación de corrupción y malversación de fondos públicos. Y el 28 de junio del 2001 se lo entregó al Tribunal Penal Internacional de La Haya para ser juzgado por sus crímenes contra la humanidad cometidos en Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y Kosovo. Y el megalómano de los Balcanes —extraña combinación de marxista con nacionalista y racista, responsable de cuatro guerras, más de 250.000 muertos, dos millones de refugiados, ciudades destruidas y pueblos desaparecidos en la mayor tragedia vivida por Europa en la segunda mitad del siglo XX— se convirtió en el preso número 39 del centro de detención de Scheveningen, situado a dos kilómetros de La Haya.
Pero la solución dada por Estados Unidos y la Unión Europea a la independencia de Kosovo fue para Moscú un precedente aplicable a situaciones similares en su zona de influencia. Bajo tal circunstancia vino la previsible respuesta de una Rusia desesperada por recuperar su perdida condición de potencia internacional de reiterar su oposición a la extensión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por su flanco sur, dar un aviso preventivo a los gobernantes caucásicos amistosos con Washington y aplicar a las provincias georgianas independentistas la misma norma que Occidente aplicó a Kosovo.
Fue entonces cuando los aviones rusos redujeron a escombros la ciudad georgiana de Gori, situada en el cruce de importantes carreteras, y bombardearon varios puntos estratégicos de Georgia, entre ellos la fábrica de los aviones de combate SU-25 en las afueras de Tiflis, la capital georgiana. Los soldados rusos asumieron el control de las carreteras de Gori y la infantería de marina se posesionó del puerto de Poti, en la costa del Mar Negro. El choque armado causó 1.771 muertos y más de cien mil desplazados.
El conflicto se detuvo días después por un acuerdo de cese del fuego y repliegue de las tropas rusas de ocupación patrocinado por la Unión Europea. Pero eso no fue fácil. Hubo presiones de la organización europea y Estados Unidos para que Rusia retirara sus tropas. Rusia alegó después que su compromiso no era "retirarlas" sino "replegarlas". Lo cual alargó el proceso de pacificación. Pero Rusia no dejó de exigir, en esa oportunidad, el compromiso de Georgia de no usar la fuerza contra Osetia del Sur y Abjasia para detener su emancipación política.
Sin duda, tales episodios marcaron el nivel más bajo hasta ese momento en las relaciones Este-Oeste desde la terminación de la guerra fría. La discusión de fondo, más allá de la cuestión yugoeslava, fue si la alianza atlántica tenía facultad jurídica para disponer acciones armadas fuera de su zona sin la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los norteamericanos, ingleses y franceses sostuvieron que sí y favorecieron una mayor autonomía de la OTAN. Los alemanes tuvieron sus reticencias al respecto. Pero los rusos y chinos se colocaron abiertamente en contra de esa posibilidad.
La reconciliación entre Washington y Moscú se produjo en el curso de la cumbre del G-7 celebrada en la ciudad alemana de Colonia el 20 de junio de 1999, en la cual hubo una reunión bilateral entre Bill Clinton y Boris Yeltsin, de la que surgió la voluntad común de tomar “medidas vigorosas” para apoyar la estabilidad, la democracia y el desarrollo de los países balcánicos.
Tres años después los nuevos gobernantes norteamericano y ruso —George W. Bush y Vladimir Putin— formalizaron la incorporación de Rusia a la OTAN en la cumbre de Roma celebrada el 28 de mayo del 2002, en que firmaron el tratado que creó el Consejo OTAN-Rusia.
La cumbre de la OTAN reunida en Lisboa en noviembre del 2010, con Rusia como invitada, adoptó nuevos planteamientos estratégicos para hacer frente a los desafíos de la defensa y seguridad europeas en el siglo XXI —siglo globalizado y lleno de acechanzas transnacionales, proliferación de armas de destrucción masiva, misiles de largo alcance, presencia de amenazantes actores terroristas estatales y no estatales, narcotráfico, piratería y otras amenazas—, de modo de adaptar la Alianza a las nuevas condiciones geopolíticas y geomilitares del mundo de la postguerra fría.
La cumbre de los 28 volvió a ampliar el espacio de acción de la OTAN más allá de los linderos euroatlánticos, puesto que las amenazas habían ampliado también su cobertura, reconfirmó la vigencia del artículo 5 del Tratado de Washington —que consideraba que un ataque contra un aliado era un ataque contra todos, que debía ser respondido comunitariamente— y reiteró que "mientras existan armas nucleares la OTAN seguirá siendo una alianza nuclear", aunque no dejó de mencionar su propósito de reducir sus arsenales y forjar un mundo sin armas nucleares.
En esa cumbre, al reiterar el objetivo de un escudo antimisiles para proteger a Europa —a la totalidad del territorio y población europeos—, el presidente estadounidense Barack Obama dijo que Rusia era "un socio, no un adversario" de la OTAN, y el jefe de Estado ruso Dimitri Medvedev expresó: "ahora miramos con optimismo al futuro".
Pero la ampliación de la OTAN no ha dejado de producir recelos y resquemores en la dirigencia rusa, que mira en la alianza atlántica un instrumento al servicio de los afanes de dominación mundial de Estados Unidos.