Se llama así, aunque de manera impropia, a la órbita de los satélites sincrónicos geoestacionarios que rodea la Tierra por encima de su cinturón ecuatorial. En realidad, geoestacionarios son los satélites y no la órbita por la que gravitan ellos en el espacio. Sin embargo, me atendré a la imposición de la costumbre —e incluso de los instrumentos internacionales sobre el tema— y llamaré órbita geoestacionaria al mencionado corredor espacial que rodea la Tierra y por el que surcan ciertos satélites artificiales.
La órbita geoestacionaria está formada por un “anillo” imaginario que circunda nuestro planeta en dirección paralela a la línea ecuatorial, a una altura aproximada de 35.786,55 kilómetros desde la superficie terrestre, y que tiene 150 kilómetros de ancho y un espesor de aproximadamente 30 kilómetros.
Ella fue descubierta por el científico inglés Arthur C. Clarke, quien en su obra "Extraterritorial Relays", publicada en 1945, habló por primera vez de la posibilidad de situar satélites artificiales en esa zona espacial, que se la conoce también con el nombre de “cinturón de Clarke”.
Naturalmente que la hipótesis de Clarke fue posible gracias a las leyes descubiertas por Newton en el siglo XVII, según las cuales la atracción de un cuerpo y la Tierra es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que les separa y directamente proporcional al producto de sus masas. Esta es la ley de la gravedad, que hubo de ser observada para el lanzamiento y puesta en órbita de los satélites.
En el año 1964 —siete años después de la iniciación de la “era espacial” con el lanzamiento del sputnik I en 1957— se colocó en la órbita geoestacionaria el Syncom 3, que fue el satélite destinado a transmitir por radio y televisión los Juegos Olímpicos de Tokio de ese año a través de las redes norteamericana y japonesa. Poco tiempo después se colocaron en órbita otros satélites: el Intelsat III, el Early Bird con capacidad para 240 canales de radio y un canal de televisión, y el Intelsat V con capacidad para operar 12.500 canales de radio y 2 de televisión.
Desde ese momento se han colocado en la órbita más de doscientos satélites geoestacionarios con propósitos de comunicación, meteorología u observación de la Tierra.
La información originada en un punto del planeta se transmite a los satélites en forma de señales de radio de muy alta frecuencia que, recibidas por el transponedor, son inmediatamente amplificadas y devueltas a las antenas situadas dentro del área de cobertura del satélite sobre el planeta. La función del satélite es refractar las señales radioeléctricas. Las transmisiones “vía satélite” tienen dos ventajas con relación a las submarinas (o sea a las que se realizan por medio de cables de tendidos bajo el agua): la primera es que el coste de instalación es menor con relación a la inversión en cables para distancias transoceánicas y la segunda es que la operación también resulta menos onerosa puesto que la información puede ser recibida por millones de antenas simultánemente. Sin embargo, la señal tarda un cuarto de segundo en ir al satélite y volver de él, desfase que a veces resulta incómodo para las conversaciones telefónicas de larga distancia.
El proyecto denominado Iridium, promovido por la empresa norteamericana Motorola, es sin duda el más ambicioso en el campo de los satélites de comunicaciones no geoestacionarios de órbita baja. Consiste en una red de 66 aparatos pequeños que, a razón de 11 por cada órbita, se colocan en 6 órbitas que giran en la misma dirección desde el polo norte hasta el polo sur, cubriendo amplias zonas de ambos hemisferios de la Tierra. Estos no son satélites geoestacionarios pero por sus características —la baja órbita de circunvalación, las más fáciles conexiones de radio con teléfonos portátiles provistos de una pequeña antena, la prescindencia de las antenas parabólicas— sirven con mayor eficacia que los satélites geoestacionarios a los sistemas de telefonía celular situados en las zonas alejadas de los centros urbanos del planeta.
Estos satélites están situados a una altura de 780 kilómetros en órbitas polares circulares, dispuestos en seis collares norte-sur —con un satélite cada 32 grados de latitud— que cubren la Tierra y viajan a 28.000 km/h para servir a la telefonía móvil a lo largo y ancho del planeta, sin discontinuidades.
Como es lógico, el hecho científico de la presencia de los satélites de comunicaciones tuvo inmediata repercusión jurídica. Siempre ocurrió eso con los adelantos de la ciencia. Cuando ella abrió nuevos campos a la actividad humana, la normativa jurídica debió surgir y estar presente para regularlos.
Lo cual explica la preocupación de los juristas.
La primera gran discusión que se abrió fue respecto de la naturaleza de ese segmento espacial, colocado en un radio de 42.164,17 kilómetros del centro de la Tierra y a 35.786,55 kilómetros desde la superficie ecuatorial. ¿Es un fenómeno natural o artificial? ¿Debe su esencia a las fuerzas centrípetas y centrífugas de nuestro planeta y de otros cuerpos siderales o es producto de la industria del hombre? La respuesta que se dé a estas preguntas tiene profundos efectos jurídicos. Porque si se estima que la órbita geoestacionaria es un producto de fuerzas cósmicas, ella debería ser considerada como un recurso natural perteneciente a los Estados ecuatoriales subyacentes. Pero si se la considera como un fenómeno creado artificialmente por el hombre, entonces pertenecería a su creador.
Esta es una vieja discusión. Se controvierte si la órbita es un recurso natural o un recurso tecnológico. Unos tratadistas afirman que ella no existe como recurso económico sino en cuanto los satélites que la ocupan le confieren una determinada utilidad. Son las fuerzas artificiales producidas por el hombre las que dan al satélite el impulso, la velocidad y la dirección necesarios para colocarlo en la posición orbital adecuada. Por tanto, la órbita cobra significación económica y se convierte en un recurso explotable por quienes operan las fuerzas tecnológicas capaces de situar allí a los satélites. Otros tratadistas, en cambio, afirman que la órbita es un fenómeno natural que no debe su existencia al instrumento que la utiliza y explota sino a los factores de gravitación de la Tierra y de atracción del Sol y la Luna, por lo que ella es un recurso natural que debe pertenecer a los países ecuatoriales subyacentes.
El primer país en plantear esta última tesis fue Colombia, por medio de su delegado al XXX período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en octubre de 1975, quien reivindicó por vez primera los derechos de los países ecuatoriales sobre sus respectivos segmentos de la órbita geoestacionaria, como partes de la tercera dimensión de su soberanía, a partir del principio de que aquella zona espacial no está comprendida dentro de lo que el Tratado de 1967 define como espacio ultraterrestre.
Le siguió un año después Ecuador que, al referirse al tema en la Asamblea General de la Organización Mundial, manifestó que “ha llegado el momento de emprender una nueva reivindicación inherente a la soberanía de los Estados en cuanto a un nuevo recurso natural de reciente exploración y vasto potencial de nuestro planeta: el de la órbita geoestacionaria”.
Estos planteamientos recibieron la inmediata impugnación de Estados Unidos, cuyo Embajador en Bogotá se dirigió al Canciller de Colombia el 21 de octubre de 1976 para puntualizar que la formulación no era viable porque la libre utilización del espacio cósmico con fines pacíficos estaba garantizada para todos los países por el Tratado del Espacio de 1967 y que además las regulaciones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) proscribían todo intento de monopolizar el uso de la órbita geoestacionaria.
La controversia se planteó entre las potencias espaciales —integrantes del llamado “club del espacio”—, que son las únicas que poseen la capacidad tecnológica y financiera para colocar satélites geoestacionarios en órbita, y los diez países ecuatoriales, principalmente, que reivindican potestades de soberanía sobre los correspondientes segmentos de la órbita geoestacionaria. De estos diez países, solamente Indonesia posee un sistema satelital propio, denominado palapa I y II.
Dado que hasta hoy no ha podido la comunidad internacional señalar la frontera entre el espacio aéreo de los Estados y el espacio interplanetario de propiedad común de la humanidad, no se puede saber si la órbita geoestacionaria está situada bajo la soberanía estatal o pertenece al espacio ultraterrestre. Los países ecuatoriales reivindican soberanía sobre los respectivos segmentos de ella mientras que los países industrializados sostienen que la órbita, situada en el espacio exterior, está sometida al régimen res communis omnium.
En general, a falta de una delimitación de validez común, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de sus procedimientos, una norma consuetudinaria de Derecho Internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados, hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía, está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, es decir, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —y la órbita geoestacionaria está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia— es el espacio sideral, considerado como bien común de la humanidad para fines pacíficos.
Lo dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel del mar”.
Varios organismos públicos y privados e instrumentos internacionales se han ocupado del tema: el Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes de 1967, la Convención internacional de telecomunicaciones de 1973, la Declaración de Bogotá aprobada por la primera reunión de países ecuatoriales en 1976, el Subcomité científico y técnico de la comisión del espacio de las Naciones Unidas, el Grupo de trabajo sobre transmisión directa de satélites, la Conferencia administrativa mundial de radiocomunicaciones de 1977, la Conferencia administrativa mundial de radio para telecomunicaciones espaciales de Ginebra en 1979, el Convenio de Nairobi de 1982, la Segunda reunión de los países ecuatoriales de Quito en 1982.
En torno al tema se efectuó en Bogotá la primera reunión de países ecuatoriales el 3 de diciembre de 1976. Acudieron los representantes de Brasil (aunque sólo como observador), Colombia, Congo, Ecuador, Indonesia, Kenia, Uganda y Zaire. Faltaron dos de los diez países ecuatoriales: Gabón y Somalia. De esta reunión salió el documento conocido como la Declaración de Bogotá, que definió la órbita geoestacionaria como “una órbita circular en el plano ecuatorial en el cual el período de la revolución sideral del satélite es igual al período de la rotación sideral de la Tierra, y la dirección del movimiento del satélite está en la dirección de la rotación de la Tierra”. La definición, en realidad, no es muy clara. Pero lo importante en esta declaración es la afirmación de que la órbita sincrónica geoestacionaria es un hecho físico vinculado a la realidad de nuestro planeta y que, por consiguiente, ella constituye un recurso natural escaso de los países ecuatoriales, cuya importancia y valor crecen aceleradamente con el avance de la tecnología espacial y con las crecientes necesidades de comunicación en el mundo.
Este criterio fue antes parcialmente sostenido por el Convenio internacional de telecomunicaciones suscrito en Málaga en 1973, en el que se reconoció a la órbita geoestacionaria como un recurso natural limitado, y más tarde por el convenio sustitutivo de Nairobi en 1982.
En Quito tuvo lugar la segunda reunión de los países ecuatoriales —o sea de los países cruzados por la línea equinoccial— del 26 al 28 de abril de 1982, en la cual se aprobaron varios principios relativos al régimen jurídico internacional, a la conservación, a los derechos de los Estados ecuatoriales y a la no utilización militar sino cooperación regional y global de la órbita geoestacionaria.
En tal reunión se reafirmó que la órbita es un “hecho físico, vinculado a la realidad de nuestro planeta, cuya existencia depende de su relación con los fenómenos gravitacionales generados por la Tierra”, por lo que constituye un ”recurso natural limitado” cuyos respectivos segmentos pertenecen a los Estados ecuatoriales subyacentes. Por tanto, “la ubicación de un artefacto en el segmento de la órbita geoestacionaria de un Estado ecuatorial requerirá autorización previa y expresa de ese Estado”.
El problema que existe es que actualmente no es posible determinar si la órbita geoestacionaria pertenece en realidad al <espacio aéreo de los Estados o al espacio sideral, puesto que aún no se ha establecido con validez general y vinculante la frontera entre la zona aérea sometida a la soberanía estatal y el <espacio interplanetario, considerado como patrimonio común de la humanidad.
Mientras no se señalen esos límites persistirá la controversia, detrás de la cual bullen importantes intereses estratégicos, económicos y geopolíticos de los Estados.
Los satélites sincrónicos geoestacionarios que se colocan en la referida órbita tienen —por su gravitación, ubicación, velocidad y altura— características peculiares que les habilitan para cumplir eficientemente sus propósitos de comunicación, meteorología y observación de la Tierra mediante sensores remotos.
Esos satélites se llaman sincrónicos porque el período de rotación alrededor de su eje es igual al de rotación de la Tierra, o sea de 23 horas, 56 minutos y 4 segundos aproximadamente, de modo que ambos completan una vuelta sobre sus respectivos ejes en el mismo tiempo. Y se llaman geoestacionarios porque giran en torno a la Tierra, siguiendo la ruta de su propia órbita, en la misma dirección que el planeta y durante el mismo tiempo, de modo que, observados desde la Tierra, ellos parecen estacionados en el espacio. Eso explica su nombre. Pero no lo están en realidad. Si lo estuvieran, el movimiento de rotación del planeta los dejaría atrás y ellos describirían entonces un cambio de posición, pero como giran en torno al eje polar de la Tierra a la misma velocidad que ella, parecen cuerpos inmóviles en el espacio.
Son esas características las que les permiten cumplir funciones de enorme utilidad. Por su posición y altura, un satélite de estos puede “mirar” más de una tercera parte del planeta. Ese es su radio de acción. Consecuentemente, está en capacidad de enviar mensajes televisuales, radiales, meteorológicos, informáticos y de telecomunicaciones a una amplia zona planetaria. Capaces de trabajar 24 horas al día, con sólo tres de ellos se puede cubrir permanentemente el globo terrestre. Su sistema de antenas fijas es más simple y eficiente que el que utilizan otros tipos de satélites y su inmovilidad relativa les permite más exactas mediciones y observaciones de la Tierra que las que pueden tener otras clases de artefactos situados en órbitas más bajas.
Sus aplicaciones son múltiples. Sirven para transmitir información a gran escala. Este es, sin duda, el uso principal que se ha dado a los satélites geoestacionarios. La televisión, la telefonía, la radiocomunicación, el télex, el telefax, internet, la telemática y los modernos software han alcanzado un radio de acción planetario y una impresionante eficiencia gracias a estos satélites. Ellos sirven además para el control de la navegación marítima y aérea. Hay también satélites de observación meteorológica capaces de detectar los movimientos de la atmósfera terrestre y anticipar tormentas y desórdenes climáticos. En fin, sus aplicaciones son múltiples. Hoy incluso está en etapa de experimentación el uso de estos satélites como generadores de fuerza eléctrica para abastecer a la Tierra, con base en la energía solar. Los científicos han predicho que, para mediados del próximo siglo, el 50% de las necesidades de energía eléctrica del mundo podrán ser satisfechas por los satélites geoestacionarios.
Mucho se ha discutido acerca de la capacidad máxima de la órbita para alojar a este tipo de satélites. Está claro que esa capacidad no puede ser infinita. Sin embargo, mientras la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) afirma que la órbita sólo tiene 188 “posiciones orbitales”, es decir, que no puede admitir más que ese número de satélites de comunicaciones, con una separación de 6 grados entre ellos, otros científicos sostienen que en la órbita caben hasta 1.800 artefactos de este tipo. Las Naciones Unidas, a través de sus comités especializados, ha llegado a la prudente conclusión de que “es imposible determinar el número de satélites que pueden ser colocados en la órbita geoestacionaria”. Las dimensiones de la órbita (150 kilómetros de ancho en sentido norte-sur y aproximadamente 30 kilómetros de espesor) no se pueden agrandar. Llegará un momento en que ella se saturará y no se podrá colocar un nuevo satélite sin que se produzcan graves interferencias con los existentes. Esas interferencias pueden ser de dos clases: interferencias físicas o interferencias de las frecuencias radiales. Los riegos de colisión entre los satélites son muy remotos. No debe preocupar, por tanto, la interferencia física sino la de las ondas radioeléctricas, que puede causar trastornos gravísimos en el sistema mundial de comunicacion.
Los científicos están preocupados por la creciente cantidad de restos de cohetes, de sondas y de naves espaciales y demás desechos y basura que ha dejado en el espacio la actividad humana en más de cinco décadas. Hacia el año 2009 existían 2.200 satélites abandonados, 12.000 objetos de más de 10 centímetros de espesor y cerca de 200.000 residuos más pequeños que gravitaban alrededor de nuestro planeta.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, consciente de la degradación del medio ambiente espacial, había demandado mediante su Resolución 59/116 del 10 de diciembre del 2004 la colaboración internacional para reducir al mínimo los efectos de los desechos espaciales que dejan las misiones al espacio y exhortó a los países involucrados en la conquista espacial a que prestaran más atención al problema de la posible colisión de objetos espaciales, algunos de ellos portadores de fuentes de energía nuclear, con los desechos que deambulan por el firmamento. Por su parte, la Comisión sobre utilización del espacio ultraterrestre con fines pacíficos, creada por la ONU en 1959, afirmó en su informe del 2006 que “los desechos presentes en el espacio ultraterrestre constituían una amenaza principal para que los satélites en funcionamiento operaran sin trabas”.
De hecho, el 10 de febrero del 2009, a 776 kilómetros de altura sobre Siberia, se produjo el primer choque entre dos satélites artificiales: el Kosmos 2251 ruso y el Iridium 33 norteamericano de comunicaciones, que dejó una peligrosa nube de basura espacial.
En el año 2007, la destrucción del satélite meteorológico chino Fengyun 1-C generó más de dos mil piezas de desecho que quedaron orbitando en el espacio y que representaban más del 25% de los desechos localizados en la órbita baja.