La locución completa es ojo por ojo, diente por diente y ella se remite a la llamada <ley del talión, en virtud de la cual las ofensas recibidas se cobraban con la misma medida y proporción. El que mataba sufría la pena de muerte, el que golpeaba era golpeado, el que amputaba sufría igual amputación que la que había causado a su víctima. Fue el primer intento de limitar la venganza al daño causado, es decir, de superar la venganza ilimitada que se practicaba en los pueblos primitivos. El sistema del talión no autorizaba a las víctimas a irrogar un daño mayor que el recibido. La venganza tenía por tanto un límite. Los encargados de ejecutarla eran las víctimas y sus parientes. Nada había que se pareciera a los jueces de las sociedades civilizadas. Con frecuencia el sistema abrió una acción en cadena en que alternadamente ejercían la venganza unos bandos familiares contra otros.
De antiquísima vigencia, la ley del talión inspiró la legislación hebraica y apareció también en el antiguo Derecho griego, romano y germánico. La ley de las doce tablas de la antigua Roma de los cónsules la consagraba para ciertos delitos. En la Biblia —capítulo XXI del Exodo— se establece que el homicida “pagará alma por alma, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”.
El avance de la civilización suprimió este régimen punitivo, desterró el sistema de hacer justicia por mano propia, estableció un catálogo de penas para los diferentes delitos y erigió autoridades públicas para aplicarlas.