Los principios económicos del <liberalismo clásico hace tiempo que fueron sepultados por la historia, cuando resultaron inadecuados para afrontar los nuevos fenómenos sociales y económicos. Es cierto que el desencadenamiento de las fuerzas productivas, merced a la iniciativa privada libre de trabas propugnada por el liberalismo, desató en el pasado las potencialidades productivas de la sociedad y creó insospechados volúmenes de riqueza. Pero también es cierto que la ausencia de arbitrios distributivos produjo simultáneamente una concentración de la propiedad y del ingreso cada vez más aguda. Esto, naturalmente, generó conflictos y tensiones de orden social. Se inició entonces el eclipse del liberalismo y surgieron las ideas socialistas con su implacable crítica al <capitalismo libreconcurrente del siglo XIX y con la oferta de un mundo igualitario y feliz.
Pero algunas de las propuestas socialistas, particularmente del <marxismo, si bien constituyeron la gran admonición que obligó a enmendar errores a sociedades injustamente organizadas, se extraviaron por los caminos del autoritarismo político y de la utopía económica y no lograron plasmar en la realidad sus sueños de redención.
Bajo el peso de su arbitrariedad política y de su ineficacia económica los regímenes marxistas de la Unión Soviética y de los países de Europa del este se desplomaron a fines de la década de los 80 y en los primeros años 90. Cayó el Muro de Berlín —que no fue simplemente una pared que partía en dos una ciudad sino la frontera entre dos sistemas filosófico-políticos antagónicos— y con ello terminó la <guerra fría que había atormentado a la humanidad desde la segunda conflagración mundial. Con la implosión de los regímenes marxistas quedó al descubierto la ineficacia de la estatificación de los medios de producción y, en general, de su sistema económico, pero por reacción —como suele ocurrir con frecuencia en los movimientos históricos— se ha pasado traumáticamente y sin escalas al otro extremo: al de la >privatización indiscriminada que pone el comando de la economía en manos particulares. Ha renacido entonces el liberalismo con un nuevo nombre: neoliberalismo, para desenterrar viejas categorías socio-económicas que dieron lustre y contenido a las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, y aplicarlas al mundo contemporáneo.
Sin embargo, hay quienes piensan que hay una diferencia entre ellos: el liberalismo, en sus orígenes, fue una ideología ética que buscó la liberación del individuo. La acumulación que sus tesis produjeron fue un efecto no previsto ni deseado. En cambio, el neoliberalismo es mucho menos inocente: sabe las consecuencias desequilibrantes de sus propuestas pero no siente remordimiento ético.
Se busca volver hacia las leyes del mercado, implantar de nuevo y en toda su magnitud el sistema de inhibiciones estatales en la marcha de la economía, regresar a los tiempos del <laissez faire, abrir las fronteras para la inversión extranjera indiscriminada, exonerar al derecho de propiedad privada de toda responsabilidad social, restaurar el <individualismo liberal y, en suma, poner la conducción de la economía en manos privadas a pretexto de modernizar el Estado o de reducir su tamaño.
La idea es suplantar al Estado por el mercado.
Consecuentemente, el gobierno debe abstenerse de toda intervención en la economía. Ésta se ha de regir exclusivamente por las leyes del mercado que, a través de la mano invisible de que habló Adam Smith hace más de doscientos años, se encargan de regularla automáticamente. El Estado debe circunscribirse a velar por la seguridad de las personas, mantener el orden, garantizar los derechos políticos y civiles, atender la política exterior y, especialmente, crear las condiciones más atractivas posibles para la inversión del capital financiero. En otras palabras, a desempeñar el papel de gendarme en la vida social.
Afirma el economista norteamericano Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, que “diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman”.
Krugman considera que Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX: de economista, de político y de ideólogo. Como economista, a Friedman le correspondió buena parte del mérito de la recuperación de los superados principios de la economía clásica. “A finales de siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque ni mucho menos toda”, comenta Krugman. Como político, afirma, “pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política conocida como monetarismo y acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970”, aunque “debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de ciudadanos”. Krugman afirma que los razonamientos de Friedman a favor del monetarismo fueron en parte económicos y en parte políticos. Recuerda que Friedman escribió en 1946, en colaboración con George J. Stigler, un panfleto titulado “Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema”, en el que defendía el libre mercado y atacaba virulentamente toda intervención estatal en la economía. Y como ideólogo —dice Krugman— fue “el gran divulgador de la doctrina del libre mercado”, el creador de la teoría monetarista y el abogado defensor de las soluciones mercantiles a problemas que exigían una severa intervención estatal. Desde esta perspectiva, Friedman y su “escuela de Chicago” favorecieron el comercio libre frente al proteccionismo, la liberalización económica frente a la reglamentación y los salarios establecidos por el mercado frente a los convenios colectivos de trabajo.
Pero, como afirma la escritora francesa Viviane Forrester en su libro “Una extraña dictadura” (2000), el ultraliberalismo, “basado en el dogma de una autorregulación de la llamada economía de mercado, demuestra su incapacidad para autodirigirse, controlar lo que provoca y dominar los fenómenos que desencadena”.
El mercado, que en buena parte no es más que el conjunto de consumidores —con sus apetencias, prejuicios, ignorancias, temores, egoísmos, vanidades, complejos, flaquezas y esnobismos—, no está en capacidad de asumir un criterio racional y justo sobre la conducción del Estado ni de la economía. No puede remplazar a la planificación ni al gobierno. Los consumidores, al buscar la propia y a veces caprichosa satisfacción de sus necesidades, no tienen preocupación alguna por el interés general. Este no es su problema. Ellos operan en el terreno de la microeconomía y no en el de la macroeconomía, donde deben producirse las decisiones del Estado.
El neoliberalismo se funda sobre una gran falacia: la de pretender equiparar la libertad de vida, de opinión o de prensa, o cualquiera de las libertades fundamentales del ser humano, con la “libertad” de invertir, de tener empresas o de enriquecerse. Aquí hay una falta total de perspectiva. Se vale del prestigio de la palabra ”libertad” para sostener, como lo hizo el profesor Samuel P. Huntington (1927-2008), director del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard en ese momento, que la libertad de trabajar, invertir y tener propiedades sin la intromisión del Estado pertenece al mismo género de las grandes libertades del hombre. Olvida que la libertad entre desiguales conduce a la injusticia. La que él y otros neoliberales defienden es una libertad que termina por destruirse a sí misma.
Dentro de un esquema de economía absolutamente abierta, en la que todo se rige por las leyes del mercado, el neoliberalismo implanta la privatización de todas las áreas de la producción, la entrega del comando económico a manos privadas, la empresa libre, el abatimiento arancelario, la libre competencia dentro y fuera del territorio estatal, el comercio internacional abierto, la apertura a la inversión extranjera, la eliminación de subsidios de beneficio social, la supresión de las políticas asistenciales, la libre contratación laboral y la flotación de los salarios, >precios, tasas de <interés y >tipo de cambio, de acuerdo con las fuerzas del mercado.
Considera como mercancías sometidas al libre juego de la oferta y la demanda a la salud, la educación, la cultura y todos los demás servicios sociales.
Echa mucha luz sobre los planteamientos económicos neoliberales el Foro Económico Mundial al tratar el tema de la <competitividad. Desde su singular perspectiva de los hechos ha puntualizado, en su informe de la competitividad global de los años 2007-2008, los denominados 12 pillars of competitiveness, que operan interactivamente y determinan la competitividad de los países.
Ellos son:
1) Un marco institucional adecuado dentro del cual interactúan el gobierno y los sectores privados para organizar la producción, garantizar los derechos de propiedad intelectual, generar ingresos, crear bienestar, impulsar el crecimiento económico y distribuir sus beneficios, para lo cual ha de evitarse la burocracia excesiva, la sobrerregulación de las actividades productivas, la corrupción, la inseguridad jurídica y el sometimiento político de la justicia.
2) Una infraestructura de alta calidad —carreteras, autopistas, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, servicios públicos— para asegurar el eficiente funcionamiento de la economía a escala nacional y reducir los efectos de las distancias entre regiones a fin de integrar el mercado nacional y conectarlo con los mercados externos.
3) La estabilidad macroeconómica, fundada en el control de la inflación, de los déficit fiscales, del endeudamiento y de otros desórdenes de la economía.
4) Una fuerza de trabajo saludable que, disminuyendo el absentismo laboral, aumente los niveles de eficiencia y productividad.
5) Educación de alta calidad y trabajadores bien educados y entrenados, que sean capaces de adaptarse rápidamente a los cambios de la economía impuestos por la globalización.
6) Buenos y eficientes mercados llamados a impulsar la producción precisa de los bienes y servicios requeridos por la demanda, que funcionan dentro de una libre y sana competencia con la mínima intervención gubernativa estatal, la exoneración de distorsionantes y pesadas cargas tributarias y la ausencia de reglas restrictivas o discriminatorias para la inversión extranjera directa, todo lo cual asegura la supervivencia de las empresas y corporaciones más eficientes.
7) Mercado laboral eficaz y flexible, que asegura que los trabajadores sean siempre destinados a su más competente rendimiento en la producción y que les ofrece incentivos para que entreguen lo mejor de sus esfuerzos en sus tareas laborales.
8) Eficiente, moderno y sofisticado mercado financiero para canalizar los ahorros de la población hacia sus más productivos usos.
9) Una economía capaz de asumir los cambios tecnológicos y aplicarlos a la productividad industrial, al ritmo del desarrollo del conocimiento y de las tecnologías de la información en el mundo contemporáneo.
10) El tamaño óptimo del mercado, que guarda directa relación con la productividad de la economía. Afirma el Foro Mundial que tradicionalmente los mercados nacionales estuvieron circunscritos a los límites territoriales del Estado; pero que en la era de la globalización los mercados internacionales integrados han sustituido a los mercados domésticos, especialmente respecto de los países pequeños, como ámbitos del comercio e intercambio. Sostiene que los límites de la economía ya no coinciden, como antes, con la demarcación limítrofe de los Estados. Y aclara que cuando se refiere al “tamaño del mercado” incluye tanto al mercado interno como al externo y, por supuesto, a las zonas de libre comercio y a los mercados comunes constituidos en diversos lugares del planeta.
11) La sofisticación de los negocios, que conduce a los altos niveles de eficiencia en la producción de bienes y servicios y que lidera el incremento de la productividad en el marco de las redes globales e integradas de negocios; y
12) La innovación tecnológica, que permite a la economía aproximarse a las fronteras del conocimiento y además absorber los logros de las tecnologías exógenas para adaptarlos a sus realidades locales.
Los propios neoliberales reconocen que el costo social de su modelo económico ha sido alto pero lo explican porque el período de transición entre la pérdida de las garantías asistenciales y la aparición de las nuevas oportunidades creadas por la liberalización del mercado ha sido largo y en el curso de él mucha gente se ha vuelto más pobre. Sin embargo, esto no les importa. Su ética es diferente. Lo bueno es lo rentable. Los “grupos de interés dependientes del dinero público”, como ellos llaman a los sectores pobres protegidos por el Estado, están llamados a valerse por sí mismos. El predominio del más apto es uno de los principios fundamentales del sistema.
Los economistas neoclásicos tienen fe ciega en las virtudes de su propuesta. Están convencidos de que el interés personal desata las iniciativas de la producción, el libre juego de las decisiones individuales opera como factor de regulación de la vida económica, la ley de la oferta y la demanda mantiene los equilibrios entre productores y consumidores, la libre competencia en el mercado señala los precios y volúmenes de producción necesarios, éstos, a su vez, determinan el desplazamiento de la mano de obra redundante hacia otras actividades económicas y, finalmente, que la ganancia premia los aciertos de los empresarios y la quiebra sanciona sus desaciertos.
Todo dentro de una gran armonía, sin sobresaltos, gracias a las capacidades de autocontrol que atribuyen a las fuerzas del mercado y a la libre competencia.
Sin embargo, bien podría decirse de éstas lo mismo que Bernard Shaw dijo irónicamente del cristianismo: que su único defecto es que nunca ha sido puesto en práctica. Ni siquiera hoy, que es el “siglo de oro” de la libre competencia, ella está desembarazada de las manipulaciones del mercado a causa de la administración del comercio y el manejo de los gustos de los consumidores por las grandes empresas.
Tanto en su dimensión interna como internacional la “libertad de comercio” lo es sólo en apariencia. Lo que hoy impera en el mundo no es en realidad el comercio libre sino el comercio dirigido por las grandes <corporaciones transnacionales, dentro de una estrategia de dominación mundial muy claramente establecida.
Las facultades de gobierno sobre la economía, escamoteadas al Estado, han ido a parar a los directorios de las empresas transnacionales, que son los que planifican la industria y el intercambio a escala mundial y toman las decisiones que en la práctica resultan de obligatorio cumplimiento para los todos.
El poder del Estado ha sido suplantado por la planificación y operación de las grandes compañías nacionales o transnacionales que, bien articuladas entre sí, disponen las cosas económicas —y con frecuencia también las políticas— del modo que más convenga a sus intereses.
De esto resulta que la actividad productiva aparentemente “libre” es en realidad planificada, prevista, dirigida y administrada por los intereses particulares.
El denominado >trilateralismo —que es el conjunto de las estrategias sustentadas por la Comisión Trilateral constituida en Tokio el 23 de octubre de 1973 por empresarios, políticos, economistas y diplomáticos influyentes de Estados Unidos, Europa y el Japón— se propuso buscar una mayor cohesión entre las grandes <corporaciones transnacionales a fin de fortalecer el poder del <capitalismo y resistir la presión de los países comunistas de ese tiempo y de los del >tercer mundo.
El “trilateralismo” fue una suerte de estrategia de dominación fundada en la articulación política y económica de los tres mayores poderes económicos de la Tierra: Estados Unidos, Europa occidental y Japón.
Los sectores industriales y comerciales privados de todo el mundo que se benefician interna y externamente con la “libertad” de los mercados y que, bajo Estados cruzados de brazos, se ven libres de toda clase de controles, tienen en organizaciones como la trilateral grandes e influyentes aliadas para sus maniobras.
El neoliberalismo —como antes el <liberalismo— posee una distorsionada visión del fenómeno social. No se percata o simula no percatarse de que las personas llegan al mundo con ciertas diferencias de propiedad, de ubicación en la sociedad y con distintas predisposiciones naturales que determinarán ulteriores diferencias de educación y de aptitud. Si en la sociedad sólo se garantiza el libre despliegue de las fuerzas individuales pero no se toman ciertas precauciones, esas diferencias conducirán fatalmente a la explotación del más fuerte sobre el más débil. Esto es apenas lógico. El dinamismo del sistema económico capitalista avasalla a quienes tienen menos defensas.
El neoliberalismo posee una falsa idea de la naturaleza de la sociedad como el marxismo la tuvo respecto de la naturaleza del ser humano. El uno supone ingenuamente que el libre despliegue individual conducirá automáticamente al bienestar colectivo y el otro confió candorosa y vanamente en que el hombre era capaz de anteponer espontáneamente los intereses sociales a los suyos personales.
Ambos se equivocaron.
Pero cometieron errores contrarios: el uno no puso límites a la ambición humana para evitar que el pez grande se comiera al chico y el otro no dio alicientes a la ambición humana para que la suma de los esfuerzos individuales contribuyera a dinamizar la economía general.
Es curioso observar que, paradógicamente, tanto el marxismo como el capitalismo en su versión neoliberal marcan una tendencia a concentrar el poder político y el poder económico en las mismas manos: el uno por medio de la estatificación de los instrumentos de producción y el otro por la privatización indiscriminada. La diferencia está en los beneficiarios: en el primer caso es la tecnoburocracia estatal y en el segundo el empresariado privado de la cúspide de la pirámide. No todo el empresariado, puesto que hay amplios sectores que también sufren el impacto negativo del sistema, sino la parte más conspicua de los empresarios, generalmente aquella que ha sido capaz de articularse con ciertas líneas prósperas del comercio internacional, con el sector financiero o con los servicios informáticos.
De modo que ambos confirman el principio —sostenido por Montesquieu hace más de dos siglos— de que la concentración del poder conduce al despotismo mientras que su fraccionamiento precautela los intereses de la libertad.
Es importante anotar, a propósito de esto, que el sino del Estado y su rol dentro de la vida social han sido, a lo largo del tiempo, importantes motivos de discrepancia entre las <ideologías políticas. Los liberales y los neoliberales sostienen que el Estado debe ser despojado de sus facultades reguladoras sobre la economía; los fascistas lo divinizaron como instrumento de sus apetitos de poder; los anarquistas quisieron suprimirlo de un solo golpe porque era el símbolo de la autoridad que odiaban; los marxistas deseaban eliminarlo paulatinamente —puesto que consideraban que era una herramienta de dominación al servicio de la clase hegemónica— para llevarlo finalmente al museo de antigüedades; los socialdemócratas y los socialistas democráticos creen que se lo debe democratizar para que, dirigido por una mayoría socialista, establezca formas justas de organización social.
En todo caso, en la concepción de los fines del Estado radican, en buena parte, los fundamentos de las ideologías políticas.
Con el ocaso de los regímenes marxistas han cobrado mucha fuerza las tesis neoliberales —o neoconservadoras, que da lo mismo— impulsadas con vigor por la >reaganomics norteamericana y por el >thatcherismo inglés hacia los países del sur.
Con la intransigencia propia de los fundamentalistas —porque el neoliberalismo es, en ciertas fases, un nuevo <fundamentalismo—, algunos de sus exégetas defienden su verdad como la única posible y la presentan como inmutable y eterna. Tienen pretensiones paradigmáticas y piensan que no hay otra manera de administrar el Estado que bajo sus cánones de la “economía libre”.
En lo que a América Latina concierne, ellos se aprovecharon de la crisis de la deuda que se desencadenó a comienzos de los años 80 del siglo pasado —cuando México y otros países se vieron forzados a suspender el servicio de su deuda externa— para plantear como solución la <liberalización y la “desregulación” de la economía, la disminución del papel del Estado y el total sometimiento de las actividades productivas a las fuerzas del mercado. La ofensiva neoliberal impulsada por el thatcherismo, por las corporaciones transnacionales y por la gran empresa privada interna fue de tal magnitud, que causó perplejidad y parálisis en los partidos y organizaciones de izquierda que no pudieron resistir la acometida ni ofrecer propuestas alternativas. Incluso muchos intelectuales y pensadores progresistas se dieron por vencidos. Vino una onda de derechización del pensamiento político y económico en el mundo, que produjo muchos conversos vergonzantes.
Los resultados han sido catastróficos en los países del tercer mundo que aplicaron esos principios. Las diferencias y las disparidades socioeconómicas se abultaron. Aparecieron centenares de millones de nuevos pobres, aunque a veces los indicadores macroeconómicos no reflejan fielmente la realidad de miseria, injusticia y marginación existente. Pero esa verdad se ve en las calles en forma de mendicidad, prostitución, alcoholismo, vagancia y crecimiento de la llamada <economía informal. Si son discutibles las tesis neoliberales desde el punto de vista económico e indefendibles desde el punto de vista social, el punto más débil de ellas está en su ética. Siempre hay una ética detrás de las ideologías políticas que se pone en evidencia cuando se analiza a quien favorecen y a quien perjudican sus propuestas. La ética del neoliberalismo es su punto más vulnerable porque la carga de egoísmo económico y la carencia de solidaridad social que él contiene constituyen una falla fundamental.
El sistema neoliberal capitalista de nuestros días, en lugar de bregar por la implantación de la igualdad social, busca deliberada y conscientemente acentuar las disparidades. Aquí podría registrarse una diferencia con el liberalismo, que en sus albores postuló la célebre trilogía de libertad, igualdad y fraternidad. El neoliberalismo cultiva las diferencias. Las fomenta. Las profundiza. Saca provecho de ellas. Las incorpora a su promoción publicitaria. Lo podemos ver en todo lo que nos rodea: en el vestido de la gente, en su vivienda, en su automóvil, en los medios de transportación, en los hoteles. Todo está hábilmente montado no sólo para que las diferencias se agudicen sino además para que se las note, para que se pongan en evidencia, para que los grupos humanos se distingan por el lugar donde viven, por el colegio en que educan a sus hijos, por los clubes a los que concurren, por la ropa “de marca” que llevan, por el vehículo que conducen, por los hoteles a los que llegan, por los restaurantes en los que comen, por las tarjetas de crédito que portan.
Y la publicidad se encarga de que ellas sean más visibles.
En el vestido las diferencias son enormes. La “marca” se inventó precisamente para profundizarlas. Son diferencias destinadas a advertirse a primera vista. Por eso la marca está en el lugar más visible de la ropa.
Todo lo cual ha dado lugar a una sociedad cada vez más estratificada en función del factor económico.
Hace doscientos años la gran meta del hombre era la igualdad. Las revoluciones socialistas acentuaron esta demanda. Hoy, en manos del neoliberalismo, estamos caminando en sentido contrario: hacia la eliminación de la igualdad y la promoción deliberada y visible de la desigualdad y las diferencias.
Cosas de los tiempos.
Sin embargo, el neoliberalismo ha comenzado a ser cuestionado en el mundo desarrollado, que fue el lugar de su nacimiento. Un destacado grupo de economistas, entre quienes hay cuatro premios Nobel de economía —Franco Modigliani, Paul Samuelson, Herbert Simon y Jan Tinbergen—, en un manifiesto lanzado en 1992, después de mostrarse muy “preocupados por la amenaza que supone para la ciencia económica la imposición del monopolio intelectual”, denunciaron que “los economistas están sometidos a un monopolio en el método y en los paradigmas, a menudo defendidos sin un argumento mejor que el de que constituyen la corriente principal. Los economistas abogan por la libre competencia pero no la practican en el campo de las ideas”, dijeron, en lo que sin duda fue una clara referencia al fundamentalismo de los neoliberales y de los conversos. Terminaron por hacer un llamamiento “a un nuevo espíritu de pluralismo en el análisis económico, que implique un diálogo crítico y la intercomunicación tolerante entre las diversas escuelas”.
La nueva corriente de pensamiento económico que ellos postulaban, denominada “socioeconomics”, que ha reaccionado contra el intento neoliberal de aislar a la ciencia económica de las demás ciencias sociales y de prescindir de las complejidades extraeconómicas del desarrollo, tuvo ciertos ecos en la política del gobierno demócrata del presidente Bill Clinton de Estados Unidos, en la que se pudieron observar algunos elementos keynesianos y neoestructuralistas que no por tímidos dejaron de ofrecer un claro contraste con las políticas de Ronald Reagan, de Bush padre y de Bush hijo.
En los países de la Unión Europea han aparecido también, a la hora hacer frente al desempleo, a los desequilibrios financieros y al estancamiento de sus economías, los primeros síntomas de cuestionamiento al pensamiento neoclásico.
George Soros, el multimillonario empresario, especulador de bolsa y financista norteamericano creador del Open Society Institute and the Soros Fund Management, que en 1996 gastó cerca de 300 millones de dólares para alcanzar el objetivo de la sociedad abierta en el mundo, se ha mostrado sin embargo agudamente crítico de los procedimientos que ella ha adoptado en los últimos tiempos. Invoca el pensamiento de Hegel, según el cual la erosión y caída de las civilizaciones siempre se produjeron a causa de la degeneración de sus principios originales, para advertir que el desenfreno del capitalismo liberal de nuestros días y la extensión de los valores mercantiles a todos los ámbitos de la vida ponen en peligro la propia supervivencia de la sociedad abierta.
La conclusión a la que ha llegado es que la sociedad, inspirada en los valores neoliberales está amenazada por la degradación de los principios que la informan, o sea por el exceso de individualismo, por el exceso de egoísmo económico, por el exceso de competencia, por el abuso de la libertad de comercio y por la falta de cooperación.
Profundizando en el tema, George Soros sostuvo en un artículo aparecido en “Le Nouvel Observateur” de París, enero-febrero 1997, que el laissez faire se ha convertido en la actualidad en una amenaza contra la sociedad liberal. El desenfreno del egoísmo económico, el desplazamiento de la gente pobre y la conversión en mercancía de todas las categorías de la convivencia social ponen en peligro el porvenir de la propia sociedad capitalista. Soros afirma que el laissez faire ha llegado a ser una amenaza tan grave como en su tiempo fue el comunismo, aunque ciertamente está lejos de equiparar al marxismo con el laissez faire. Funda la similitud en que las ideologías totalitarias buscan destruir deliberadamente la sociedad libre mientras que el laissez faire la pone en peligro por inadvertencia o por egoísmo. Pero el hecho de que el sistema económico haya elevado a categoría casi religiosa al mercado —bajo el supuesto de que nada sirve mejor al interés común que la búsqueda irrestricta de la conveniencia personal— resulta absolutamente peligroso para el propio sistema. Por lo que “si nuestra visión no es moderada por el reconocimiento de un interés común superior a los intereses individuales, nuestro sistema actual —que aunque imperfecto puede definirse como sociedad abierta— corre el peligro de hundirse”, dijo el exitoso y próspero empresario.
Y concluyó que el exagerado poder del mercado no sólo puede anular la libertad individual de mucha gente sino que constituye también una amenaza para la estabilidad económica, la justicia social y las relaciones internacionales.
Soros recogió, sistematizó y profundizó estas ideas en su libro “Crisis del Capitalismo Global” publicado en español en 1999. Allí alertó nuevamente sobre los peligros que entraña la fe ciega en las virtudes del mercado.
El propio papa Juan Pablo II, en su visita a Cuba en enero de 1998, manifestó que “resurge en varios lugares una forma de neoliberalismo capitalista que subordina la persona humana y condiciona el desarrollo de los pueblos a las fuerzas ciegas del mercado, gravando desde sus centros de poder a los países menos favorecidos con cargas insoportables. Así, en ocasiones, se imponen a las naciones, como condiciones para recibir nuevas ayudas, programas económicos insostenibles. De este modo se asiste en el concierto de las naciones al enriquecimiento exagerado de unos pocos a costa del empobrecimiento creciente de muchos”. Y agregó que “para muchos de los sistemas políticos y económicos hoy vigentes el mayor desafío sigue siendo conjugar libertad y justicia social, libertad y solidaridad, sin que ninguna quede relegada a un plano inferior”.
Estas palabras fueron repetidas por el pontífice el 23 de enero de 1999 durante su recorrido por México, en que ratificó sus objeciones a la globalización por favorecer a los poderosos y volvió a reprobar al neoliberalismo por castigar a los más pobres. Dijo en aquella ocasión que “si la globalización se rige por las meras leyes del mercado, aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas”, como “el aumento de las diferencias entre ricos y pobres y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad”.
En América Latina se empezaron a escuchar voces de impugnación al neoliberalismo. Había una creciente conciencia de que el cuadro de la injusticia social se había ampliado. El consumo per cápita se había estancado o disminuido. Habían crecido las tasas de desocupación. La competencia internacional y la invasión de los mercados de la región impactaron en las medianas y pequeñas empresas, que se vieron forzadas a cerrar sus puertas y realizar despidos de personal. Lo cual aumentó las dimensiones del sector informal de la economía. El salario mínimo se deterioró. La distribución del ingreso fue cada vez mas inequitativa. Las cifras indicaron que la pobreza y la riqueza se habían acentuado y polarizado en términos especialmente dramáticos en las zonas urbanas. Los sectores ricos absorbieron una parte desproporcionadamente grande del ingreso nacional. Creció mucho el número de pobres e indigentes como consecuencia del olvido de las políticas sociales.
Este fue el cuadro de América Latina bajo los esquemas del insurgente pensamiento económico neoclásico a partir de la última década del siglo XX.
Como respuesta a las acciones de los “dueños del mundo” —que se reúnen desde hace más de veinticinco años en torno al Foro Económico Mundial en la pequeña ciudad de Davos ubicada en la lujosa estación de esquiaje de los Alpes suizos, en donde exponen sus ideas los grandes “gurús” del neoliberalismo, la <globalización y el >pensamiento único— se creó el 2001 en Porto Alegre, Brasil, el Foro Social Mundial con el propósito fue convocar durante los mismos días del encuentro de Davos a todas las organizaciones que promueven protestas masivas contra la globalización y generar una instancia de reflexión “globalizada” para la búsqueda de tesis alternativas al modelo neoliberal.
La primera reunión de este foro se realizó en la ciudad de Porto Alegre en Brasil a fines de enero del 2001 por iniciativa brasileña, recogida inmediatamente por Bernard Cassen, director de “Le Monde Diplomatique”, promovida luego por la Asociación Brasileña de Organizaciones No Gubernamentales (ABONG), la Acción por la Tributación de las Transacciones Financieras en Apoyo a los Ciudadanos (ATTAC), la Comisión Brasileña Justicia y Paz (CBJP), la Asociación Brasileña de Empresarios por la Ciudadanía, la Central Única de los Trabajadores (CUT), el Instituto Brasileño de Análisis Socio Económicos (IBASE), el Centro de Justicia Global (CJG) y el Movimiento de los Sin Tierra (MST); y patrocinada por Droits et Démocratie, la Fundação Ford, la Fundação H. Boll, Le Monde Diplomatique, Oxfam Rede de Informações para o Terceiro Setor (RITS), el Governo do Estado de Rio Grande do Sul y la Prefeitura de Porto Alegre.
Este ha sido, sin duda, el mayor movimiento contestatario contra el neoliberalismo.
Frente a él parece tomar forma un renovado pensamiento económico, de rasgos neoestructuralistas, que sin desconocer la importancia del rol del mercado y de la empresa privada ni negar la necesidad de su inserción en la economía internacional, postula el sistema de economía mixta y quiere fortalecer las instancias reguladoras del Estado a fin de restaurar los equilibrios macroeconómicos y sociales. Los economistas que se ubican en esta posición, entre ellos el chileno Osvaldo Sunkel, sostienen que en las tres décadas que corrieron desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo algunos países de América Latina, bajo el modelo estructuralista que reconoció al Estado importantes facultades de intervención en la economía, tuvieron un período de expansión económica sin precedentes durante el cual el crecimiento medio del producto interno bruto (PIB) de la región alcanzó el 5,4% anual, mayor incluso que el de los países desarrollados y por supuesto mucho mayor que el del período neoliberal.
En cambio, las cuatro décadas de ortodoxia económica neoliberal que vinieron después condujeron a una de las más graves crisis financieras y económicas de la historia: la crisis del capitalismo global que explosionó en el 2008 y que se propagó inmediatamente a lo largo y ancho del planeta globalizado.
El liberalismo fue responsable de la crisis económica mundial de 1929 —la de la gran depresión— y el neoliberalismo, de las que se produjeron en los años 70 y 80 del siglo pasado y, particularmente, de la que se inició en Wall Street el 2008, con sus dramáticas secuelas de baja de la producción, desempleo, pobreza popular, restricción del crédito, inestabilidad de los mercados, desconfianza de los inversionistas, disminución de los niveles de consumo y recesión de las economías del mundo.
Pese a todo, hay que reconocer al neoliberalismo, como un elemento positivo, su preocupación por los equilibrios macroeconómicos, considerados como signos saludables de la economía. Al margen de su <monetarismo, el combate contra el déficit fiscal, la inflación y el endeudamiento excesivo y la promoción de la estabilidad monetaria, cambiaria y crediticia, así como su interés por las reservas internacionales altas han sido, sin duda, elementos laudables de su política económica. Nadie puede discutir esto. Sería tan insensato como poner en duda la conveniencia de la estabilidad de los signos vitales en la salud humana: el ritmo cardíaco, la temperatura, la presión arterial o el índice de colesterol. En estos tiempos, una cierta estabilidad macroeconómica se presenta como una condición para el desarrollo bajo cualquier ideología.