Es una expresión recientemente acuñada por la marina de guerra de Chile. Pretende ser una tesis jurídica acerca de la soberanía y la jurisdicción del Estado chileno —y de todos los demás los Estados costeros— sobre los recursos vivos de la <altamar adyacente a su zona económica exclusiva. Fue planteada originalmente el 4 de mayo de 1990 por el almirante Jorge Martínez Busch, a la sazón comandante en jefe de la Armada chilena, en una conferencia que dictó en el Teatro Municipal de Viña del Mar. La médula de su planteamiento, aunque poco claro e impreciso, es que Chile —país marítimo por excelencia— pone de manifiesto la necesidad de tener una presencia gravitante en el área de altamar comprendida entre su >zona económica exclusiva y el meridiano correspondiente al borde occidental de la plataforma continental de la Isla de Pascua, que se prolonga entre el paralelo que pasa por Arica y el polo sur. En esa área Chile podrá realizar actividades científicas y económicas en beneficio de su población y en cooperación con organismos internacionales, regionales o mundiales, en concordancia con las normas del <Derecho del Mar. El almirante Martínez expresó en aquella ocasión que, dada la intensa e irresponsable explotación ictiológica de los mares y concretamente del Pacífico sur por las grandes flotas de pesqueros de aguas distantes, Chile debe “estar en esta altamar observando y participando en las mismas actividades que en ella desarrollan otros Estados” como medio de “cautelar los intereses nacionales y de contrarrestar amenazas directas o indirectas a su desarrollo y, por tanto, a su seguridad, concepto que reconoce una continuidad espacial entre el territorio continental y antártico y la Isla de Pascua, derivada de la necesidad de ejercer acciones que resguarden nuestra soberanía y, mediante éstas, dar seguridad a la zona económica exclusiva y al mar territorial”.
En el intento de hacer del concepto de mar presencial una nueva institución del Derecho Internacional Marítimo, el planteamiento del comandante de la Marina de Guerra de Chile fue incorporado a la legislación chilena mediante la ley Nº 19.080 de 6 de septiembre de 1991 y recogido por algunos juristas y profesores, como Francisco Orrego Vicuña, quien manifestó que “el nuevo concepto salvaguarda expresamente el estatus legal de la altamar establecido por la Convención (se refiere a la Convención sobre el Derecho del Mar de las Naciones Unidas suscrita el 30 de diciembre de 1982 en Jamaica y vigente desde el 17 de noviembre de 1994) y no significa desconocer dicha altamar como tal”, por lo que “el enfoque se concibió en forma totalmente compatible con el Derecho Internacional del Mar” y, “tal como ocurrió en la zona económica exclusiva, este nuevo concepto tiene el potencial de convertirse en Derecho Internacional Consuetudinario, que refleje el interés de los Estados costeros y los intereses de la Comunidad Internacional en el Mar Presencial”. Se pueden citar algunos otros escritores que apoyan este planteamiento y que no lo encuentran contrario al concepto de <altamar consagrado en el Derecho Internacional, entre ellos Bárbara Kwiatkowska, Thomas A. Clingan Jr. y Dalton J. Gilliand.
Sin embargo, muchos tratadistas sostienen que hay una insalvable contradicción entre esos conceptos, puesto que el Derecho Internacional define como altamar o mar internacional a la masa de agua marina que constituye patrimonio común de la humanidad y zona de libre tránsito, pesca y explotación para todos los Estados del mundo, sean ribereños o Estados sin litoral. El concepto jurídico de altamar comprende no solamente las aguas sino además el lecho del mar, el subsuelo y el espacio áreo que gravita sobre ellas. Ningún Estado puede pretender potestades de soberanía sobre ellos. Las libertades que se reconocen a los Estados son la de navegación, la de sobrevuelo, la de tender cables y tuberías submarinas, la de construir islas artificiales y otras instalaciones permitidas por el Derecho Internacional, la libertad de pesca y la libertad de investigación científica.
Los propugnadores del mar presencial formulan una inconsistente gradación del concepto de soberanía, cuyo poder va desvaneciéndose a medida que se introduce en los dominios del mar. El contralmirante chileno Mario Duvauchelle Rodríguez, por ejemplo, en un opúsculo publicado en 1995 como separata del Anuario Hispano-Luso-Americano de Derecho Internacional, al responder a las objeciones que ha suscitado la propuesta del mar presencial, especialmente por su contradicción con el concepto de altamar, afirma que en el mar territorial los Estados ribereños tienen soberanía, en la zona contigua tienen una “soberanía menor”, en la zona económica exclusiva la tienen sólo con respecto a los recursos naturales vivos y no vivos, lo mismo que en la >plataforma continental; y en el mar presencial tienen un “germen de soberanía” que otros llaman también “soberanía de subsistencia”.
Estos matices de la >soberanía no se encuadran en los conceptos de la Ciencia Política. La soberanía no admite estos desgloses. Es un valor indivisible. Entraña un imperium sobre el >territorio.
Está bien claro, sin embargo, que la propuesta del mar presencial fue inspirada en los mejores propósitos de oponerse a la depredación de los mares por las grandes flotas pesqueras de aguas distantes, que utilizan para sus faenas “redes a la deriva” con las que recogen indiscriminadamente delfines, tortugas, salmones, calamares y una enorme variedad de peces. Estas redes se suspenden verticalmente en el agua mediante el uso de flotadores, pueden alcanzar una longitud de hasta cincuenta kilómetros y en su inmenso radio de acción atrapan toda clase de especies pelágicas, sin discriminación. La Asamblea General de las Naciones Unidas, en su cuadragésimo cuarto período de sesiones, acordó prohibir la pesca a gran escala con este tipo de redes y la convención reunida en Wellington, Nueva Zelandia, en 1989 —conocida como la “Convención de Wellington”— resolvió imponer medidas de represalia contra las flotas que realicen esta modalidad de pesca. Para tal efecto acordó que los países costeros prohíban el desembarque en su territorio de toda faena que se haya hecho con “redes a la deriva”, se abstengan de procesar la pesca recogida de este modo y limiten el acceso portuario a los barcos que utilicen este tipo de arte pesquero.