Es uno de los documentos más importantes de la historia de las ideas políticas. Lo redactaron Carlos Marx y Federico Engels en 1848 por encargo del segundo Congreso de la Liga de los Comunistas, reunido en Londres del 29 de noviembre al 8 de diciembre de 1847, con la idea fue formular un programa de acción y de gobierno. Constituye la primera exposición orgánica y sistemática del marxismo. En el prólogo de la edición alemana de 1872 explican Marx y Engels que “la Liga de los Comunistas, una organización obrera internacional, que en las circunstancias de la época —huelga decirlo— sólo podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el congreso celebrado en Londres en 1847, la redacción de un detallado programa teórico y práctico destinado a la publicidad, que sirviera de programa del partido”.
Este fue el origen del Manifiesto Comunista.
Se trata de un documento más bien corto compuesto de cuatro partes: “Burgueses y Proletarios”, “Proletarios y Comunistas”, ”Literatura Socialista y Comunista” y “Posición de los comunistas ante los distintos partidos de la oposición”.
La primera parte contiene un extraordinario análisis de filosofía de la historia. Es sin duda la parte central del Manifiesto. En ella se exponen, con gran fuerza y claridad, los principios fundamentales del >marxismo. Se plantean sus postulados filosóficos fundados en el materialismo dialéctico, su teoría política que es el materialismo histórico, su determinismo económico que sostiene que el conjunto de ideas de una sociedad —la superestructura— no es más que el reflejo de los modos de producción imperantes en ella —estructura— y la lucha de clases como expresión social de la dinámica del dualismo dialéctico.
En ella se explica que “la historia de toda sociedad humana, hasta nuestros días, es la historia de las luchas de clases. Hombre libre y esclavo, patricio y plebeyo, barón y siervo de la gleba, maestro y oficial del gremio: en una palabra, opresor y oprimido, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces y otras franca y abierta; en una lucha que conduce a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes”.
El Manifiesto agrega que en esa época —que es la época de la burguesía— se habían simplificado los antagonismos de clase: toda la sociedad tendía a dividirse cada vez más en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado. El proletariado era la clase más baja de la sociedad y su situación económica tendía a decaer y empeorar constantemente, hasta que llegará un momento en que el alzamiento revolucionario será insostenible.
Alude al tema del imperialismo. Dice que “la gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial dio un impulso gigantesco al comercio, a la navegación, a las comunicaciones por tierra. A su vez, estos progresos redundaron considerablemente en la extensión de la industria. Y en la misma proporción en que se extendían la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, crecían sus capitales, iba empujando a segundo plano todas las clases heredadas de la Edad Media”.
Reconoce que la burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario. En el corto siglo que lleva de existencia como clase dominante —afirma— ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el maquinismo, en la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, en la navegación a vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en las nuevas ciudades que brotaron de la tierra. ¿Cuál de los pasados siglos pudo sospechar siquiera que en el seno del trabajo social dormitasen tantas y tales fuerzas productivas?
Pero todo esto “recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que desencadenó”. Las condiciones burguesas —afirma— resultan ya demasiado estrechas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. Y agrega: “La burguesía no sólo ha forjado las armas que han de darle muerte sino que, además, ha producido los hombres llamados a manejarlas; estos hombres son los obreros modernos, los proletarios”.
Y aunque ella se valga de las leyes, la moral, la religión —que para los proletarios no son más que “prejuicios burgueses” detrás de los cuales anidan otros tantos intereses de la burguesía— será derrotada irremisiblemente.
Concluye, por tanto, con su frustrada profecía: “al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre las que produce y se apropia de lo producido. Produce, ante todo, a sus propios enterradores. Su caída y el triunfo del proletariado son igualmente inevitables”.
En la segunda parte del Manifiesto se habla de los deberes de los comunistas para con los proletarios. Marx y Engels parten del principio de que nada diferencia a los comunistas de los proletarios —tienen los mismos intereses, profesan los mismos principios— salvas dos excepciones: su profunda conciencia de clase y la militante defensa de sus intereses comunes independientemente de las nacionalidades.
Esto último es el basamento del <internacionalismo proletario, uno de los principios estratégicos del marxismo, que arranca del hecho de que “los obreros no tienen patria”. Dice el Manifiesto en esta parte: “el objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en general: erigir al proletariado en clase, derrocar la dominación de la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del poder político”.
Afronta el problema de la propiedad. Afirma que la abolición del régimen vigente de la propiedad no es un designio peculiar del comunismo: las condiciones que en cada época formaron el régimen de la propiedad estuvieron siempre sujetas a alteraciones históricas. Así, por ejemplo, la Revolución Francesa abolió la propiedad feudal en beneficio de la propiedad burguesa. Lo que quiere el comunismo es abolir la propiedad privada burguesa, que es “la expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y de apropiación de lo producido que reposa sobre los antagonismos de clase, sobre la explotación de unos hombres por otros”.
“Se nos reprocha —decía el Manifiesto con su estilo ferozmente polémico— que queremos abolir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano”. Pero “¿es que el trabajo asalariado, el trabajo del proletariado, crea propiedad? No, ni mucho menos. Lo que crea es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado, para hacerlo también objeto de su explotación”.
Concluía con esta terrible exclamación: “¡Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, como si en el seno de vuestra sociedad actual la propiedad privada no estuviese ya abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para estas nueve décimas partes! Lo que, en rigor, nos reprocháis es, pues, el querer abolir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición la carencia de propiedad de la inmensa mayoría de los hombres”.
Afirmaba que las ideas de la burguesía no eran más que un producto del sistema de producción y de propiedad y que el Derecho no era otra cosa que la voluntad de la clase dominante elevada a la categoría de ley. Hablaba del matrimonio, la familia, la educación, la patria, la nacionalidad, la religión, todos los cuales eran instituciones que emergían del modo de producción imperante en una sociedad determinada.
Sobre el poder político afirmaba que no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase social para la opresión de la otra. Cuando la revolución convierta al proletariado en clase dominante, ella “se valdrá del poder político para ir despojando gradualmente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante”. Esta es la <dictadura del proletariado propugnada por Marx y por Engels, como una etapa de transición entre el sistema capitalista y el comunista, y desarrollada conceptualmente más tarde por Lenin.
En la tercera parte del Manifiesto, con tono polémico, se arremetía contra el “socialismo feudal”, el “socialismo pequeño-burgués”, el “socialismo alemán”, el “socialismo conservador”, el “socialismo utópico” y todas las formas de socialismo que no fueran el marxismo. Afirmaba de ellas que son “socialismos reaccionarios” formulados por las aristocracias feudales inglesa y francesa, derrocadas por la burguesía; o planteados por la clase pequeño-burguesa que “flota” entre el proletariado y la burguesía; o por “la cohorte de clérigos, pedantes, hidalgüelos raídos y chupatintas” que utilizan el “verdadero socialismo” como espantapájaros contra la amenazadora burguesía; o por el “bando de los economistas, los filántropos, los humanitarios, los mejoradores de la situación de las clases trabajadoras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los oscuros reformadores sociales de toda laya”. Todos ellos querían, sostenía el Manifiesto, la sociedad existente pero sin los elementos que la revolucionan y descomponen, querían la burguesía sin el proletariado. “Es natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor de los mundos posibles”, comentaba.
Se burlaba del >socialismo utópico aunque reconocía sus generosas intenciones. Afirmaba que sus autores estaban envueltos en la quimera y que no llegarán a parte alguna. Ellos “siguen soñando —comentaba el Manifiesto— con realizar experimentalmente sus utopías sociales, siguen soñando con la fundación de falansterios, con la fundación de colonias interiores (home-colonies), con la creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén”.
Recordemos que home-colonies fue el nombre que dio el socialista inglés Robert Owen (1771-1858) a sus sociedades comunistas modelo, que falansterios era la denominación con que el socialista utópico francés Charles Fourier (1772-1837) designaba a sus proyectados palacios sociales y que Icaria se llamaba el país imaginario pintado por Etiènne Cabet (1788-1856), el utópico socialista francés.
Como “socialismo conservador o burgués” tachaba el Manifiesto a las ideas expuestas por el filósofo y político francés Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) en su “Filosofía de la Miseria”, que Marx con su conocido retruécano calificó de miseria de la filosofía.
Todas ellas —dijo— no son más que “milagrerías de su ciencia social”.
Finalmente, en su cuarta y última parte, el Manifiesto trazó su estrategia de lucha y la posibilidad de alianzas tácticas con otros partidos —socialistas, agrarios, radicales— que, sin ser marxistas, coincidiesen coyunturalmente en los distintos países con la acción revolucionaria contra los regímenes sociales y políticos imperantes.
Terminaba el Manifiesto con su terrible arenga: “Los comunistas no se rebajan a disimular sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. ¡Bien pueden temblar las clases dominantes ante la perspectiva de una revolución comunista! En ella los proletarios no tienen que perder más que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!”