Es la equidad económica y comercial en las relaciones entre los Estados ricos y dominantes del norte y los Estados pobres y dependientes del sur. Ella se ha convertido para estos últimos en una meta a conquistarse a través del >nuevo orden económico internacional, que abra las posibilidades de un trato económico equitativo para todos los países del planeta.
Mientras esto no se logre, el enfrentamiento norte-sur seguirá siendo, sin duda, la confrontación más importante de nuestros días. Ya lo era hace varios años, en concepto de mi inolvidable amigo Willy Brandt (1913-1992), quien al presentar el Informe de la comisión Norte-Sur que él presidió, consideró a “las relaciones entre el Norte y el Sur como el más importante desafío social de nuestra época”.
Desde los tiempos de Brandt hasta nuestros días las cosas han empeorado. La dinámica expansionista de los países del norte ha sido y es implacable. Han impuesto condiciones de intercambio de tal modo injustas que han producido una constante transferencia de recursos de los países pobres a los ricos. Y la inocultable realidad es que, a pesar de todos sus esfuerzos, los países del sur están en un proceso de subdesarrollo comparativamente con los del norte, porque la brecha entre ellos no cesa de profundizarse, al ritmo del distinto avance científico y tecnológico.
Según estimaciones del Banco Mundial, a principios de los años 80 del siglo pasado había en el mundo subdesarrollado 500 millones de seres humanos que vivían por debajo del dintel de la >pobreza absoluta mientras que diez años después se había duplicado el número de quienes subsistían en esas condiciones, con una renta de menos de 370 dólares al año. Es presumible que en los próximos años se agraven las condiciones de pobreza, hambre, desnutrición, enfermedad y analfabetismo, a pesar de la existencia —o quizás por eso mismo— de zonas centrales modernas, internacionalizadas y de extraordinario desarrollo en el seno de las sociedades dualistas de los países del sur.
Las fuentes de la iniquidad internacional son varias: de carácter monetario, comercial, crediticio, cambiario y científico-tecnológico.
El manejo de la moneda, el crédito, los cambios y el comercio internacional por las llamadas “instituciones de Bretton Woods” (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Acuerdo General de Aranceles y Comercio GATT, convertido recientemente en la Organización Mundial del Comercio) ha favorecido siempre los intereses de los países ricos contra los pobres. Sin embargo, su obsolescencia con respecto a los cambios que ha experimentado el mundo es tal que, al decir del entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Kurt Waldhein, “ni siquiera puede afirmarse ya que funcionen bien para los ricos”.
En todo caso, las “instituciones de Bretton Woods” han sido y son manejadas a conveniencia de los países poderosos. Sus prioridades y procedimientos no son los más convenientes para los países pobres y conspiran contra su anhelo de promover la justicia económica internacional y el <desarrollo humano.
Siguiendo los consejos de los economistas clásicos, la <división internacional del trabajo establecida desde los comienzos de la primera >revolución industrial, al favorecer la especialización de cada país en la producción y comercialización de las mercancías que le ofrecen mayores ventajas comparativas y, a cambio de ellas, importar las que se producen a costes más bajos en otros, tendió a producir un crecimiento asimétrico en el mundo a causa de la notable diferencia de >productividad que tienen los sectores económicos primarios en comparación con los secundarios y terciarios. Los resultados de esa división internacional del trabajo desmienten la afirmación de los economistas clásicos que veían en ella un factor de progreso para todos los países.
La división internacional del trabajo, mirada objetivamente, es una de las tantas manifestaciones de la relación de dominación y dependencia entre los países. Con ella la dependencia se ha profundizado porque en la estructura del comercio mundial se ha producido un creciente deterioro de los términos de intercambio en perjuicio de los países periféricos. Esto significa que conforme pasa el tiempo suben los precios de las manufacturas producidas por los países industriales y simultáneamente bajan los de las materias primas del >tercer mundo. De modo que cada vez se requieren más unidades de productos primarios de exportación para adquirir un mismo producto manufacturado de los países industrializados. Lo cual aumenta incesantemente la “brecha” económico-social entre ellos y profundiza la injusticia social internacional.
En todo esto hay varias incoherencias e iniquidades que desvirtúan las previsiones de los economistas clásicos y neoclásicos. Ellos pensaron que el desarrollo del comercio internacional jugaría un papel “homogeneizador” del crecimiento de todos los países. Pero los hechos son diferentes. El comercio internacional ha expandido unas economías y ha deprimido otras. En la actividad manufacturera la productividad crece a una tasa mucho más alta que en la producción de bienes primarios. Sin embargo, el incremento de la productividad no bajó los precios de los bienes industriales, como debió ocurrir por la disminución de sus costes, sino que los aumentó en beneficio de los ingresos del mundo desarrollado. En los países periféricos, mientras tanto, el exceso de mano de obra disponible para la producción de bienes primarios presionó sobre los salarios y abarató los precios finales en beneficio de los países importadores. Todo este conjunto de iniquidades en el comercio externo ha dado como resultado la concentración de los frutos del progreso tecnológico en los países centrales.
El manejo de la >tecnología es otro de los factores que conspiran contra la justicia social internacional. Las diferencias entre los países desarrollados y los subdesarrollados en el campo de la ciencia y de la tecnología son aun mayores que las que existen en lo económico. Según el Club de Roma —que es la organización de pensadores y científicos creada en 1968 para estudiar los problemas del planeta y vislumbrar el futuro de la humanidad— aproximadamente el 95% de la investigación científica y tecnológica del mundo se realiza en los Estados desarrollados. Esta desproporción determina una creciente brecha en el ritmo de progreso de los países y la consecuente agudización de las relaciones de injusticia y dependencia.
Más de 3.500 millones de personas, o sea las tres cuartas partes de la población mundial, viven en la zona subdesarrollada del planeta y, desde el año 2000, la proporción ha subido probablemente a más de las cuatro quintas partes. Esta inmensa porción de la humanidad brega por un cambio en el orden económico internacional, que haga justicia a los países pobres, que distribuya con equidad el ingreso mundial y que les permita mayor participación en la decisión de los asuntos que comprometen el destino de la humanidad. Esta lucha no es fácil. Los nexos internacionales están determinados por la relación de fuerza entre los países. Son, en realidad, relaciones de poder. Los Estados del norte, que tienen como eje a los siete de mayor desarrollo industrial, se resisten a todo cambio que pueda poner en riesgo su hegemonía. Actúan en un frente común de negociación a pesar de sus discrepancias internas. El problema de la deuda lo puso en evidencia en 1982. Y la llamada “ronda Uruguay” del GATT también. Los países del sur tienen mucho menos homogeneidad y su unidad se ve resquebrajada con frecuencia. En realidad, estos países son muy disímiles entre sí. Difieren en tamaño territorial, población, recursos naturales, grados de desarrollo económico, cultura y regímenes políticos, aunque todos comparten la marginación de los beneficios de la prosperidad y del progreso.
Un solo dato pone de relieve la falta de justicia social que impera en el mundo internacional. Los países que integran la célebre trilateral representan, en el orden de la relación entre la población del planeta y el producto bruto mundial (PBM), las siguientes cifras: la Unión Europea representa el 6,4% de la población mundial y tiene el 32% del PBM, Estados Unidos el 4,8% de la población y tienen el 25,5% del PBM y el Japón el 2,3% de la población y posee el 14,6% del PBM. Lo cual significa que la trilateral representa sólo el 13,5% de la población global pero absorbe el 72,1% de la renta mundial, mientras que el resto del planeta, compuesto principalmente por los países pobres del tercer mundo, no obstante tener el 86,5% de la población dispone apenas del 27,9% de la renta mundial.
Las disparidades internaciones corren el riesgo de profundizarse bajo el mundo unipolar que ha emergido después del colapso de la Unión Soviética y su bloque. Ya no existen los contrapesos geopolíticos de antes que, si bien llevaron a las angustias de la <guerra fría, fueron un factor para que la gran potencia de Occidente se preocupara de las condiciones de vida de los países pobres de su >zona de influencia por temor al “peligro comunista”. El mundo unipolar tiene evidentemente ese riesgo. Durante el último ciclo de sesiones de la UNCTAD VIII (United Nations Conference on Trade and Development) efectuado en Cartagena de Indias, se puso en evidencia el abrumador poderío político y económico de la gran potencia superviviente y de sus aliados de la trilateral, libres ya del contrapeso de los países del desaparecido COMECON.
En cambio, en los últimos años la Unión Europea ha desarrollado importantes esfuerzos para reflotar las zonas más deprimidas económica y socialmente de sus países miembros de menor desarrollo —España, Portugal, Grecia e Irlanda— a fin de lograr mejores grados de cohesión social en ellos y facilitar la integración económica, el mercado común y la unión monetaria de la comunidad. En la reunión de los líderes europeos en torno a la Agenda 2000 —paquete presupuestario para el primer septenio 2000-2006— efectuada en Berlín, se acordó el reparto de los principales recursos financieros comunitarios, o sea de los fondos estructurales —que incluyen el fondo europeo de desarrollo regional, el fondo social europeo, el fondo europeo de orientación y garantía agrícola y el instrumento financiero de orientación de la pesca— y de los fondos de cohesión, en forma de lograr un desarrollo equilibrado dentro de los países de la comunidad y entre ellos, superar el retraso de las regiones menos favorecidas, elevar el nivel del empleo, alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres y proteger el medio ambiente.
Según el Reglamento del Consejo para la distribución de los fondos estructurales, se consideran regiones retrasadas aquellas cuyo producto interno bruto (PIB) per cápita sea inferior al 75% de la media comunitaria. Sin embargo, ningún Estado miembro de la comunidad podrá recibir como asistencia en fondos estructurales sumados a fondos de cohesión más del 4% de su producto interno bruto anualmente.
Los fondos de cohesión, dotados de decenas de miles de millones de ecus —que en ese momento eran la unidad de cuenta de la Comunidad Europea—, fueron creados a finales de 1992 en Edimburgo para que España, Portugal, Grecia e Irlanda, países recién incorporados al proceso de integración, pudieran nivelar los indicadores económicos y sociales con los de los Estados europeos más avanzados, en un notable esfuerzo dirigido hacia la justicia social internacional.
En cuanto al tercer mundo, si las cosas van como hasta hoy, los países de menor desarrollo relativo no podrán salir de su círculo vicioso de falta de competitividad, pobreza, creciente endeudamiento y atraso. El economista norteamericano James Tobin de la Universidad de Yale, premio Nobel de economía en 1981, propuso en 1972 que se aplicara un impuesto o una tasa del 0,5 al 1 por mil sobre el movimiento internacional de capitales especulativos, con cuyo rendimiento pudiera ayudarse a los países pobres del planeta. La propuesta de este discípulo de Keynes no mereció mayor atención en ese momento. Permaneció congelada por largos años hasta que en diciembre de 1997 Ignacio Ramonet la resucitó en un editorial del “Monde Diplomatique” de París y después la hicieron suya los movimientos antiglobalización como respuesta a uno de los más graves efectos de la mundialización de las economías, que es la excesiva fluidez de los capitales especulativos por el planeta con su secuela de inestabilidad para la economía real. A partir de la reactualización de la propuesta de Tobin se fundó en Francia en junio de 1998, bajo el auspicio de un grupo de economistas, sindicalistas, ciudadanos y medios de comunicación no tradicionales, la Asociación por una Tasa sobre las Transacciones especulativas para ayuda a los Ciudadanos (ATTAC), que después se reprodujo en Madrid, Barcelona y otras ciudades españolas y que tendió a internacionalizarse para luchar contra la especulación financiera —especialmente contra las transacciones monetarias y operaciones de cambio a corto plazo— e imponerle un gravamen cuyos rendimientos estarían destinados a un fondo redistributivo de ayuda a los países del mundo subdesarrollado.
Por iniciativa del primer ministro socialista francés Lionel Jospin se abrió en el año 2000 el debate sobre la tasa Tobin en los círculos gubernativos de Europa y Estados Unidos y en el seno de la Unión Europea. El tema se discutió por esos años en los parlamentos de Estados Unidos, Canadá y varios Estados europeos. El gobierno francés, bajo la inspiración de Jospin, fue el primero en salir en defensa de ese gravamen destinado a luchar contra la especulación financiera. Jospin, que durante su primera campaña presidencial de 1995, se había referido favorablemente al tema, desde el gobierno se declaró solidario con quienes defendían la tasa Tobin. La tesis de Jospin fue que Francia propusiera a la Unión Europea que tomara una iniciativa internacional al respecto.
Pero la tasa Tobin tropezó con la cerrada oposición de los bancos, las empresas financieras y las corporaciones transnacionales, en connivencia con los grandes medios de comunicación de masas, que hacían coro a las proclamas de los especuladores y de los economistas devotos de la libertad de mercado. El economista canadiense Robert Mundell, ganador del premio Nobel de economía en 1999, dijo que la tasa Tobin era “una idea idiota”. Y un financista especulador norteamericano, en su apoteosis imperial, amenazó con instalar sus negocios en barcos anclados en la mitad del océano si el Estado osaba intervenir en ellos.
El 20 de enero del 2000 el pleno del Parlamento Europeo rechazó en Estrasburgo por 229 votos contra 223 y 36 abstenciones la propuesta, presentada por los eurodiputados socialistas, comunistas, ecologistas y algunos liberales, de que se estudiara la creación de un impuesto sobre los movimientos internacionales del capital especulativo. El procedimiento operativo de control de esos flujos de capital, sin ser simple, no sería imposible. Sería cuestión de controlar las transacciones financieras internacionales que se hacen por medios electrónicos a través de la banca comercial. Control que lo podrían hacer los bancos centrales de los países, especialmente en las ocho plazas financieras mayores: Nueva York, Londres, Tokio, Frankfurt, París, Singapur, Hong Kong y Zurich, donde se realiza alrededor del 80% del tráfico mundial de divisas. Los líderes de las izquierdas europeas creyeron encontrar allí una fuente importante y segura para financiar el desarrollo de los países periféricos y, al propio tiempo, un mecanismo de prevención de las recurrentes crisis del capitalismo global.
La aplicación de este gravamen cumpliría varios propósitos. Siendo un gravamen a la especulación, tornaría menos atractivas las compras y ventas de divisas como apuestas especulativas en los mercados cambiarios, lo cual reduciría su monto y contribuiría a la estabilidad financiera general. Atenuaría los efectos catastróficos de los flujos y reflujos del capital especulativo en las economías globalizadas. Devolvería a las políticas monetarias nacionales parte de la autonomía que han perdido ante los mercados financieros. Permitiría, dentro de ciertos límites, sustraer la fijación de las tasas de interés nacionales a la necesidad de defender el valor de la moneda. En lo que a América Latina se refiere, reduciría su dependencia de los capitales de cartera. Adicionalmente, generaría importantes recursos financieros —entre 150.000 y 250.000 millones de dólares anuales— que deberían destinarse a financiar el desarrollo de los países pobres. Tobin calculaba en 1999 que se producían en el mundo transacciones de divisas por 1.3 trillones de dólares al día, buena parte de las cuales muy poco tenía que ver con los movimientos deseables de capital productivo.
Como los mercados financieros se equivocan con demasiada frecuencia parece conveniente atenuar su poder decisorio sobres las economías nacionales y restringir la libertad de desplazamiento de los capitales. Un impuesto pequeño del 0,1% al 0,05% sobre cada cambio de moneda permitiría frenar la especulación monetaria, que suele otorgar a los especuladores —bancos, financieras, grandes empresas— enormes ganancias en sus maniobras destinadas a provocar fluctuaciones acentuadas en las tasas de cambio. Los especuladores compran divisas cuando están baratas para venderlas cuando están caras. Muchas de esas transacciones tienen cortísimos plazos: en instantes, horas o días se hacen movimientos cambiarios de ida y vuelta. Los Estados resultan impotentes para controlar ese flujo de capitales “desregulados”, con sus bruscos cambios de dirección y oscilaciones caóticas en las cotizaciones. Se trasladan de la Bolsa de Tokio a la de Frankfurt, o de la Bolsa de Londres a la de Sao Paulo miles de millones de dólares en un instante. En el <ciberespacio se mueven capitales varias veces superiores al monto de las transacciones de la economía real y forman las llamadas “burbujas financieras”.